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El callejón
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Pixar se acerca a la cumbre

Tráiler oficial de la película Up: un magnífico remedio para combatir el aburrimiento, la tristeza y la melancolía en estos días difíciles.

A la pequeña Ainara Carrillo González, recién llegada a este loco mundo de locos, con el deseo de que su vida sea lo más parecida a una película con final feliz

                 Probablemente harto de que intentaran etiquetarle de forma reiterada en numerosas ocasiones, Edward Kennedy "Duke" Ellington, uno de los compositores más destacados del siglo XX, afirmó que -a su juicio- sólo existían dos clases de música: la buena y la mala. Pues bien, después de más de tres décadas ejerciendo como espectador, además de trasladar el aserto ellingtoniano al universo fílmico -en cuanto a las categorías de los largometrajes-, uno se atreve a ir por otros derroteros y a asegurar que, transcurridos más de cien años de la primera proyección pública a cargo del invento de los hermanos Lumière, los aficionados al cine se pueden dividir en dos grupos: aquellos a los que les gustan los dibujos animados y los que los detestan. De entrada, ya les aviso que deben incluirme dentro de la primera facción.

            Mi afición al cinematógrafo, compartida por toda la rama materna de mi familia, proviene, como tantas otras cosas, de mi abuelo Anelio Rodríguez. En los años sesenta adquirió un equipo de filmación en Súper 8 y, durante más de diez años, hasta que di mis primeros pasos, se lanzó a la aventura, entre novelera y fascinante, de captar y de registrar, a veinticuatro imágenes por segundo, cualquier acontecimiento, incidente o pasaje digno de ser recordado tanto en la íntima galería de avatares y efemérides de índole doméstico (natalicios, cumpleaños, bodas, excursiones) como en el ordenado, previsible y, a veces, caprichoso calendario de actos, celebraciones y sucesos que marcan la vida cotidiana de cualquier comunidad (fiestas patronales, desfiles de Carnaval, ceremonias religiosas, noticias aisladas). En su faceta de cineasta amateur, creo que el mayor logro de mi abuelo fue su reportaje sobre la erupción del Teneguía. Sus espectaculares tomas nocturnas mostraban con rotunda sencillez y sin necesidad alguna de palabras el rito brutal, salvaje y, sin embargo, irresistiblemente hermoso que supone todo nacimiento.

            Esta dedicación al cine incluía un atractivo añadido a la posibilidad de filmar películas caseras, que, por otro lado, no veían la luz hasta completar un largo y trabajoso proceso de revelado en laboratorios de la Península y de postproducción en su propio hogar, que -en el caso de abuelo Anelio- consistía en pasar ante la moviola las horas entregadas de antemano al insomnio. Y es que, para nosotros, principales destinatarios de aquellas obras elaboradas sin otro afán que el entretenimiento, también estaban los rollos enlatados con copias de cortos de Charlot y de Walt Disney, que disfrutábamos con un regocijo que sólo he vuelto a experimentar en muy escasas oportunidades (con seis años, en el estreno de La guerra de las galaxias; durante el visionado de En busca del arca perdida, un día de Navidad remoto, en el Parque del Recreo; o cuando volví por unas horas a la niñez gracias a la primera parte de El señor de los anillos, en el hoy abandonado Cine Víctor).

            Traigo a colación tales recuerdos porque, después de contemplar Up, la última producción de los estudios Pixar, la evocación del pasado resulta inevitable. Con exquisita sensibilidad, pero sin el menor atisbo de sensiblería, esta película -por muchos motivos- admirable toma en herencia las virtudes más valiosas de la animación tradicional (como la búsqueda autoexigente de un realismo riguroso a la hora de componer determinadas figuras y detalles) y se sirve de la aparente simplicidad de sus dibujos para trazar una original fábula de profundo calado moral, divertida y vitalista, que devuelve la frescura, el infantil asombro, la suave ternura de la primera caricia, a la mirada -de por sí- desconfiada -incluso cínica-, castigada e incrédula del espectador adulto.

            El décimo largometraje salido de los ordenadores de esta productora, creada en 1986 y especializada en el novísimo arte de la animación digital, explora y aprovecha al máximo las prestaciones de la tecnología actual sin perder de vista, en ningún momento, los inagotables recursos que aporta un lenguaje, el cinematográfico, cuyas claves ya fueron descubiertas hace más de ochenta años por los grandes maestros del celuloide como David Wark Griffith, Sergéi Eisenstéin o Charles Chaplin, tal vez el artista más importante de la pasada centuria.

            Fieles a unos evidentes y elogiables principios éticos, los creadores de Up, Pete Docter y Bob Peterson, quien, aparte de codirigir, firma uno de los guiones más elegantes e ingeniosos que se hayan escrito en mucho tiempo, prosiguen con incontestable éxito con la diáfana, brillante e innovadora propuesta estética que ha caracterizado la trayectoria de Pixar desde su primera película, Toy Story, en 1995, y ha continuado a lo largo de esta última década, en la que no ha dejado de alumbrar preciosas -a la par que deliciosas- piedras de estilizada y colorista orfebrería audiovisual como Bichos, Monstruos, S.A., Buscando a Nemo, Los increíbles o Ratatoiulle.

            Los que pensábamos que la enternecedora historia del robot náufrago de WALL-E establecía una cota de perfección difícilmente superable nos equivocamos. Las correrías de un anciano cascarrabias, cuya apariencia física remite directamente al rostro de Spencer Tracy en el otoño de su carrera, metido de lleno en la odisea de hacer realidad el sueño de toda una vida, junto la indeseada compañía de un simpático e inesperado polizonte (un boy scout gordinflón, algo torpe y parlanchín), conmueve, entretiene y tonifica con su bocanada de aire fresco, de encantadora y emotiva humanidad.

            Escogida para inaugurar la LXII Edición del Festival Internacional de Cannes, Up es una maravillosa lección de cine que, además, para el público español posee el premio extra de gozar con el magnífico trabajo de dos estupendos actores de doblaje: el soberbio Claudio Rodríguez, voz habitual de Charlton Heston y que da vida aquí al desquiciado explorador Charles Muntz, y el no menos extraordinario Luis Varela, que pone toda su sabiduría interpretativa al servicio del personaje protagonista, el septuagenario vendedor de globos Carl Fredricksen.

            El otro día, mientras aparecían los títulos de crédito (precedidos por unas fantásticas viñetas que sirven de alegre y silencioso epílogo al relato) y los espectadores comenzaban a abandonar sus asientos, permanecí sentado, en la oscuridad de la sala. Miraba la pantalla absorto, inmóvil, como encandilado por el chorro de luz que la llenaba de reflejos y colores. Me acordé entonces de mi abuelo y supe, con absoluta seguridad, que a él le habría encantado esta película. Igual que a todos los que jamás la verán, debido a esa clase de absurdos prejuicios que nos privan de aquello que realmente merece la pena vivir.

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