Afirman algunas encuestas que el 60 por ciento de los españoles no es amante de la fiesta de los toros, un esparcimiento que se halla en franca decadencia en los últimos tiempos. A propósito de la decisión del parlamento catalán de prohibir las corridas en su territorio, se recuerda que Canarias ya fue pionera en este asunto hace casi veinte años. Sólo una vez contemplé una corrida, y fue precisamente en el viejo coso de Santa Cruz de Tenerife. Era redactor en prácticas de un periódico y a la Redacción llegaban entradas para contemplar el espectáculo. Había poca gente en las gradas y lo que contemplé no me agradó. Me pareció significativo que la gente silbaba a los banderilleros pero sobre todo arreciaban las protestas cuando el picador insistía en el castigo. Borbotones de sangre en el lomo del animal que empezaba a tambalearse, una faena torpe del matador que acabó con innumerables pinchazos, una lenta agonía, un calvario sangriento en el centro del ruedo.
Qué duda cabe que la fiesta de los toros posee en sí misma cierta plasticidad y cierta estética, qué duda cabe que ha impresionado a genios como Picasso o Hemingway pero qué duda cabe también que su crueldad y su violencia casan mal con el ecologismo y el respeto a la vida animal que tanto calan en nuestro tiempo. Por eso cabe suponer que la llamada fiesta nacional tendrá público fiel en Andalucía, Madrid o México, pero en otros lugares está condenada a desaparecer pues no cuadra en los hábitos de ocio de una sociedad desarrollada y cada vez más culta, en un mundo donde los cambios se aceleran.
Dicho esto, en Canarias también deberían prohibirse las peleas de gallos pues son otro referente de crueldad, un pasatiempo de la cultura rural que nos emparentaba con Cuba, Filipinas y Centroamérica. Así que no seamos hipócritas, y luchemos porque desaparezcan las galleras y las competiciones que aún se organizan, del mismo modo que hay que actuar contra las peleas de perros, el abandono de las mascotas en verano y el maltrato hacia los animales y hacia los árboles que tanto caracterizan a nuestra especie, también animal por cierto y no siempre tan racional como sería exigible tras tantos siglos de civilización.