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El callejón
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Dejadnos en paz

Desde el previsible y calamitoso desenlace de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, la comunidad internacional, que no deja de ser un consorcio malavenido de intereses contrapuestos cuya única fuerza motriz es la acumulación de riquezas, lleva más de dos décadas entregada con una voluntad férrea e inquebrantable a hacernos comulgar con toda clase de falacias, medias verdades y engendros retóricos de la peor especie: desde las armas de destrucción más iva con que nos amenazaba Sadam Husein a la trascendencia universal (?) que ha supuesto contar en la Casa Blanca con un estadista de la talla de Barack Obama.

El último de estos enjuagues, absolutamente imbebible, dolorosamente repugnante, ha sido el acuerdo de paz con que Juan Manuel Santos ha pretendido dar carpetazo a más de media centuria de guerra civil en su país, permitiendo que el coste que debían asumir los líderes y combatientes de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (de una catadura moral similar a la camorra napolitana o a la mafia calabresa) fuera mínimo. Para ello, este elocuente charlatán de segunda fila, con su verbo encendido y pasteloso, montó semanas atrás una ceremonia de conciliación, cursi, interminable, casi ridícula a ratos, donde se pudo ver a un acartonado y muy envejecido rey Juan Carlos, en medio de aquel palomar de lobos con piel de cordero, aguantando las cabezadas del sueño, mientras el portavoz guerrillero, Rodrigo Londoño, Timochenko, acaparaba todo el protagonismo con un discurso pomposo, autoindulgente y, en el fondo, infame.

A todos nos hicieron creer que esta especie de gala de indianos, en la que solo faltó el culo zumbón de la Negra Tomasa y los sones de los Troveros de Asieta, era la antesala de la aclamación unánime por parte de la ciudadanía de un pacto que sin duda saldría adelante con su refrendo. Sin embargo, Santos, Londoño y los demás ingenieros de este siniestro paripé (oficiado en calidad de árbitro por ese legendario adalid de los derechos humanos que es Raúl Castro) no contaron con que la realidad no se parece nada a la fantasía que deseas imponer (como el decorado de una mala película con happy end) y la mayoría de sus conciudadanos y conciudadanas, con esa dignidad reconfortante que a veces emana de las urnas, les dio con el no en las narices. O sea, vuelta a empezar.

Luego, en una decisión tan cuestionable como sonrojante, la Academia Sueca ha decidido pasarse el resultado del referéndum por el forro de la entrepierna de la diplomacia y le otorga el Nobel de la Paz al máximo responsable de que, a fecha de hoy, Colombia continúe en pie de guerra.

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