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El callejón
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Zimmerman se hace el sueco

Hace muchísimo tiempo (bastante más del que me gustaría reconocer) entrevisté para el Diario de Avisos, en la barra del Atlántico, al poeta José Hierro (Madrid, 1922 – 2002), quien, entre whisqui y whisqui, me confesaba con su voz de trueno y su espectacular cabeza broncínea, como sacada de un retrato de Rembrandt, que a él los reconocimientos en forma de premios le “acojonaban”, ya que entendía, en su lucidez del que está de vuelta de casi todo (después de una juventud tras las rejas de las cárceles franquistas), que, en el fondo, uno alberga la duda de “no merecerlos”. Creía este escritor nada autoindulgente, autor de apenas una decena de títulos en cincuenta años de carrera, que los únicos galardones a los que uno podía aspirar legítimamente eran aquellos a los que concursaba. No obstante, no le fue mal a Hierro con esta convicción ascética sobre la efímera gloria literaria, si tenemos en cuenta que recibió el Príncipe de Asturias, en 1981, y el Cervantes y el Nacional de la Crítica, cuatro años antes de abandonar este mundo.

Para el poeta madrileño, tales honores, a pesar de aceptarlos con agrado, le repelían en el sentido de que le inspiraban un cierto prejuicio supersticioso y, en lugar de un espaldarazo a su obra, percibía en tan altas menciones el incómodo vapor del embalsamamiento.

Diez días, diez, lleva la Academia Sueca intentando que su flamante Nobel de Literatura conteste al teléfono. Pues la llevan clara. De todas maneras, lo que pueda ocurrir hasta el próximo 10 de diciembre en torno al polémico galardón será exclusiva responsabilidad de los miembros del comité que otorgaron dicho premio a quien, obviamente, no reúne los debidos méritos para recibirlo.

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