Campo de maíz con el horizonte sobre la selva Lacandona.
“Sí”, me dice. “Cada vez más. Y estamos preparados”, asegura no sin sorprenderme el diácono, ya de edad, con dificultades para hablar mi lengua, que responde a mi pregunta sobre el crimen organizado y sus actividades. La violencia está creciendo en Chiapas, estado mexicano fronterizo con Guatemala. Los analistas señalan que se trata de un enfrentamiento entre la gente de Sinaloa y de Jalisco Nueva Generación, con un convidado al que no ponen nombre del otro lado. Es una frontera invisible en medio una selva de belleza deslumbrante que crece a uno y a otro lado de esa línea imaginaria que las naciones establecen para delimitar sus intereses, responsabilidades y poderes. Ciertamente, los automóviles y los uniformes de la Guardia Nacional con sus herramientas reglamentarias son parte del paisaje en las carreteras desiguales que comunican a las principales ciudades por las que discurren enmochiladas muchas familias que vienen del sur con el sueño de los Estados Unidos como horizonte. Policías de diferentes competencias se dejan ver en los edificios oficiales o en las viviendas de las autoridades. Sin embargo, no alcancé a ver coche oficial alguno en las comunidades a las que nos llevan pistas con un firme que pone a prueba las cervicales.
Días después, unos amigos me recogen en el aeropuerto de Ciudad de México, donde paro unas horas antes de volver a Lima, sede de nuestra oficina central. Conversamos sobre mucho de lo vivido en la visita que pude hacer como asesor de la Red de Radios Jesuitas de América Latina a la misión en Chiapas. No diremos sus nombres, representan oficialmente a instituciones. “El presidente hizo un acuerdo con los ‘carteles’”, explican con naturalidad. Hablan de López Obrador y de lo que sucede en el país: territorios enteros en los que la ley no es la del Estado. México vive sacudido entre los esfuerzos de un presidente reformista y la realidad de actores del crimen organizado, capaz de pactar un statu quo que la nación no puede transformar.
La camioneta Hylux de la misión jesuita de Bachajón salta por pistas que me resultan impracticables. Rodrigo conduce con la misma serenidad que dialoga. Mucho escucha mis comentarios que no consiguen expresar el asombro ante una naturaleza tan generosa en paisajes y vegetación, y ante unas comunidades que trabajan los cafetales de sombra y agua, y las milpas que escalan y motean acá y allá laderas imposibles. Horas después, desde la terraza de la iglesia, gozo de los colores del bosque, anticipo de la Selva Lacandona, y de las casas de colores de la comunidad tzeltal, donde un nutrido grupo de personas del lugar y otras de las comunidades cercanas (una hora o dos de camino) se reúne para celebrar, con una paciencia que no es de mi mundo, el sacramento de la reconciliación.
“¿En Castilla?”, me pregunta uno de los diáconos que, según supe luego, es de los más veteranos y con más autoridad en esta iglesia católica diaconal que dejó en herencia el obispo Samuel Ruiz García, fallecido ya hace doce años. Asiento ante la pregunta del diácono que invitará a los pocos que dominan el español a conformar una fila frente a mi confesionario (una silla junto a la que han puesto una botella de gaseosa y unos caramelos). Los otros dos compañeros atienden en la lengua propia de la comunidad, mayoritariamente monolingüe tzeltal (uno de los múltiples idiomas que en toda Mesoamérica recuerdan la imponente tradición cultural maya). En “Castilla”: así le dicen a la lengua de los conquistadores. Durante las siguientes dos horas escucho, atiendo y bendigo. A la salida, los diáconos y catequistas acogen, encomiendan y, de nuevo, bendicen. Después, por grupos, entre cantos y aplausos, reciben la absolución de la comunidad a través del tatik, título imbuido de “auctoritas” con el que señalan al sacerdote.
Los grupos de migrantes, ya en plena caminata, ya recostados en las veredas junto a la ruta recuperando fuerzas, llaman mi atención. Por lo general, son gente joven, muchas veces ella y él, acompañados de criaturas. Por su vestimenta, aunque más deteriorada, se me parecen a los jóvenes venezolanos que se buscan la vida limpiando y vendiendo en los semáforos de la atosigada Lima en la que vivo. Al parecer, son ellos los principales motivos de la disputa entre los carteles que quieren aprovechar sus rutas de tráfico de sustancias prohibidas para llevar también a los esperanzados caminantes hacia la promesa del norte. Más al sur, en la ciudad de Tapachula, una oficina del JRS México (Servicio Jesuita a Refugiados) hace su labor de acompañamiento, atención y cuidado de quienes antes de llegar aquí llevan ya atravesados Colombia, Panamá, Costa Rica, Nicaragua, Honduras o El Salvador y Guatemala. Quienes ahora veo con rostros cansados tomarse un respiro a las sombras de los árboles atravesaron en su día la Selva del Darién, ese tapón teóricamente impracticable entre Colombia y Panamá. No puedo menos que orar con ellos y agradecer al Dios de la Vida el esfuerzo de tantas mujeres y hombres del Servicio Jesuita a Refugiados y de tantas otras organizaciones humanitarias.
“Sí, pero estamos preparados”, me dice el diácono con el que converso. La comunidad es la red que frena el narco, el tráfico de personas y la implantación del crimen organizado. Le sugiero que su análisis puede ser demasiado optimista. “No funciona la Guardia Nacional y tampoco el ejército”, me explica antes de insistir en que su tejido comunitario es su mejor herramienta. La vinculación de algunas comunidades de otras denominaciones religiosas al tráfico y su negocio es notoria. Sin embargo, en aquella parte de Chiapas, vinculada a la misión jesuita, al menos de momento, la red comunitaria evita la implantación de los mafiosos del crimen organizado. También es cierto que, hasta ahora, las rutas montañosas no parecen tan necesarias para quienes dominan otras más transitables sin que la ostentosa presencia de las fuerzas de seguridad del Estado disuada sus prácticas. Cuando a vueltas de la comunidad volvemos a trotar por las pistas embachadas, llevo en mi corazón su “estamos preparados”. Me queda un hilo de oración comprometida y confiada.
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