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Opinión
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Ignacio Jesús Pastor Teso

El burkini, el cinturón de castidad y otras libertades

¿Eran libres nuestras abuelas cuando, tras el fallecimiento de sus esposos, se veían abocadas a vestir de negro, en esos periodos de riguroso luto que podría durar hasta su postrero viaje?

Nacho Pastor Teso.

La libertad, podemos convenir, es la capacidad de la conciencia para pensar y obrar según la propia voluntad de cada persona. Pensar, primero; obrar después, en base a esa libertad.

En el diccionario de la RAE, el estado de libertad define la situación, circunstancias o condiciones de quien no es esclavo, ni sujeto, ni impuesto al deseo de otros de forma coercitiva. Es aquello que permite a alguien decidir si quiere hacer algo, o no, lo hace libre y responsable, pues conoce y comprenda las consecuencias que se derivan de su acción. Elegimos constantemente y valoramos la bondad o la maldad de nuestras acciones; y de ellas respondemos.

Bajo esas premisas no deja de sorprenderme la defensa apologética que se hace del uso del burkini, (acrónimo de dos prendas de concepciones antagónicas: burka y bikini), una prenda de baño diseñada por una mujer para las mujeres musulmanas, que solo deja al descubierto la cara, las manos y los pies, dejando oculto el resto del cuerpo. Unir ambos vocablos ya es perverso. El burkini es a la libertad lo que el bikini es a su falta. Solo les une el escándalo creado por su uso, y por razones bien distintas. Lo paradójico- y no exento de crueldad- es que esa defensa se hace en nombre de la libertad. Me cuesta entender qué hay de libertad en el uso del burkini; tan cercano al burka como alejado del bikini; muy al contrario, creo el burkini, junto a otras prendas con fines similares (ocultar el cuerpo de la mujer a las profanadoras miradas de los hombres), son impuestas a la mujer en nombre de una tradición religiosa que se apuntala en interpretaciones y dogmas masculinos, y que la mantiene férreamente sometida.

No creo que esas mujeres, al ponerse el burkini lo hagan desde la libertad, pues, si así fuera, a esa misma libertad podrían acogerse los hombres musulmanes, y ocultar su cuerpo de miradas impías ¿Alguien ha visto alguna vez a un hombre musulmán vestido en la playa de la misma forma que “permiten” a sus mujeres? Defender el uso de esa prenda no deja de ser una apología de la discriminación para la mujer. Ahora bien, ¿es la solución prohibirlo? Respuesta compleja y que abre otro debate dentro del campo jurídico, que excede el propósito de este artículo y los méritos del autor.

La libertad facilita elegir sin coacción de tipo alguno. ¿Pueden decidir libremente miles de mujeres musulmanas su vestimenta en esos países musulmanes? No se trata de estigmatizar países y tradiciones en un totum revolutum si no de ver en que espejo queremos reflejarnos. Nuestra historia está llena de oscuras sombras. ¿Eran libres las mujeres a las que se colocaban aquellos cinturones de castidad para proteger el honor del marido y, de paso, evitaban posibles ataques a la castidad de la mujer, sin reparar en la propia?

Y mucho cercano y menos grotesco: ¿Eran libres nuestras abuelas cuando, tras el fallecimiento de sus esposos, se veían abocadas a vestir de negro, en esos periodos de riguroso luto que podría durar hasta su postrero viaje?

En un defecto notable mirar la paja en ojo ajeno y no reparar en viga propia; en relación con la deseada igualdad entre hombres y mujeres abundan muchas pajas y alguna viga en nuestra sociedad, mas creo que la viga mayor está en otros ojos. El burkini obedece a una mentalidad y argumentos que podemos refutar desde la razón y desde el derecho, con coherencia y sin contradicciones. Una tradición que pretende la opresión de la mujer no merece ser objeto de condescendencia; al contrario, considero que es necesario posicionarse, sin complejos. La tolerancia no es un valor absoluto. La intolerancia cabe frente a quienes practican la intransigencia o el fundamentalismo y hacen de ellos casus belli, enfrentándose a valores y derechos, cuyo precio de conquista ha sido muy alto para las mujeres y, por ende, para toda nuestra sociedad. No podemos caer en pacatas componendas en nombre de la tolerancia que de otra parte se desconoce, cuando no se combate y se aniquila.

No tranquiliza nada comprobar la involución acontecida en los derechos de la mujer en algunos estados musulmanes reflejo de una intolerable discriminación; apartadas de estudios y de la sanidad; trabajos vetados; bodas infantiles; castigos físicos; penas abominables en caso de infidelidad … donde solo cabe una silenciosa sumisión hacia el hombre, en ominosa tutela; y si alguna voz femenina se alza es callada; a veces brutalmente, como el caso de la niña Malala Yousafzai, ferozmente tiroteada por defender su derecho y el de las mujeres a la educación en Pakistán.

Eso genera otra reflexión, lejos de nuestras playas: ¿Podemos permanecer ciegos, sordos y mudos ante esa realidad? ¿Es ético defender nuestra libertad mientras no combatimos la falta de libertad de otras personas en otros lugares?

Termino con una frase de Ana Frank escrita en su diario: Quiero ser yo misma. Que me dejen hacer lo que quiero y me daré por satisfecha.

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