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Opinión
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Por las calzadas de la memoria

La luz de don Alonso

El trágico destino

Tenerife tiene un faro,

que a los navegantes guía.

La Palma tiene otro faro,

que es Alonso Pérez Díaz.

Popular

 

Hace ahora ochenta años, en una habitación –habilitada como celda de reclusión- de la Clínica San Roque de Las Palmas de Gran Canaria, “debidamente vigilado por una pareja de Seguridad” cedida por la autoridad gubernativa, moría a los sesenta y cinco años de edad Alonso Pérez Díaz, el carismático líder republicano palmero nacido en Mazo en 1876. Eran, según el informe oficial, las doce y treinta horas del día 17 de octubre de 1941, viernes, habiendo ingresado el penado en el citado establecimiento hospitalario a las 8 de la mañana del 25 de septiembre anterior. Previamente, a principios de junio de ese mismo año, en la noche del día 6, don Alonso sufriría en la prisión militar tinerfeña Costa Sur (Fyffes) -según el testimonio de su amigo y compañero de cautiverio Manuel Rodríguez Acosta- un edema pulmonar agudo y hasta cinco días después, en la tarde del día 11, no sería trasladado al Hospital Civil de Santa Cruz de Tenerife. En agosto se conocía la negativa de la Comisión Asesora Central de proponer al Consejo de Ministros su libertad condicional por su pertenencia a la masonería. A finales de septiembre, dada la gravedad de sus dolencias, se autorizaba su traslado al Hospital Civil de Las Palmas de Gran Canaria, ingresando finalmente en la ya referida clínica capitalina donde fallecería, siendo enterrado en el cementerio civil de dicha ciudad. Se apagaba así la otrora luz triunfadora de una vida plenamente entregada, desde bien temprano y como portador de valores universales, a los intereses generales del terruño y a la felicidad y bienestar de sus paisanos. La represión de posguerra se encargaría, como en el caso de tantos otros que lucharon por la libertad y la democracia republicana, de silenciar la figura y la obra de don Alonso, al amparo de una legislación infame en la que tuvo mucho que ver, para mayor afrenta, la acción jurídica de su pariente Blas Pérez González, lo que contribuiría aún más, si cabe, a acrecentar el drama personal del líder republicano palmero.

Hasta el 23 de abril de 1958 no se produciría, con absoluta discreción, la exhumación de sus restos, que una vez trasladados a su isla natal, recibirían definitiva sepultura en el panteón familiar ubicado en el camposanto de Santa Cruz de La Palma. Según la versión de Antonio Manuel Díaz Rodríguez, la operación de traslado de los restos de don Alonso fue planificada, a petición de las hermanas del fallecido, por su abuelo Manuel Rodríguez Acosta y llevada a cabo por su padre Diógenes Díaz Cabrera, quien personalmente se encargó de traerlos, una semana después de desenterrados, a La Palma. A su llegada al puerto capitalino lo esperaban el contratista Manuel Cabezola Perera, a cuyo cargo había estado la construcción del panteón familiar de los Pérez Díaz, Nubia Gómez Rodríguez, persona de confianza al servicio de la familia, junto a su marido Liberto Fiel Lorenzo, acompañados todos ellos por el propio Antonio Manuel, encargado de conducir el coche que los llevaría al camposanto. Allí los aguardaba ya el sepulturero Agustín Lorenzo Hernández, procediéndose a depositar los restos del prócer palmero en uno de los nichos del citado panteón familiar, presidido -así es la Historia- por una artística vidriera con la efigie mariana de la Patrona de La Palma. Una lápida de mármol sin inscripción alguna guardaría, durante mucho tiempo, el secreto de este último episodio de la biografía de unos de los líderes republicanos de mayor significación en la historia política contemporánea de Canarias. Atrás quedaban los multitudinarios y enfervorecidos recibimientos de los que había sido objeto don Alonso, cada vez que regresaba la Isla procedente de Madrid, durante su etapa como diputado de las Cortes de la Segunda República.

Como se sabe, los sublevación militar de julio de 1936, que venía a demostrar que España seguía siendo un “país de caudillajes”, sorprendería a Alonso Pérez Díaz, que no había logrado revalidar su acta de diputado en las elecciones de febrero de ese año, en su isla natal, en cuya capital, el 20 de julio, el comité de Unión Republicana firmaría el manifiesto titulado “A la opinión liberal”. En esta proclama se defendía claramente la legalidad republicana, por lo que luego se tendría muy en cuenta como prueba acusatoria en los procesos represivos a que se vieron sometidos todos y cada uno de sus firmantes, incluido el propio don Alonso. La tragedia del líder republicano palmero, como la de tantos otros, comenzaría a partir de la tarde del 25 de julio, al caer definitivamente la Isla en manos de las tropas golpistas. La condición de líder político y su gran proyección pública harían que sobre él, acusado de estar identificado “con los fines y móviles perseguidos por la subversión roja”, recayese, sin compasión y con mayor intensidad, la carga represiva; acusado, junto a sus paisanos y correligionarios Juan Pérez Cabrera, Eduardo Lugo Álvarez, Eugenio Abreu Creagh y el ya citado Manuel Rodríguez Acosta, del delito de rebelión según la causa número 220/1939 de la Capitanía General de Canarias, que se instruiría con carácter de procedimiento sumarísimo de urgencia. El 4 de septiembre de 1940, Pérez Díaz y los encausados con él pasarían al cuartel de San Carlos de la capital tinerfeña, donde serían sometidos al correspondiente consejo de guerra. El fiscal, Miguel Zerolo Fuentes, solicitaría entonces la pena de siete años de prisión mayor al considerarles autores de un delito de adhesión a la rebelión. Ese mismo día se dictaría sentencia absolutoria para todos los procesados, aunque se estimaría procedente remitir testimonio a los tribunales especiales de Responsabilidades Políticas y de Represión de la Masonería y el Comunismo. Propuesta la aprobación de la sentencia por el auditor de guerra, el capitán general de Canarias, Ricardo Serrador Santés, se negaría a firmarla al estar de acuerdo con las conclusiones del fiscal Zerolo. Por este motivo, la causa pasaría al Consejo Supremo de Justicia Militar, al que los cinco procesados solicitarían, sin éxito, la libertad condicional. Esta vez la fiscalía solo encontraría culpable a Alonso Pérez Díaz, para el que se pediría la pena de doce años y un día de reclusión menor y accesorias, solicitando para el resto de encausados la libre absolución, aunque se proponía que tanto el caso de Pérez Díaz como los de Abreu Creagh y Pérez Cabrera pasaran a disposición de los citados tribunales especiales. El 25 de febrero de 1941 la sentencia absolutoria dictada en su día por el consejo de guerra de San Carlos era revocada por la Sala de Justicia del Consejo Supremo de Justicia Militar. Sobre Alonso Pérez Díaz, al que se atribuiría una cooperación eficaz con los sostenedores de la causa marxista, recaería el mayor rigor de la nueva sentencia, condenándosele a treinta años de reclusión mayor y conmutándosele la pena por una de ocho años. En el texto de la sentencia del Consejo Supremo de Justicia Militar se aprecia la distinta consideración que se tuvo de cada uno de los procesados, así como de su proyección pública y actuación política durante el período republicano, identificando a Pérez Díaz, el peor parado, “con los fines y móviles perseguidos por la subversión roja como evidentemente se deduce -se afirma- de toda su actividad política anterior al Alzamiento”.

Durante algún tiempo se creyó que don Alonso, antes de su detención definitiva en septiembre de 1939, apenas había estado preso unos meses. Lo cierto es que una vez deportado a Tenerife, sería detenido en mayo de 1937 y puesto en libertad en febrero de 1939 para luego ser encarcelado, definitivamente, el 8 de septiembre siguiente. De esta larga y luego definitiva estadía en prisión, que se prolongaría hasta su muerte en octubre de 1941, me daba cuenta en su día el inolvidable Antonio Manuel Díaz Rodríguez, cuya afabilidad y dedicación a las cosas de La Palma parecían entroncar con ese constante laborar por la Isla y ese espíritu de “projimidad” y tolerancia que caracterizarían la trayectoria personal y pública del propio don Alonso. Antonio Manuel guardaba celosamente el cuaderno personal en el que su abuelo, el ya referido Manuel Rodríguez Acosta, dejó anotadas sus vicisitudes carcelarias y así, celosamente también, guardo yo ahora el ejemplar del libro Once cárceles y destierro que me regaló a finales de 1991 -con sentida dedicatoria- su igualmente recordado padre Diógenes Díaz Cabrera, con motivo de la celebración entonces -en Villa de Mazo- del cincuentenario de la muerte de don Alonso.

Por la patria y el pueblo

Establecido en La Palma como abogado, tras haber cursado sus estudios de Derecho y Filosofía y Letras en Madrid, Alonso Pérez Díaz, considerado ya por sus paisanos “una nueva gloria” para la patria chica, comenzaría en 1904 su carrera profesional como letrado, en cuyo desarrollo alcanzaría un enorme prestigio y altas cotas de popularidad entre los suyos. Al mismo tiempo se metía de lleno en la actividad política y en 1905 iniciaba una nueva y larga andadura, no exenta de considerables dificultades pero arropado por el republicanismo insular que, desde un primer momento, depositaría en él sus esperanzas de triunfo. Ya en febrero de 1902, El Grito del Pueblo se identificaba con los ideales de Alonso Pérez Díaz, en una época en la que todavía éste no había entrado de lleno en la actividad pública pero significaba ya, para el citado semanario, esperanza en la lucha por liberar al país del envilecimiento, la degradación y la infamia. Serían realmente años difíciles para la causa republicana cuyos pocos seguidores enarbolaban la bandera de la protesta en contra de una política ignominiosa y corrupta; en permanente oposición al poder conservador que, salvaguardado por las tramas caciquiles al uso, se encontraba bien arraigado en la Isla. Así, en marzo de 1905 Alonso Pérez Díaz concurriría, sin éxito, a las elecciones a la Diputación Provincial y en junio de 1908 se ponía al frente de las movilizaciones sociales que, fruto de la protesta popular, se oponían a la paralización de las obras que se venían efectuando en el puerto de la capital palmera; al representar un duro golpe para la clase trabajadora como consecuencia del despido de la mayoría de los obreros que las llevaban a cabo. En mayo de 1909 accedía al Ayuntamiento de la capital palmera como concejal, logrando renovar el cargo en diciembre de 1910. Mediado este último año, se hallaban ya involucrado – junto a su hermano Pedro- en la preparación y desarrollo de la Asamblea Insular que se celebraría a principios de noviembre siguiente; donde se decidiría el posicionamiento de La Palma con respecto al pleito insular y en la que tanto uno como otro tendrían intervenciones de relieve en las discusiones acerca del futuro régimen político-administrativo de Canarias. A la asamblea celebrada en la capital tinerfeña acudiría Alonso Pérez Díaz en representación de La Palma, reivindicando en ella el papel de las islas periféricas en la cuestión autonómica. Por otro lado, su proyección cultural en la vida pública insular se completaría con su paso por la presidencia de la Sociedad Cosmológica de Santa Cruz de La Palma, a la que accedería en diciembre de 1912, y que agrupaba a lo más representativo de la intelectualidad local. El periodismo, bastante arraigado en La Palma y en la mayoría de los casos en función de los diversos planteamientos políticos existentes, también daría cabida a sus inquietudes culturales. Su nombre aparecería, muchas veces, formando parte de las redacciones de prensa como colaborador -Germinal (1904) o El Pueblo (1910)- e incluso como director. Así, el 26 de octubre de 1912, sustituía a Hermenegildo Rodríguez Méndez, figura emblemática del republicanismo palmero, en la dirección de Diario de La Palma.

El despliegue de toda esta actividad pública coincide con el resurgir de la acción francmasónica que, en las primeras décadas del siglo XX, vinieron a sacar a la masonería española de su ostracismo, sirviendo esto de factor de solidificación de la misma. El 16 de junio de 1912, tras haber sido propuesto para ser iniciado como masón por la Logia Abora Nº 331 de la capital palmera, Alonso Pérez Díaz hacía su juramento solemne de obediencia a la citado taller y a la Constitución de la Federación del Grande Oriente Español, prometiendo al mismo tiempo amar a sus hermanos, socorrerles y prestarles su ayuda en sus necesidades y verter en su defensa hasta la última gota de su sangre. Su arribada, pues, a la masonería venía a reforzar su posicionamiento ideológico y doctrinal y a marcar claramente, por interferencia, todo su quehacer como agente social y político a través de su acción en pro de la educación y la cultura, cuestión básica para la masonería, su lucha contra el caciquismo, su acercamiento a la clase obrera, su directa relación con el mundo de la prensa o su destacado papel, como hemos referido, en la movilización política. En abril de 1922 confirmaba su fidelidad a la logia, renovando su compromiso de trabajar constantemente para lograr su perfeccionamiento en los trabajos de la maestría masónica y contribuir “a destruir los sofismas que se oponen al libre desenvolvimiento de la Inteligencia” Así, en la componente masónica de su perfil público sobresaldría, hasta el momento último de su carrera política, esa constante preocupación por los temas educativos, algo que ya existía antes de su incorporación efectiva al mundo de la logia.

Por otro lado, en octubre de 1923, Alonso Pérez Díaz se convertiría, paradójicamente, por mor de la Dictadura de Primo de Rivera, en alcalde de la capital palmera, pero poco tiempo se mantendría en el cargo, apenas cinco meses; transcurridos los cuales sería destituido por su rotunda negativa a ingresar -según alegan sus correligionarios- en la Unión Patriótica. Evidentemente su activa y reconocida militancia republicana, pese a los propósitos regeneradores del Directorio Militar, era vista con desconfianza por un poder oligárquico que se resistía a sucumbir y que temía el arraigo institucional de personas de prestigio y de probada valía como era su caso. Esta breve experiencia municipal al lado de la Dictadura le sería echada en cara, injustamente, por sus enemigos políticos; ataques de los que siempre se defendería anteponiendo la autenticidad de su fe republicana. Tras la caída, a finales de enero de 1930, de la Dictadura, el reinado de Alfonso XIII entraría en su recta final y los resultados de las elecciones municipales del 12 de abril de 1931 vendrían a propiciar el tan anhelado cambio político. El propio Alonso Pérez Díaz no dudaría en afirmar, contundentemente, que los citados comicios habían logrado descuajar el antiguo caciquismo conservador. Lo cierto es que él y su actuación política se convertirían ahora en blanco de todas las críticas. Su persona y consecuentemente el republicanismo que representaba, que llegaría incluso – sobre todo por sus oponentes- a ser denominado “alonsismo” dada la trascendencia de su figura pública, adquirirían un carácter hegemónico, dejando sentir su influencia en la totalidad de la geografía insular palmera. Por ello, tanto la derecha más conservadora, desplazada ahora de los centros de poder, como la izquierda más combativa, lucharán, desde sus diferentes planteamientos ideológicos, contra lo que para una y otra suponía -según argumentaban- el nuevo caciquismo republicano. Sus adversarios políticos, sin embargo, con quienes sostuvo frecuentes y agrias polémicas, ni siquiera pudieron sustraerse del reconocimiento en vida a su esfuerzo en el mejoramiento cultural y económico de La Palma. La izquierda insular, que no dejó de echarle en cara el haber entrado en el juego de las influencias para conseguir sus propósitos, contribuyendo con ello – a su juicio- a la permanencia de las injusticias, no pudo en cambio negar rotundamente su trabajo por la Isla. Negarlo, reconocía por su parte – en octubre de 1933- el periódico conservador Acción Social, sería una injusticia: “Como palmeros nuestra sincera felicitación, y como patriotas la expresión de nuestra gratitud”.

Su etapa como diputado nacional (1931-1935) significaría la culminación de su trayectoria como constante artífice del ideario republicano en el ámbito insular; accediendo a un Parlamento que recobraba una inusitada función legislativa. Leyes en cuyos debates el diputado palmero tomaría parte con destacadas y a veces ardorosas intervenciones; tal es el caso, por ejemplo, de la discusión del mismo proyecto de Constitución, de la Ley de Reforma Agraria o de la reforma de la Ley Electoral; mostrando igualmente sus convicciones progresistas y democráticas, ya en el bienio derechista, en los debates sobre el frustrado proyecto de Ley de Imprenta. Llegó, pues, Alonso Pérez Díaz al Congreso de los Diputados con cincuenta y cinco años de edad, buena parte de ellos dedicados a luchar por la causa republicana; lo que le había hecho acumular una importante experiencia que le permitiría afrontar, en plena madurez y sin mayor dificultad, sus nuevas responsabilidades en las Cortes. Sus intervenciones parlamentarias dejarán constancia fidedigna de su pensamiento y proceder políticos. Centralista y patriota en cuestiones autonómicas. Defensor acérrimo de la generalización de la educación y la cultura, abogaría por una enseñanza laica. Contrario a la reforma agraria y decidido partidario de la libertad de expresión y de la tolerancia, esta última virtud masónica por excelencia y según él “la más bella flor de la cultura”. En este sentido conviene señalar que la cuestión religiosa, otro de los temas básicos de la masonería, también fue planteada por Alonso Pérez Díaz al abogar por un Estado laico en su intervención parlamentaria del 27 de junio de 1934.

En torno a la figura del político palmero, la masonería de la Isla engrosaría las filas del republicanismo y en la actuación de aquél como diputado, como lo afirmara en noviembre de 1932, el código masónico iba a estar siempre presente. En consecuencia, varías veces, se apelará a su condición de masón para que como tal actúe en los temas parlamentarios; pero a medida que la República se escoraba hacia la derecha y su horizonte político se cerraba paulatinamente, la dura confrontación dialéctica entre las clericales fuerzas reaccionarias y la masonería subiría de tono. En agosto de 1935, desde la siempre cercana Cuba, su paisano y correligionario Luis F. Gómez Wangüemert, ferviente masón, definiría al líder de los republicanos de La Palma como ciudadano a la vanguardia de su tiempo, “vigilando los subterráneos movimientos del clericalismo”. El culmen de su ideal masónico había llegado, en pleno bienio reformista, con su exaltación, por parte de Logia Añaza Nº 1 de Santa Cruz de Tenerife, al Grado 9º de Maestro Elegido de los Nueve, cuya promesa ritual -de su puño y letra- firmaba “en lugar oculto” de Madrid con fecha 17 de abril de 1933, obligándose a prestar todo su apoyo:

“…a cuanto tienda a ilustrar y educar al pueblo; a contribuir a extirpar el error y a difundir la verdad; a propagar y a defender la Libertad, la Igualdad y la Fraternidad entre los humanos y a cumplir con exactitud los cargos para que sea elegido, consintiendo que la espada de la Justicia descargue sobre su cabeza si algún día fuese traidor a la Institución o faltare a estas promesas que presto de mi libre y espontánea voluntad.”

A este noveno grado masónico, en el que la presencia de los maestros era presencia de luz, estaban asociadas las virtudes de la rectitud, la cortesía, la abnegación, la generosidad, la dedicación, la franqueza, el heroísmo, el desinterés y el patriotismo (Pro patria et populo rezaba el lema), las nueves virtudes necesarias para, ejecutando fielmente su voluntad, llevar la verdad al pueblo, sacándolo de las tinieblas de la tiranía política y el fanatismo religioso. Todo ello lo deja bien patente don Alonso -como se evidencia- en su promesa de aceptación de la referida maestría que lo consagraba como perfecto masón. No intuía entonces, convencido como estaba de que la República era algo firme y definitivo, lo que el destino finalmente le depararía. Nunca imaginó que su obediencia masónica se vería quebrantada por los abusos de una nueva tiranía. El resplandor de su mejor ser moral, la luz de don Alonso, se desvanecería en aquellos difíciles días de descorazonadora estancia en la prisión militar Costa Sur de la capital tinerfeña. Allí, en aquel presidio de doloroso recuerdo, halló Constantino Aznar de Acevedo a un hombre envejecido, encorvado y delgado y aunque mantenía “su mismo espíritu firme y recio” no pudo finalmente evitar doblegarse y abjurar de sus convicciones más profundas. El 30 de mayo de 1940 don Alonso redactaba a mano y firmaba la declaración en la que aseguraba hallarse “separado por completo” del mundo de la logia, cuyos miembros según él nunca habían sido gente extremista, “y de todo compromiso de orden masón”. Ninguna espada justiciera podía descargarse sobre su cabeza ante esta impelida traición, porque don Alonso no era dueño en esos momentos, claro está, de su “libre y espontánea voluntad”. En cualquier caso, su suerte ya estaba echada. Apenas unos meses antes de morir, en agosto de 1941, se le negaba –como ya dijimos- la libertad condicional precisamente “por haber sido masón.”

La necesidad del talante de don Alonso en la hora política actual

La trayectoria pública de Alonso Pérez Díaz, no exenta de contradicciones, siempre estuvo caracterizada por su sempiterna prudencia. Para él, antimonárquico consumado, la República liberal y reformista era el objetivo último de su lucha. Desde su moderado reformismo, pues, apoyado en su incuestionable fervor republicano, su marcado talante liberal y su acendrado espíritu masónico, accedería –como ya hemos indicado- a un Parlamento en auge e hiperpolitizado, donde ni siquiera una persona con el talante conciliador que él tenía pudo sustraerse de la crispación y la dura confrontación dialéctica que protagonizarían el nuevo escenario político de aquellos días. La serenidad y generosidad de don Alonso, soliviantadas por la intransigencia inmovilista de quienes se oponían airadamente al cambio y de quienes pretendían el marchamo revolucionario de este, acabarían sucumbiendo a la pasión que desde un principio se apoderaría del debate parlamentario del momento. “No se apasione tanto”, le recriminaba el presidente de la Cámara, Julián Besteiro, a raíz de un ruidoso incidente suscitado entre radicales y socialistas en la sesión del día 25 de septiembre de 1931. En junio de 1934, en pleno debate del dictamen sobre el presupuesto de Instrucción Pública, era un diputado de la derecha tradicionalista el que le echaba en cara la conversión de “un hombre afable y cariñoso” en “un furibundo orador fogoso”, mientras que el propio don Alonso, consciente del fragor discursivo, se lamentaba preguntándose “¿Por qué hemos de tratar los asuntos con tanta pasión?”. El apasionamiento de don Alonso, sin embargo, nada tenía que ver – valgan verdades- con la ofensa y el insulto. Quienes mejor lo conocieron dejaron constancia del entusiasmo que siempre ponía en sus alegatos, recalcando que hablaba “como empujado por tantas cosas que sabía y que no le cabían dentro”. Lo cierto es que su bonhomía le hacía sentirse a disgusto con cualquier polémica desatada y aireada por la prensa partidista, no solo en relación a las lides parlamentarias sino con el desarrollo de la vida política en general y muy especialmente de las derivadas de la siempre enconada pugna electoral. Ilustrativo resultaba su enfado, expresado en carta dirigida desde Madrid a su amigo y correligionario Manuel Rodríguez Acosta en octubre de 1931, a raíz de lo que él consideraba “propagandas soeces y ordinarias” de sus oponentes en La Palma, a las que decía despreciar desde lo más profundo de su alma, refiriéndose a ellos, y que cada cual saque sus propias conclusiones, como:

“…Tipos fracasados, incapaces de ningún rasgo de sacrificio ni generosidad, sin talento ni virtud, que quieren el auge y ser guiadores de los pueblos sin que tengan dentro de sus alma nada que les capacite para tales papeles y que creen que insultando y achicando a sus adversarios es como ellos crecen y se destacan.”

Nada nuevo bajo el sol si nos atenemos al crispado panorama político actual, con un ambiente parlamentario enrarecido y bronco, donde las faltas de respeto entre los llamados a representar a sus electores se dan, bajo erráticos dogmatismos y sin reglas mínimas de comportamiento cívico, con demasiada frecuencia, zahiriendo con ello la razón de ser de la propia democracia y de las instituciones representativas del Estado. Precisamente en octubre de 1935, don Alonso había reafirmado su fe republicana condenando enérgicamente la violencia, proclamando “que sobre los cimientos del odio y de las malas pasiones no se puede construir ninguna obra sólida y perdurable”.

Con La Palma en el corazón

La casualidad, o -por mejor decir- la fatalidad, ha hecho que la conmemoración del ochenta aniversario de la muerte de don Alonso venga a coincidir con la manifestación, en toda su plenitud, de la naturaleza volcánica de la patria chica; el terruño – hoy incandescente y roto por implacables ríos de lava- que el líder republicano mantuvo permanentemente en su pensamiento, incluso hasta en los últimos y aciagos días de presidio que le llevaron a su desdichado final que, ciertamente, no dejó de ser un tributo innecesario que la intransigencia se obstinó en obligarle a pagar.

La Isla de sus amores, en cuya evocación siempre ponía “en su voz calor apasionado”, estuvo continuamente presente en todas y cada una de sus actuaciones, porque -para él- La Palma estaba, como declaraba en julio de 1934, “por encima de las apreciaciones más o menos apasionadas que se hagan de una labor”. Quienes le conocieron personalmente atestiguan el desmedido afecto que profesaba a la tierra que le había visto nacer, del que también darían fe sus propios compañeros de prisión. Hoy ese solar amado incondicionalmente hasta el extremo, su paisaje y su paisanaje, sufre la acción devastadora del nuevo volcán surgido -indómito y voraz- en Cumbre Vieja. Confío plenamente en la fortaleza de la que siempre ha dado muestras el pueblo palmero a lo largo de su andadura histórica. Estoy seguro -y de ello no me cabe la menor duda- que la misma le servirá al presente para afrontar este otro revés, conservando también, como don Alonso hizo hasta el final de sus días, el espíritu “firme y recio”. Ese espíritu luminoso con el que este prócer isleño sin par fraguó, a lo largo de su vida pública, su liderazgo carismático y luchó para poner a los palmeros “en verdadera posesión de su Isla”. Tal vez, en ese espacio infinito en el que se mueven los astros y con más razón en una isla cuyo cielo está protegido por ley desde octubre de 1988, la luz de don Alonso siga brillando como ejemplo de empeñada y decidida brega y pueda envolver el ánimo de sus paisanos en este tiempo de zozobra que les está tocando vivir, disipando al mismo tiempo cualquier sombra de duda sobre su inmediato futuro. Cuando toda esta abrumadora coyuntura pase, las cosas ciertamente, como en tiempos de don Alonso y como él mismo llegó a decir, “han de entrar por un camino nuevo y en La Palma habrá prosperidad no soñada”. Es lo que todos -sincera y cordialmente- deseamos ahora más que nunca.

Cirilo Velázquez Ramos

Garachico (Tenerife), octubre de 2021.

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