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Opinión
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Juan Capote

Las lágrimas de Andrés

  • No eran de dolor ni de tristeza. Eran de rabia

Juan Capote. Archivo.

Nunca antes le vi llorar. Ni tampoco después. Como buen uviólogo, su espíritu estaba bregado ante la angustia y la muerte, sus manos acostumbradas a firmar certificados de defunción y sus ojos hartos de ver cómo se extinguían las miradas en otros.
Una vez tuve la desgraciada oportunidad de encontrarlo inmerso en un marco de auténtico dolor. Su gran amigo, maestro y mentor, Damián López Mederos, había muerto de manera inesperada, el día precedente. Andrés, con varios de sus compañeros más íntimos, le iba a celebrar su último homenaje: Proceder a su embalsamamiento. Él recibió el beso con el que su compañera quería darle ánimos y se giró hacia la puerta de la sala de autopsias. Su sufrimiento solo podía verse reflejado en la mirada. O más bien en la falta de ella. En aquel momento, por encima de todo, era un galeno, un profesional capaz de serlo en la peor de las circunstancias. El mismo día de su muerte sus colegas escribieron sobre Andrés que les dejaba "un gran médico, un gran compañero y una buena persona". A nadie de los que lo conocimos se le ocurriría discrepar de esto. No se trata de haberse beneficiado más o menos de sus buenos oficios, ni de ser su amigo en mayor o menor medida. Era muy fácil hacerse cómplice de aquella sonrisa socarrona, que resaltaba el hoyuelo de su mentón. En los extremos de la galénica campana de Gauss se encuentran dos tipos de médicos: Aquellos que te hacen sentir peor de lo que estás y los que te producen la sensación contraria. Andrés era de estos últimos, cosa bastante de agradecer cuando nos dejamos llevar por un ataque de hipocondría…
Uno de sus mejores amigos, el periodista José Carlos Marrero, lo definía acertadamente como palmero de pro. En efecto, Andrés dormía en Tenerife pero nunca dejó de vivir en La Palma. Él disfrutaba enormemente con los "cuentos" de la Isla, sobre todos los antiguos en los que nosotros mismos empezábamos a ser parte a medida que el Dios Cronos iba haciendo su trabajo. Su mirada pícara se acentuaba al oírlos y mucho más al contarlos con voz de barítono, mientras se frotaba sus manos de sanador
No recuerdo en que época del año pero sí que fue frente a la puerta de El salvador, la que da a la Plaza de España. Para mi sorpresa, antes de acabar el oficio Andrés salió de iglesia llorando. Yo, como tenía por costumbre en los funerales, después de que en el de mi padre el cura lo aprovechara para hablar de política, me encontraba por fuera del templo esperando la salida del entierro. En aquel caso el finado era un conocido y enormemente apreciado músico de la Isla, que había fallecido dos días antes en Tenerife como consecuencia de una atroz leucemia. Me acerqué a mi amigo sintiendo que algo no encajaba. Como si lo hubiera notado, o quizás precisamente por eso, me contó lo sucedido
Ahora pienso que, al igual que ocurre con los médicos, en los extremos de la distribución normal, referida a la población de clérigos, se encuentran aquellos que te hacen sentir más consolados tras una plática y los que hacen todo lo posible para dejarte para el arrastre. Al que oficiaba el funeral, el mismo que despotricó en el de mi padre, de cuyo iridáceo nombre prefiero no acordarme, no tuvo el menor reparo en decir que afortunadamente el difunto pudo ser consciente de su sufrimiento antes de morir, por lo que en aquel momento estaría más cerca de Dios. Andrés había estado junto a él, su amigo, su compañero de barrio y de bromas, mientras se extinguía sumido en una profunda depresión, tras haber tirado la toalla. Entonces lo entendí: Sus lágrimas no eran de dolor ni de tristeza. Eran de rabia

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