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El callejón
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El día de los trumposos

 

Casi sin pretenderlo, como quien no quiere la cosa, los Estados Unidos de Norteamérica se constituyeron el 4 de julio de 1776 en la primera república democrática contemporánea y, a diferencia de sus coetáneos franceses, no tuvieron que hacer un revolución contra sí mismos ni apilar una sanguinaria cantidad de cabezas guillotinadas para consolidar el nuevo régimen de libertades civiles y de derechos ciudadanos ya que, desde su perspectiva y mentalidad de ex colonias, el enemigo era otro y, además, éste se encontraba al otro lado del Globo, muy feliz y dichoso dentro de su propia monarquía autocomplaciente y parlamentaria.

Sin embargo, tan colosal como extraordinaria, la nación USA es un desconcertante cúmulo de contradicciones: la firme defensa de la abolición de la esclavitud (que abocó al país a una cruel contienda civil) contrasta con la larga marcha que la minoría negra ha debido cubrir (en inhóspita travesía por un feroz desierto, lleno de privaciones, injusticias y arbitrariedades) hasta ver cómo uno de los descendientes de aquellos desgraciados traídos en las bodegas de los barcos negreros ha permanecido durante dos mandatos sentado tras el escritorio del despacho oval.

Una vez finiquitada la estancia de ocho años de Barack Obama como inquilino de la Casa Blanca (suceso de increíble trascendencia que vino a hacer realidad el sueño imposible de Martin Luther King), la terca tenacidad del tiempo parece habérsele echado encima a la cúpula dirigente del Partido Demócrata que, instalada en una incomprensible pasividad, ha sido incapaz de poner freno a la desmedida y legítima ambición de Hillary Rodham Clinton, obcecada en ser la primera mujer en alcanzar la presidencia de los EE.UU.

Perfectamente conocedora de la mentalidad patriarcal y machista que sobrevive en el corazón de su país como un parásito, voraz, ciego e indestructible, la ex Primera Dama intentó hacer carrera a la sombra de su marido (un simpático gobernador, locuaz y pusilánime, pero incapaz de controlar su pinga insaciable) y hubo de renunciar a cualquier papel de relevancia pública (su intento de encabezar la reforma del sistema de asistencia sanitaria sufrió un rechazo masivo y acabó en mil quinientas páginas de papel mojado) para convertirse en esposa florero, en primer lugar, y, finalmente, en cónyuge engañada y humillada. No obstante, Hillary Rodham (muchísimo más inteligente y con mayores agallas que el inepto de Bill) supo aguardar su oportunidad con la sangre fría de esas rubias implacables de las que están repletas la novela negra y el llamado film noir.

Desde su partido, mangoneado por los mismos grupos de presión que controlan al bando republicano, apenas se le ha opuesto resistencia y, en lugar de buscar un candidato (o una candidata) más joven, con un perfil similar al predecesor, que de alguna manera garantizase la continuidad de su discutible legado, con más sombras que luces, han permitido que sea ella y sólo ella la única alternativa. Y, con el fin de que el electorado acepte esta solución a lo Kirchner, a la clase dirigente de Washington no se le ocurrió otra idea que organizar la consulta de este martes en términos de un amañado combate de lucha libre, donde a Donald Trump (impresentable multimillonario, hijo de papá, que no ha pegado un palo al agua en su vida) le corresponde el rol de grotesco y vociferante villano.

La suerte está echada en esta partida con las cartas marcadas. La única incógnita, terrible, fatídica, es pensar (mejor no hacerlo) en lo que le sucedería a este pobre planeta de todos en el descabellado aunque factible, remoto, pero factible, supuesto de que este individuo gane las elecciones.

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