Como todo buen escritor, Franz Kafka era un tipo raro. Consciente de que la tuberculosis le había puesto una fecha de caducidad inaplazable a su vida, este oficinista judío, que apenas salió de su Praga natal, le encomendó a su amigo Max Brod, albacea testamentario, que a su muerte procediera a quemar todos sus manuscritos, en la más estricta intimidad y con total discreción.
De constitución frágil y salud quebradiza, Kafka fue un individuo más bien retraído y cauteloso, que nunca se comprometió a fondo con ninguna de las numerosas mujeres a las que amó con una entrega sincera pero debilitada por la duda. Más bien tímido y huraño, el autor de La metamorfosis mantuvo una intensa relación de amor-odio con su padre (como casi todos los hijos); por el contrario, congeniaba con su madre y sus hermanas y, en el interior de su cuerpo de pájaro indefenso, enjaulado, anidaba un espíritu infeliz y atormentado que se proyectaba en las sombras siniestras de sus deslumbrantes pesadillas literarias.
Dotado de un perverso sentido del humor, sus fábulas y novelas constituyen una sorprendente y terrorífica caricatura de la realidad absurda que, por término medio, entendemos por existencia.
Sin embargo, el talento creativo de Kafka se golpeaba constantemente con las paredes de sus limitadas dotes como narrador. Y, en este sentido, su caso es bastante inusual en la historia de la literatura. Nos encontramos aquí con una imaginación verdaderamente asombrosa, que se materializa a través de una prosa torpe y poco atractiva: de diálogos lacónicos y rígidos, con personajes demasiado esquemáticos y largos pasajes irrelevantes.
Lo paradójico de todo ello es que el propio Kafka era el primero en asumir las deficiencias técnicas que oscurecen el contenido de algunas de sus mejores obras hasta hacerlas incomprensibles. De ahí que su última voluntad (por suerte, desobedecida) consistiera en la destrucción de todos sus textos inéditos.
Gracias a la feliz deslealtad de su amigo Brod, disponemos hoy de un puñado de obras maestras, tan extrañas como incompletas, que revelan, al igual que en la penumbra de un cuarto que permanece siempre cerrado, el fascinante mundo interior del individuo que las concibió.
De entre estas piezas inacabadas, sin duda, la más conocida es El proceso: un laberíntico relato en el que un ciudadano cualquiera, Josef K., queda atrapado en la infernal tela de araña tejida a su alrededor por la maquinaria judicial. En un estremecedor adelanto de los regímenes totalitarios que estuvieron a punto de destruir Europa, en esta macabra broma ideada por Kafka (que, no olvidemos, se doctoró en Derecho), con la lucidez de un visionario que presiente y percibe el horror que se aproxima en el horizonte de unos pocos años, el protagonista es encausado sin que se averigüe nunca el motivo y asiste, entre resignado e impotente, a su propia ejecución, con la mansedumbre de un cordero o la serena rendición del mártir que se sabe culpable de su inocencia.
Muchos son los preocupantes paralelismos que se pueden observar entre la Justicia parodiada en esta novela y la parodia de Justicia que debemos sufrir en España, desde la Santa (?) Inquisición hasta el actual paripé de juicio a Iñaki Urdangar(u)ín.
No obstante, con todo el absurdo kafkiano que de por sí implican los miles de expedientes amontonados en los juzgados, las sentencias irracionales, los jueces prevaricadores, los fiscales impresentables, los abogados corruptos y las reducciones de condena incomprensibles, nada de ello es comparable a los restos del vagón de cola del tren que explotó, en la estación de Santa Eugenia, la mañana del 11 de marzo de 2004, y que, a pesar de contener pruebas del peor atentado perpetrado en Europa, después de la Segunda Guerra Mundial, han permanecido almacenados como chatarra en distintas dependencias de la empresa Tafesa, durante los últimos ocho años.
spica
Los GAL: obvio la explicación de quiénes fueron. Estuvieron en acción desde 1983 a 1987. Transcurridos muchos años, fue reabierto todo el proceso, por la rocambolesca historia político-judicial del juez expulsado y actualmente en proceso de firma por el parlamento argentino como asesor de la comisión de derechos humanos del congreso, ahí es nada, Baltasar Garzón, que llegó a procesar a diversos cargos de la psoe, entre ellos un ministro del Interior. Pues bien, después del tiempo transcurrido salieron a la luz tal cantidad de pruebas y testigos que incluso llegó a aparecer una cosa tan pequeña como el sello de caucho utilizado por los GAL. Alguien con mucha mala (o buena, según se vea) idea había guardado algo comprometedor para cuando fuere necesario, como así fue. Hoy ha aparecido, como por milagro, todo un vagón de tren, casi nada. Esto viene a cuento de que el tiempo no lo borra todo y algo quedó pendiente de toda aquella canallada del 11-M. Siempre hay que tener fe. Fueron muchos los muertos y mutilados y muchísimas las familias afectadas. Ellos tienen que caer.
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pevalqui
¿Algunos de los miedos inseguridades y temores que tanto atormentaban a Kafka se habrán quedado en el limbo del tiempo a ver si algún juez destapa las causas pendientes que bajo el paraguas del poder no se abordan de forma equitativa?
Como escenario de fondo negro, una prensa y televisiones cada vez más amarillistas, más preocupados por las anécdotas y los impactos que más morbo causan que de la auténtica realidad de los hechos que en algunos casos ya parecen olvidados, o a la espera de una nueva portada sensacionalista.
Entrentato los sumarios se corroen apolillados…
Kafkiano, sin duda
Saludos cordiales…
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