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Palmero de ida y vuelta
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Las Palmas de Gran Canaria, 1972-2017

En los últimos 45 años la ciudad de Las Palmas de Gran Canaria ha conseguido dar un vuelco importante en cuanto a su estética, jardinería, alumbrado, limpieza, movimientos culturales, participación vecinal y organización de barrios. Bien es verdad que en este último capítulo siempre habrá diversidad de opiniones, pues hay bolsas de pobreza y tercermundismo que son difíciles de erradicar, Canarias no es una sociedad igualitaria y después de la crisis las diferencias sociales se han acentuado. También conviene resaltar que hace 45 años estábamos en pleno franquismo, y que los cambios que introdujo la democracia llegaron avanzada la década de los 80. ¿Por qué arranco esta especie de miscelánea melancólica en 1972? Sencillamente porque a primeros de abril de ese año cogí una modesta maleta de emigrante y me subí al ferry desde Santa Cruz de Tenerife, pues –después de haber estudiado en La Laguna, colaborado en las redacciones de La Tarde y El Día, y luego de haber cumplido el servicio militar como represaliado político– tenía la posibilidad de trabajar en la redacción del diario La Provincia, periódico que en Tenerife admirábamos por su diseño, sus atrevidos contenidos y su calidad.

La ciudad de Las Palmas a la que yo llegué hace ahora 45 años era diferente de la actual. Era más pobre y estaba más descuidada, era menos limpia, apenas había arbolado, no se había plantado ni un metro cuadrado de césped, no existían apenas fuentes ni esculturas en la calle, ni estaban los túneles Julio Luengo ni tampoco algo que cambió por completo el diseño capitalino: la circunvalación. Con los amigos de entonces llegábamos a una conclusión primitiva: menos mal que por la noche los defectos de la ciudad se disimulaban, era más presentable. Presentaba, eso sí, la imagen de un lugar cosmopolita y abierto, el mejor espacio urbano de Canarias, hervían de actividad el Parque Santa Catalina y sus aledaños, los bazares de los indios traían la electrónica que buscaba el turismo, las discotecas ofrecían grandes noches gracias a las escandinavas, se había cubierto el barranco Guiniguada para la carretera del centro y estaba Alfonso Armas Ayala y sus Casas-Museo, que centraban la actividad cultural, en especial la Casa de Colón. Había un puerto con una impresionante actividad pesquera, y presencia de flotas exóticas: de Corea, de Rusia, de Japón, de Cuba, de Egipto incluso. En aquel tiempo de ilusiones juveniles, andábamos admirando la Revolución de Fidel Castro y en los pesqueros cubanos nos regalaban libros y revistas que hablaban de allá.

La ciudad de Las Palmas era la Nueva York de Canarias, según me decía mi padre, Anastasio León Capote, quien la visitó cuando se presentó a las oposiciones de Agente Judicial ante la entonces Audiencia Territorial. Recordaba mi padre los comercios y las modestas luminarias de Triana, que él elevaba a gran consideración. Por desgracia nunca pudo ver el mundo más allá del archipiélago, y siempre conservó su valoración de esta ciudad.

Desde mi origen en la isla de La Palma siempre aprecié que entre grancanarios y palmeros había una buena relación. Se decía que los lanzaroteños brincaban hacia Tenerife y que en cambio los palmeros buscaban los servicios de calidad en la isla redonda. A los grancanarios les gustaban los verdes de La Palma, sus pueblos, su paisaje. Los palmeros venían de luna de miel al Hotel Don Juan, igual que venían en busca de buenos especialistas médicos.

Esta ciudad, con sus defectos y sus virtudes, ha sido mi lugar bajo el sol, el sitio donde cometí errores y aciertos, donde nacieron mis hijos, donde desempeñé diversas labores profesionales, un espacio que siempre me atrapó en su maltratada pero todavía bella Vegueta, en su frenesí portuario, en su británica Ciudad Jardín, en sus plazas coloniales y en su luminosa playa de Las Canteras, que nunca valoramos en su justa medida. Ah: también recuerdo que, antes de establecerme, en un viaje sobrevolamos el Estadio Insular iluminado, donde el equipo amarillo representaba a todas las islas en primera división, siempre con una base de cantera, con un estilo casi brasileño y argentino, y con aquellos genios inolvidables de Germán, Tonono, Guedes, León, etcétera. Un equipo que jugaba al golpito, parecía que no corría, pero conseguía hazañas ante los grandes.

La ciudad cosmopolita, la ciudad con tanto dinamismo, la ciudad universal de las cien banderas que cantó Tomás Morales, me ha visto envejecer y le estoy perpetuamente agradecido porque aquí encontré compañeros de trabajo, escritores, artistas, personajes del pensamiento que me ayudaron a madurar. El rector que fue de La Laguna Doctor Hernández Perera siempre decía que la plaza de Santa Ana era un rincón de Florencia. La subida de Espíritu Santo con la fuente de Ponce de León, el mismo que diseñó la Casa de los Picos, a la que dediqué una novela; la calle Obispo Codina y la perspectiva hacia el Gabinete Literario, la plaza de Santo Domingo, la ermita fundacional de San Antonio Abad, la alameda de Colón y la iglesia de San Agustín, el perfil sevillano de Vegueta, todo me atraía tanto como las crónicas de Alonso Quesada. Una ciudad entonces sin centros comerciales ni grandes almacenes, de humildes supermercados y tiendas de aceite y vinagre.

La ciudad me acogió y me ofreció la oportunidad de crecer. En varios de mis libros procuré dar testimonio de su vitalidad, su mestizaje, su sentido progresista e innovador. Después de haber visitado 45 países con ciudades explosivas, ciudades recoletas y ciudades del Tercer Mundo, he de reconocer que es el mejor lugar para vivir. Vaya, por tanto, mi agradecimiento hacia este escenario donde eché el ancla, donde encontré el amor al lado de una mujer que me ha salvado de varias hecatombes. Muchas veces dije que los insulares somos como los cocodrilos, que necesitan vivir en el fondo del río y que de vez en cuando suben a la superficie para tomar oxígeno. Los insulares vivimos casi en el fondo del océano y subimos a un avión para ver mundo, pero luego retornamos a la madre atlántica, nuestro estoicismo y nuestra melancolía, nuestra magua, nuestros eclecticismos. Y siempre mantenemos las antenitas puestas para recibir y reelaborar lo que viene del mundo, por eso desde Cairasco para acá este lugar ha dado tan buena gente en las letras y las artes, por eso –aunque la isla crece hacia el sur turístico– es una colectividad que permanece y con sus dinámicas ilumina al resto del archipiélago. Gracias por siempre a esta ciudad, a la que llegué veinteañero con una maleta de cartón.

Blog La Literatura y la Vida                   

 

 

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