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El callejón
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El entierro de Pedro Navaja

A Norberto Sanz y Miguel Ángel Carrillo, sin quienes ni mi hermano David ni un servidor hubiésemos conocido a Rubén Blades

Recién estrenados los sesenta y nueve años, el músico, cantante, actor y político panameño, Rubén Blades, recaló en Santa Cruz de Tenerife el pasado 20 de julio para dar los dos últimos conciertos de su gira Caminando: adiós y gracias, con los que pone broche de oro a más de cuatro décadas de conciertos por todo el mundo.

El lugar escogido para su recital en la capital tinerfeña, veinticuatro horas antes de su último show, junto a la orquesta de su paisano y cómplice Roberto Delgado, en Las Palmas de Gran Canaria, no pudo ser más desafortunado: el aparcamiento aledaño al Parque Marítimo César Manrique, justo en la falda de la montaña que hasta no hace tanto fue el antiguo Lazareto (y vertedero de la ciudad) y que hoy luce el exótico paisaje de un palmeral que parece sacado de los escenarios de cartón piedra por los que se lucía, a principios de la anterior centuria, el galán del Hollywood silente, Rodolfo Valentino.

La cosa hubiese tenido una siniestra y hasta simpática gracia, teniendo en cuenta que, semanas atrás, Blades acababa, como quien dice, de terminar el rodaje de los últimos capítulos de la tercera temporada de Fear The Walking Dead (especie de precuela de su hermana mayor, The Walking Dead, auténtico fenómeno de culto compartido por millones de adeptos al apocalipsis zombi en todo el planeta), por inhóspitas localizaciones de Baja California, y en la que el autor de los más célebres éxitos de la salsa interpreta con especial acierto y convicción a Daniel Salazar, ex esbirro en la sombra de una dictadura centroamericana, a quien el fin de los tiempos (tal y como lo entienden los guionistas de este serial) echa por tierra su apacible vida de barbero anónimo en Los Ángeles.

Sin embargo, semejante enclave, con un escenario arrinconado en un extremo de un parking cutre que ni siquiera hubiese llegado, en la década de los sesenta, a la categoría de autocine, resultó a todas luces indigno para uno de los más grandes artistas de la cultura popular latinoamericana desde que los emisarios de la Corona de Castilla pusiesen pie en el Nuevo Mundo.

Un tipo que, ya sea en solitario o con la inestimable colaboración de Willie Colón, ha escrito un puñado de las mejores canciones que hayan nacido en la lengua de Cervantes merecía otro lugar para echar el telón y despedirse de su leal parroquia en la isla que un día fuese hogar de acogida para su compatriota Rommel Fernández, a quien Blades no olvidó en las casi tres horas de su último concierto en suelo tinerfeño, que, entre recordatorio y recordatorio, terminó adquiriendo el triste tono elegíaco al que saben todas las despedidas, todos los funerales en que se honra a quienes se marcharon antes de tiempo.

A las pésimas condiciones acústicas del sitio habría que sumar las colas kilométricas que los sedientos espectadores debían soportar para poder pagar por anticipado los tickets de las bebidas que luego les eran despachados en las barras habilitadas para tal fin. Lo obsoleto e incómodo de la fórmula llevó a que muchos de los presentes, entre los que me incluyo, tuvimos que guardar turno durante casi una hora, mientras los músicos panameños acometían las primeras piezas del programa. Así, inmerso en una compacta masa humana, apretada e inmóvil, no me quedó otro remedio que cantar la letra de cada una de las secuencias urbanas de Decisiones, incrustado entre espaldas y culos y con el único consuelo de que el fotógrafo José Ayut, atrapado igual que yo, cubría los huecos que la desmemoria y el agobio me habían hecho olvidar de las estrofas.

Una vez alcanzado el objetivo, cuando Blades acometía la interpretación del cuarto tema de la noche, pude por fin disfrutar en directo, por tercera y última vez, de la voz nítida aunque cascada de un artista formidable.

Hasta siempre, Rubén.

Descanse en paz, Pedro Navaja.

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