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El callejón
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Monet era un señor de Murcia

Con este paisaje, Impresión, sol naciente, el pintor Claude Monet abrió, en 1874, una nueva y revolucionaria etapa en la historia del arte.

En 1980 el prestigioso catedrático de Semiótica, Humberto Eco, traspasaba los limitados pero confortables confines del mundo universitario, donde sigue siendo considerado una suprema autoridad en materias como Lingüística, Estética, Comunicación o Crítica Literaria, para convertirse en un auténtico fenómeno editorial con su primera novela, El nombre de la rosa. Aderezada con acertadas dosis de intriga, esta ficción policíaca, ambientada en una abadía de los Alpes italianos durante la Baja Edad Media, alcanzó unas cifras de ventas millonarias, inspiró una exitosa versión cinematográfica y popularizó a su autor, quien, un tanto ajeno al barullo engendrado a su alrededor, ha continuado su labor docente, ha cosechado multitud de galardones y honores y no ha vuelto a repetir, ni de lejos, un bombazo literario de semejante magnitud.

            La espectacular resonancia del superventas (best seller) de Eco provocó un inmediato efecto y una posterior cadena interminable de desperfectos. La primera consecuencia consistió en la revitalización de un género, la novela histórica, que había tocado su techo en la segunda mitad del siglo XIX, de la mano de sir Walter Scott y su ilustre pléyade de seguidores (Dumas, Hugo, Flaubert, Galdós, Tolstói), y que, a lo largo de la siguiente centuria, se había sumergido en una apacible y soporífera decadencia, tan solo interrumpida por contadas y magníficas excepciones, protagonizadas por Robert Graves, Margarite Yourcenar o Boris Pasternak.

Sin embargo, desgraciadamente, el entusiasmo unánime generado en torno a El nombre de la rosa abrió la veda para que escribidores y escribidoras, periodistas, noveleros y noveleras, y pícaros y pícaras de toda ralea se lanzasen, con irrefrenables ímpetus y (en la mayoría de los casos) con poco (o nulo) talento, a la complicadísima empresa de redactar y, luego, publicar relatos de similar calibre, en los que se pretendía hermanar la (siempre) libérrima fantasía literaria con el mayor celo documental. De la cascada de títulos que aparecieron como una especie de eco horrísono y distorsionado de la primeriza novela del célebre semiólogo alessandrino destacan la monumental Los pilares de la tierra (1989), del británico Ken Follet, y la inevitable El código Da Vinci (2003), del norteamericano Dan Brown. Una y otra marcan dos de los hitos más significativos sobre los que se ha apuntalado un verdadero filón que la industria editorial no ha dejado de explotar en las dos últimas décadas.

Dentro de un negocio que sólo en España mueve en torno a los cuatro mil millones de euros al año (un 0,7 por ciento del Producto Interior Bruto), de los 113,7 millones de libros que se vendieron en nuestro país en 2008, un respetable porcentaje de ellos se circunscriben a la esfera de la ficción literaria, directamente apoyada en frágiles, discutibles y, cuando no, (en muchos casos) descabelladas conjeturas de tipo histórico.

En este sentido, el intento de efectuar un oportuno catálogo que, además, sirva para separar el trigo de la paja, se nos antoja no sólo ímprobo sino también inabarcable, a la vista de la ingente cantidad y escasa calidad de estas novelas pseudohistóricas que acaparan sin tino los escaparates de las librerías. Ya que hoy sucede con ellas lo mismo que con las novelas de caballerías hace cuatrocientos años, cuando sirvieron de modelo, burla, escarnio y mofa de Cervantes a la hora de componer Don Quijote de La Mancha, en cuya primera parte, capítulo XXXII, leemos: "Ya os he dicho, amigo -replicó el cura-, que esto se hace para entretener nuestros ociosos pensamientos; y así como se consiente en la repúblicas bien concertadas que haya juegos de ajedrez, de pelota y de trucos, para entretener a algunos que ni tienen, ni deben, ni pueden trabajar, así se consiente imprimir y que haya tales libros, creyendo, como es verdad, que no ha de haber alguno tan ignorante que tenga por historia verdadera ninguno destos libros".

A falta de un donoso y grande escrutinio que con audacia y severidad cervantinas nos orienten por entre la maleza de tanto volumen infumable y mediocre, a los lectores sólo nos queda la intuición de nuestro propio olfato y la recomendación prudente de alguien juicioso y, sobre todo, fiable. Dejemos fuera de este reducido cuadro de herramientas a las revistas y suplementos culturales, sujetos como están a sus propias hipotecas y servidumbres, como ha demostrado con ejemplar honestidad el escritor Juan Goytisolo, al admitir recientemente que él nunca arremete contra los best sellers porque, gracias a ellos, "obras minoritarias como la mía pueden editarse y tener un público fiel".

A veces, si el libro posee un innegable valor por sí mismo, basta con que sus bondades sean proclamadas de forma discreta y la sugerencia pase de unos labios a otros, sin necesidad de recurrir a aparatosas campañas de promoción, llenas de fatuidad y palabrería barata. De esta manera, casi en silencio, una obra que merece ser leída empieza a cobrar una modesta, progresiva y merecida notoriedad. Tal es el caso de La tarde languidece sobre Argenteuil, la biografía novelada sobre el pintor Claude Monet (1840-1926) que en febrero de este año publicó en castellano la editorial Batlló.

Originariamente escrito en catalán, este trabajo, confeccionado con exhaustivo y enfermizo rigor durante más de treinta años, es el resultado de una prolija investigación que su autor, el catedrático de Lengua Provenzal de la Universidad de Perpignan, Eugenio Martín Tonetti (Barcelona, 1944), emprendió casi por casualidad en la década de los sesenta, cuando visitó por vez primera París, en viaje de fin de curso, y descubrió que, en el número 2 de la calle Louis Boilly, una de las paredes del pequeño Museo Marmottan albergaba el cuadro de Monet Impresión, sol naciente, el lienzo que, a raíz de su exposición en el estudio del fotógrafo Nadar, en 1874, junto a otras obras de Renoir, Sisley y Manet, había revolucionado para siempre el concepto de arte.

Los efectos que la contemplación de esta pintura produjeron en el joven estudiante barcelonés fueron tales que, una vez finalizada su licenciatura en Filosofía y Letras en la Universidad Autónoma, no dudó en matricularse en Historia del Arte. Doctor en ambas disciplinas académicas, Martín Tonetti sólo había editado hasta el pasado año obras de carácter científico y un centenar de artículos y ensayos, aparecidos en revistas y publicaciones especializadas.

 La tarde languidece sobre Argenteuil es su primera novela. Se trata de una amena y provechosa incursión en una modalidad que tiene como notables predecesores a Emil Ludwig y Stefan Zweig. Con idéntica meticulosidad que aquellos, el veterano investigador catalán reconstruye pieza a pieza, como si de un perfecto mecanismo de relojería o de un puzzle se tratara, la sorprendente y azarosa trayectoria vital de un ilustre personaje, en realidad poco conocido, que aquí se nos revela en toda su insólita inmensidad. Porque, al margen de su vertiente artística, de su famosísima condición de paisajista preclaro y luminoso, de audaz pionero del movimiento impresionista, muy poco o casi nada se sabía de la humana peripecia de este (sólo en apariencia) hombre tranquilo, fervoroso partidario de reflejar la naturaleza desde la propia entraña de sí misma, en sus abiertos espacios y umbilicales escenarios, en jardines, bosques y estanques al aire libre.

A través de sus poco más de tres mil doscientas páginas, el libro de Eugenio Martín recorre de arriba a abajo la geografía personal de este poeta de los pinceles y nos revela aspectos absolutamente insospechados de su vida: su casual nacimiento en el pueblo murciano de Beniel, a donde sus progenitores habían llegado por motivos mercantiles, ya que el padre de Monet, intrépido comerciante, intentó, sin éxito, montar una red de distribución ferroviaria de conservas procedentes de los fértiles regadíos de la región; sus devaneos con los servicios secretos del imperio británico, a partir de su estadía de seis meses en Londres, en 1870 (en relación con este episodio resultan especialmente hilarantes los clandestinos encuentros que el artista francés mantiene con agentes del Foreign Office, en las salas de la Tate Gallery, ante los cuadros de su admirado Turner); su frustrado intento de suicido, acuciado por las penurias económicas que habrían de perseguirle el resto de su existencia; su activa participación como espía en la Guerra Franco-Prusiana, en la que resultaron muy preciados sus servicios en calidad de falsificador de moneda y timbre o su oculta militancia durante cuarenta años en la sociedad espiritista y telequinésica de la Sagrada Hermandad del Nenúfar.

Deslumbrante, habida cuenta de sus increíbles revelaciones, sagaz, moderadamente provocadora, La tarde languidece sobre Argenteuil es mucho más que una biografía al uso de una de las figuras imprescindibles para comprender la evolución experimentada por el arte (y la mirada sobre éste) en el último siglo y medio. La atinada precisión de su prosa, que por momentos recuerda a la sobria y colorista belleza de Josep Pla en su Cuaderno gris, se erige en agradable y refrescante excepción dentro de un género que, como ya se dijo, por lo general transita por las cenagosas y turbias aguas de la subliteratura.

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