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Opinión
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Fábulas palmeras

Bienvenido, indiano del pasado

Indiano con su maleta.

Su equipaje estaba listo. Metió todo lo que pudo, su ropa de trabajo y su mejor gala, su sombrero para protegerse del sol en la huerta, hecho con palmera y ya deshilachado, y sus zapatos de charol exclusivos para encantar en las pistas de baile de cualquier fiesta de pueblo. Fotos de sus amigos y su familia, de su exnovia, con la que terminó días atrás para que no lo esperara en vano. No quería dejar nada material, lo sentimental se lo llevaba en el corazón y en los ojos. Sólo tenía un boleto, el de ida.

Desde la noche anterior lo esperaba el gigante a vapor de la Compañía Trasmediterránea en el muelle de Santa Cruz de La Palma, a él y a unos cientos de jóvenes palmeros más con la mira y el futuro puestos en La Habana. Comenzaba el siglo XX y con él la travesía de Aday Morera, un muchacho de 19 años de edad criado entre los campos y las olas de Tazacorte, que al enterarse de las buenas experiencias y el progreso de otros canarios que emigraron años atrás a Cuba, decidió aventurarse a probar suerte en el incierto Caribe.

Tuvo que madrugar para cruzar la enrevesada carretera desde su terruño hasta la capital, y llegar con tiempo previo al zarpe del trasatlántico que lo llevaría a la tierra de la caña de azúcar, del son y el “guaguancó”, de hermosas mujeres y de provenir.

De punta en blanco. Guayabera, pantalón de lino, sombrero impecable y a estrenar tipo Habana, y los ojos más brillantes que sus zapatos pulidos casi hasta el desgaste, Aday se despidió de los suyos entre lágrimas de tristeza y alegría, prometiéndoles que en pocos meses volvería con riquezas y abundancia para comprarse un terreno fértil y darle mejor calidad de vida a su familia. Se puso su sombrero, y maletas en mano subió el andén rumbo a convertirse en un indiano más en busca del sueño caribeño de aquella época.

Tras casi un mes de navegación, La Habana se le presentaba a Aday con sus palmeras y su costa soleada, con sus campos de caña de azúcar, esos que se convertirían en su oficina durante una década, 10 años de aprendizaje y descubrimiento de otro tipo de agricultura, de cambiar sus técnicas de siembra y cosecha de plátano y tomate, a conocer la caña de azúcar y sus bondades. También aprendió a bailar son, salsa y merengue, y se convirtió en todo un casanova adoptando la chispa y el “tumbao” de sus amigos cubanos.

Aday ya no era el muchacho soñador de Tazacorte, sino el canario emprendedor que con mucho esfuerzo y tesón había reunido una gran cantidad de dinero, suficiente para decirle “gracias” y “hasta luego” a su isla adoptiva, y ponerle fecha a su retorno al muelle de Santa Cruz. A mediados de febrero partiría a su tierra. Ya no era una maleta, sino 3, repleta con muchos trajes, zapatos para diferentes ocasiones, obsequios y varios manojos de billetes y joyas. Por supuesto, un arsenal de puros, hechos con tabaco de alta calidad, no podía faltar en el equipaje.

El día de su partida, muy temprano en la mañana, Aday quiso despedirse de La Habana con un paseo por su famoso malecón antes de enrumbarse al muelle donde lo esperaba el barco. Allí juró volver pronto a Cuba para agradecerle todo lo que le regaló en esos años de trabajo.

El indiano palmero abordó el segundo gigante de vapor que pisaba en su vida. Ya en alta mar, y tras un par de semanas de navegación, aquella travesía apacible se convirtió en un pandemónium. Tormenta, gritos y desesperación. Un fuerte temporal los arrojaba de un lado a otro en el inmenso azul, los relámpagos alumbraban el horizonte durante largas noches, y cada vez las sonoras estacas luminosas caían más cerca del barco, que las tentaba con su gran armazón. Tanta fue la tentación que la siguiente descarga eléctrica cayó justo en el camarote donde Aday daba tumbos. Aturdido y algo moreteado, el canario nota que disminuye el vaivén del barco, siente que no navega, y trata de enfocar la vista por la escotilla. Sorprendido ve que es de día, no llueve, el cielo está despejado y cantan los pájaros.

Se asoma, y sorprendido nota que el barco está atado al muelle de su terruño. Llegó a casa, y piensa que por el temporal y lo confuso de la tormenta no se dio cuenta de su arribo antes de tiempo. Cree que por las corrientes del mar bravío pudieron navegar más rápido y ahorrarse unos cuantos días. Desbordado de alegría corre a ponerse su mejor gala para bajar a abrazar a los suyos. El trasatlántico está desierto, y muy adornado también. No lo entiende. Es el último en pisar tierra palmera.

¡Vaya fiesta en las calles de Santa Cruz! Hay cientos como él, elegantes, de traje y de punta en blanco, con maletas, felices. Aunque no se topa con los rostros conocidos con los que viajaba de regreso, tampoco ve a sus familiares. Busca explicaciones. Quizás por haber llegado de imprevisto unos días antes no se enteraron de su arribo. ¿Pero por qué hay celebración, si el barco atracó antes de tiempo? Tampoco entiende por qué se lanzan polvos blancos, como harina, aunque le cae un poco en la boca y nota cierto sabor a perfume. Opta por seguir caminando del muelle a la Calle Real en busca de sus allegados, y nada.

Aday ve a Santa Cruz y su gente muy cambiadas. Desarrollo, los coches son alucinantes, tal vez en su ausencia Europa ha dado saltos agigantados a la modernidad y todavía Cuba daba pinitos. Las calles ya no son de tierra, sino de un tipo de pavimento y piedra muy lisos. El alcohol, el confeti y la algarabía desbordan por donde pasa. Le alaban su atuendo, le dicen que es muy genuino. Lo agradece cortésmente y las palmeras se derriten ante el caballero, que por sentirse aturdido pierde un cortejo seguro.

La Negra Tomasa baila en una tarima en la plaza. Aday sonríe a medias al percatarse de que es un hombre disfrazado, satirizando a aquellas morenazas que conoció en Cuba. La música le revive sus fiestas en la isla caribeña, es como una oda a su terruño adoptivo, por lo que mantiene que es una fiesta de recibimiento a todos aquellos palmeros que como él se fueron hace 10 años.

Le gritan “indiano”, lo felicitan de nuevo por su atuendo, lo agobia el bullicio. Aday no quiere festejar, quiere ver a su familia, busca medios para irse a Tazacorte, pero no ve la antigua parada de guaguas que lo trasladaba años atrás. Desesperado pregunta al azar si conocen a la familia Morera de Tazacorte, y nadie le hace caso. Todos lo abrazan, lo halan, lo empujan, mientras protege sus maletas, que difícilmente puede cargar.

En uno de esos empujones Aday se ve a los pies del escenario donde bailaba la Negra Tomasa, que sorpresivamente lo sube y lo exhibe al público frenético. Pide aplausos para él, le alza los brazos en señal de victoria, y le premian por su “disfraz”. Micrófono en mano, el personaje de boca colorada le pregunta su nombre y exclama: “Aday Morera”, pregunta de dónde viene y si lo acompaña alguien, y agrega: “soy de Tazacorte, pero acabo de llegar de La Habana. Me fui hace 10 años y no encuentro a mi familia”. La euforia fue inmediata.

La Negra Tomasa lo abraza, mientras, emocionada, explica a la muchedumbre que el hombre hasta se había inventado una historia. Aday algo molesto le increpa a viva voz que no ha inventado nada, que en realidad acaba de llegar de Cuba y que traía riqueza para que su familia comenzara este siglo con buen pie. Más aplausos y lo declaran el mejor indiano del año 2017. ¿2017? La fecha retumbó en la cabeza de Aday, piensa que escuchó mal, que el ruido le intervino los números. Confundido, siguió deambulando por Santa Cruz cargado de regalos, maletas y dudas, en busca de la guagua que lo llevara a su casa, en busca de algún rostro familiar que lo llevara a su época, al pasado.

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