cerrar
cerrar
Registrarse
Publicidad
El callejón
Publicidad

La llamada de la naturaleza

Casi cuatro décadas separan estos dos retratos de la familia creada por José Amaro Carrillo González-Regalado y María Jesús Trujillo Carrillo [Fotografías obtenidas por gentileza de Silvia Rivera Carrillo].

Pocos, muy pocos individuos como John Griffith Chaney vivieron su existencia (1876-1916) de acuerdo al canon de tribulaciones, accidentes y sucedidos, más o menos dignos de mención, que la creencia común entre la mayoría de los mortales atribuye como consustanciales y hasta congénitos a la vida de todo escritor que se precie.

Y es que, mire desde donde se mire, en la historia personal de Jack London, alter ego de Martin Eden, convergen y divergen en tal número, intensidad e impredecible descontrol, las luces y las sombras, los aciertos y los errores, las proezas y las paradojas, los triunfos y los fracasos (con sus consecuentes grandezas y miserias) que semejante bagaje vivencial sólo está al alcance de los entes de ficción, mas no del resto de seres humanos.

Errante peregrino, siempre a la búsqueda de sí mismo, London transitó por empleos temporales y oficios episódicos (friegaplatos, operario en una central eléctrica, vendedor callejero de periódicos, mendigo, minero, obrero en una fábrica de enlatados, marinero, recolector de ostras, periodista), a través de los cuales fue construyendo su propia visión (entre revolucionaria y conservadora) del mundo y forjando su férrea, cautivadora e inconfundible personalidad como literato.

Injustamente encasillado en la categoría de autor de novelas y cuentos de aventuras, quizás debido a que su obra forma parte (indisoluble) de la educación sentimental de varias generaciones de lectores que crecieron a la vera de sus violentas, enérgicas y extraordinarias ficciones (El lobo de mar, Colmillo blanco, El vagabundo de las estrellas), London es un narrador fabuloso, con un estilo ágil y un ritmo preciso y veloz, que elude lo accesorio para ir directamente al corazón de la trama, deteniéndose apenas en el camino para aportar algún dato o para profundizar en detalles que, en efecto, lo merecen. Provisto de un depredador instinto para capturar el interés del público, los temas que le obsesionaron a lo largo de su trepidante biografía (como el conflicto entre la libre condición animal del hombre y las ataduras que conlleva su inserción en la sociedad) dotaban a su prosa de un trasfondo filosófico que, muy rara vez, salía a relucir y se mantenía en un discreto segundo o tercer plano.

Polémico, airado, contradictorio, Jack London manifestaba unas obvias preocupaciones sociales (que le hicieron abrazar la causa de un socialismo de corte moderado y elitista), al mismo tiempo que defendía el predominio de una casta dirigente, constituida por los hombres más aptos y fuertes, en una particularísima interpretación de la democracia, influida por La República, de Platón, las teorías evolucionistas de Herbert Spencer y el concepto del superhombre de Nietzsche.

Muchas de estas ideas aparecen sutilmente reflejadas en su novela más célebre (ha sido adaptada al cine múltiples veces), La llamada de la naturaleza, donde se relata la peculiar singladura de Buck, un perro de cincuenta y seis kilos, descendiente de san bernardo y pastor escocés, que es raptado y sacado del confortable entorno de la casa del juez Miller, en el soleado valle de Santa Clara, en California, para terminar siendo vendido como animal de tiro para el trineo de un buscador de oro, en la región del Klondike, al este de Alaska, después de padecer numerosas penalidades y el maltrato de dueños esporádicos que tratan de reeducarlo brutalmente, sin ningún escrúpulo.

La desdichada historia de este cánido, escrita con trazo firme e inimitable, es el cruel e inmisericorde viaje de vuelta (del eterno retorno) a los orígenes, el regreso atávico a los ancestros, que acaso todos emprendemos desde el mismo instante en que llegamos por vez primera, frágiles y atemorizados, a esta orilla del río. Al igual que, al final, Buck se reúne con sus antepasados, cuando pasa a liderar una manada de lobos, en ocasiones la vida propicia, con nuestra intervención o sin ella, esta clase de reencuentros.

Algo de eso experimentamos el pasado fin de semana los miembros de la familia Carrillo Trujillo, que nos volvimos a ver las caras, en la finca El Morro, en el garafiano pago de Las Tricias, en el curso de una reunión que celebraba su segunda edición (la primera tuvo lugar en octubre de 2008, en una casa rural de Las Lagunetas, Tenerife). Al calor de los vasos de vino de cosecha propia y de la degustación de apetitosas viandas de elaboración casera (ensaladilla rusa, empanada, hígado en adobo, piñas y costillas, tollos con papas guisadas), los allí presentes redescubrimos el confortante aroma de paladares olvidados y recobramos el viejo arte de la conversación en el que todo está permitido: la chanza alegre e inofensiva; la divertida anécdota mil veces repetida y mil veces reída y que uno nunca se cansa de escuchar; el pícaro comentario formulado en voz baja o el secreto momento de las confidencias, a esa hora intempestiva en que las revelaciones se confunden con los ronquidos.

Para gran parte de los que convivimos ese par de días en medio de los montes de Garafía, para aquellos y aquellas que desarrollamos nuestras rutinas cotidianas fuera de la isla de La Palma, la cita tuvo además el aire proustiano del tiempo recobrado, el halo romántico de una vuelta al principio, ya que fue aquí donde casi se gestó todo.

Aunque mis abuelos paternos, José Amaro Carrillo González-Regalado (1913-1984) y María Jesús Trujillo Carrillo (1917-2006), se conocieron, se enamoraron y contrajeron matrimonio en Santa Cruz de Tenerife, ciudad en la que nacieron sus tres primeros vástagos (María del Carmen [Nena], José Amaro [Pepe] y Miguel Ángel [Nane]), se establecieron posteriormente en Santa Cruz de La Palma, adonde arribaron en abril de 1945, porque mi abuelo, capitán de la Marina Mercante, había conseguido la plaza de práctico. En la capital palmera nacerían los otros cuatro hijos del clan: María Jesús [Chucha], Federico [Fisco], Carlos y Florinda. La residencia de la pareja en la Isla Bonita se prolongó durante cerca de cuarenta años, hasta el fallecimiento de él, que se produjo en su tierra natal, a la que había regresado aquejado de una grave dolencia pulmonar. Tras su desaparición, mi abuela decidió no mirar atrás, vendió la vivienda familiar (un amplio y acogedor piso en el edificio Morera, con entrada por el barrio de La Luz) y volvió a Santa Cruz Tenerife, donde vivió hasta el final de sus días, pese a que, en un curioso giro del destino, se despidiera de todos nosotros en una gélida habitación del Hospital General de La Palma, a la que había ido a buscarle la muerte, en los primeros días de enero de 2006.

La vida tiene sus propias reglas y el azar a veces juega con nuestro porvenir de la misma manera que Dios se entretiene en reinventar el universo cada segundo. ¿Quién hubiera imaginado hace más de setenta y cinco años que un joven marino, natural del Puerto de la Cruz, que realizaba el servicio militar, acabaría unido para siempre a la hija de un farmacéutico cubano, en cuya botica trabajaba como dependienta, y que ambos habrían de formar un hogar en otra realidad tan distinta a la suya?

En la década de los cuarenta, las islas menores, como La Palma, sufrían el doble atraso motivado por el abandono secular por parte de la metrópoli, de lo que también era víctima todo el Archipiélago, y por el desprecio ejercido respecto a las primeras por las llamadas islas capitalinas, ancestralmente ensimismadas en una especie de provinciano ombliguismo. Con el desolador horizonte de un país hundido en la precariedad y en la pobreza, Santa Cruz de La Palma ofrecía el desesperanzador paisaje de una ciudad que había gozado de un pasado lustroso e ilustrado pero que, a duras penas, sobrevivía a los rigores de una posguerra feroz e interminable.

En aquella población portuaria, coqueta y singular, recalaron mis abuelos paternos para establecerse, en primer lugar, en una casa terrera, en el barrio de Timibúcar. En los años siguientes, la familia Carrillo Trujillo se integró en una comunidad humana heterogénea y hospitalaria que afrontaría con elevadas dosis de estoicismo y solidaridad el esfuerzo colectivo de adaptar dicho núcleo urbano al vertiginoso tren del siglo XX.

Fueron los tiempos duros de la autocracia, de las cartillas de racionamiento, del Mando Económico, del estraperlo y del cambullón, de una España en blanco y negro, atenazada por el dolor, el hambre y el miedo. Luego, en los cincuenta, se inició el lento y prolongado proceso de reconstrucción, que recibió un impulso decisivo con la llegada de la ayuda norteamericana, en pago al respaldo estratégico de Franco a los EE.UU. en su cruzada contra el bloque soviético. En esos días, en que mi padre y sus hermanos eran unos chiquillos en pantalón corto que se bañaban frente al Castillete, mi abuelo José Amaro tomó parte activa en el Secretariado de Caridad, interviniendo en el reparto de los paquetes de leche en polvo, de las latas de carne y mantequilla. Ya entonces, tanto él como mi abuela María, se caracterizaban por sus desinteresadas aportaciones a Cáritas, por dar alojamiento a los Hermanos de San Juan de Dios, a su paso por la Isla, y por no dejar de tender la mano o hacer un favor a quien lo necesitase.

El voraz transcurso de los años trajo poco a poco a Canarias las comodidades de la vida moderna (como la televisión, uno de cuyos primeros aparatos fue el adquirido por mi abuelo, quien mandó a confeccionar ex profeso unos bancos para que el vecindario pudiese disfrutar con el insólito invento), mientras la sociedad española entraba en un período de bonanza, repleto de expectativas e ilusiones, que en buena medida se vieron satisfechas en la década de los setenta. A escala demográfica, y a pesar de la crisis del petróleo, tales circunstancias favorecieron un crecimiento espectacular y la irrupción de una generación bulliciosa y multitudinaria a la que pertenecen servidor, sus dos hermanos y nuestros catorce primos y primas, todos y todas procedentes de las ramas del mismo árbol, y a quienes hay que sumar los dieciséis bisnietos que ya han hecho acto de presencia en el escenario del mundo y los dos que se encuentran a punto de llegar.

En Todos vuelven ("Todos vuelven a la tierra en que nacieron, / al embrujo incomparable de su sol, / todos vuelven al rincón donde vivieron, / donde acaso floreció más de un amor"), una preciosa canción escrita por el peruano César Miró, Rubén Blades afirma que "todos vuelven por la ruta del recuerdo" y, a continuación, enumera una colección de estampas y sensaciones domésticas que jamás le abandonarán, ya que constituyen para él una suerte de segunda piel: "el caminar de mi padre", "mi abuelita y su rosario", "el perfume de mi madre", "los colores de mi barrio", "las voces de mis amigos"… En ese sentido, existen ciertas imágenes que los integrantes de la familia Carrillo Trujillo no podremos olvidar: la menuda figura de abuelo José Amaro, al que veo sentado en su escritorio, encorvado sobre los crucigramas de Pedro Ocón de Oro, levantando la cabeza cuando entramos correteando en el despacho, al tiempo que dibuja una sonrisa pilla en el rostro porque le hemos preguntado si le quedan caramelos; o los hoyuelos que se le formaban a mi abuela María, a ambos lados de la boca, cada vez que se reía, después de contar alguno de sus chistes verdes con su eterna picardía de niña traviesa.

Gestos, destellos, apuntes, vivencias únicas y entrañables que todos compartimos en instantes irrepetibles de nuestra existencia como miembros de esta y de otras familias porque, en el fondo, más allá de la genealogía y por encima de las etnias y de las razas, está el común y universal parentesco de pertenecer a la especie humana.

Archivado en:

Publicidad
Comentarios (0)
Publicidad

Últimas noticias

Publicidad

Lo último en blogs

Publicidad