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El callejón
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Rafa

Me enganché al tenis una calurosa tarde de domingo, hace ya treinta y cinco veranos, en la que Björn Borg disputó su última final de Wimbledon. Espigado, enjuto, elegante, aquel atleta de rostro impasible y cabellera nórdica se resistió con gélida indiferencia a doblar la rodilla ante su joven rival. Descarado, irreverente e imprevisible, John McEnroe tuvo que exprimir las ilimitadas posibilidades de su zurda para destronar al soberano indiscutido e indiscutible del All England Lawn Tennis Club.

Aquel partido memorable, repleto de golpes inverosímiles y de puntos prodigiosos, fue decantándose, poco a poco, a favor del aspirante, a quien, fiel a su inveterada costumbre de animar siempre al más débil, mi padre jaleaba, en calzoncillos, desde su sofá, con gritos de: “¡¡¡Buena, McClaud!!! ¡¡¡Así se juega, McClaud!!!”. Mi progenitor se había encargado de explicarme el peculiar sistema de puntuación del juego, así que, cuando optó por irse a echar la siesta, yo ya entendía con meridiana claridad el devenir de la contienda.

En soledad, asistí con cierto desagrado al desenlace del encuentro que deparó, finalmente, el triunfo del tenista norteamericano, que nunca despertó en mí sino antipatía: villano en un deporte de caballeros, McEnroe era un rebelde sin causa, un niñato malcriado y un plebeyo gruñón, que no sabía ni ganar ni muchísimo menos perder. Y, en los siguientes años, disfruté como un enano cada vez que alguno de sus magníficos oponentes le hacía morder el polvo. ¿Quién puede olvidar la final de Roland Garros de 1984, en la que el checo Ivan Lendl le remontó dos sets en contra?

Tiempo después, cuando mi interés por el tenis se había disipado por completo, sepultado a pelotazo limpio por bíceps esculpidos en gimnasio y la eficacia como matriz de cualquier talento, eché de menos a jugadores con estilo propio, diferentes, heterodoxos. Y fue cuando valoré a McClaud como realmente se merecía.

Veintisiete años después de su primer triunfo en Wimbledon, me reencontré con McEnroe en la pista central del All England Club, durante la épica final, de más de cinco horas de duración, que protagonizaron Roger Federer y Rafael Nadal. A la conclusión del maratoniano encuentro, que dio comienzo después de las dos de la tarde y no finalizó hasta pasadas las ocho de la noche, el campeón norteamericano, que había estado comentando el match, a pie de campo, en una cabina acristalada, confesó que había sido el mejor partido que había presenciado en su vida.

Lo que ignorábamos todos es que, una vez concluido aquel combate indescriptible entre dos auténticos colosos de la raqueta, el suizo, quien sin duda pasa por ser el mejor tenista de la historia, permaneció por espacio de casi dos horas abatido, en el interior del vestuario, en completa soledad, mientras lloraba el dolor infligido por una derrota que no sólo habría de marcar un antes y un después en su carrera, sino también en su propia existencia.

Hijo de una adinerada familia de Basilea, Federer, nacido el año en que John McEnroe alcanzaba la cima, se aficionó al tenis admirando a su ídolo Boris Becker y sus innatas condiciones físicas se adaptaban a esta práctica deportiva como un guante de seda.

Elástico, cerebral, preciso e infalible, al igual que un mecanismo de relojería suiza, este hombre, ganador casi patológico, llegó a creerse invencible, sobre todo, en la cuidadísima hierba británica, que había convertido en su baluarte inexpugnable. Llevó fatal aquella primera final perdida en Wimbledon y, meses después, cuando el tenista manacorí lo volvió a vencer en Melbourne, durante la ceremonia de entrega de trofeos, rompió a llorar como un crío y fue incapaz de articular palabra, más allá de un: “¡Dios mío, esto me está matando…!”. Su novia, hoy esposa y madre de sus cuatro hijos, la ex tenista Mirka Vavrinec, lo miraba atónita desde el palco de invitados, con el disgusto estupefacto de quien contempla al ser querido precipitarse, en caída libre, por el abismo de la locura.

Y fue entonces y justo entonces cuando Nadal, el más grande deportista profesional que ha dado nuestro país, se acercó a él, lo acarició en la mejilla y le susurró unas cuantas cosas. Federer dejó de sollozar y esbozó una sonrisa. Rafa había conseguido la más noble y extraordinaria de todas sus ya numerosas proezas y, tal y como quedó demostrado ayer domingo, contribuyó con aquel gesto y de una forma que se me antoja decisiva a que su máximo rival y sin embargo amigo sea hoy por hoy una mejor persona.

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