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El callejón
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Los dedos de Gabi

No sin Fernando

A Chari, con amor, que me acompañó esta semana en mi última visita al Vicente Calderón

Durante siete largos e interminables minutos uno puede revisar su vida entera, hacer examen de conciencia y recapacitar sobre los aciertos y, más que nada, sobre las oportunidades perdidas, que ésas ya no vuelven, como el tiempo, que es la materia de la que están hechos los sueños, es decir, nosotros mismos: ilusión de ego, espejismo de eternidad, anhelo de sobrevivir a la muerte, que quizá sea la única verdad entre tantas mentiras.

Durante los siete largos e inacabables minutos que el jugador del Club Atlético de Madrid, Fernando Torres Sanz (Fuenlabrada, 1984), permaneció fulminado sobre el césped de Riazor, muchas cosas se me pasaron por la cabeza. Y casi ninguna buena. El partido había sido un facsímil, atropellado y desconcertante, de la actual temporada de un equipo llamado inicialmente a plantar cara al Panathinaikos y al Farça en la pugna por el título de Liga, pero cuyo devenir errático e irregular anticipa un final decepcionante y una lucha encarnizada por el cuarto lugar en el campeonato doméstico. Ante un rival acuciado por una trayectoria aún peor y espoleado por la presencia en el banquillo de un nuevo entrenador, el Atlético volvió a ofrecer su peor versión: titubeante atrás, irrelevante en el medio e inocuo arriba. Tan sólo la extraordinaria clase de su mejor jugador, Antoine Griezmann, le permitió llegar con opciones de triunfo en la recta final del encuentro. Hasta que Torres cayó al césped.

Durante los siguientes siete minutos, mientras intentaba no dejarme llevar por la desesperación o por el abatimiento, pensaba lo injusta que es la vida y lo injusto que es el fútbol, que tanto se parece a la vida, como bien dice mi amigo Félix Poggio. En el imposible supuesto de que se pudiese decidir de antemano quien tendría que sufrir un accidente como el de anoche, estoy completamente seguro de que ningún aficionado colchonero habría escogido a Torres, que, desoyendo ofertas desorbitadas que le han planteado desde Asia y Norteamérica, se mantiene en Madrid porque no quiere retirarse sin ganar un título con el club de sus amores. El pasado año, sólo el infortunio y la arbitrariedad inherente a este maravilloso deporte, que a veces no entiende ni de esfuerzos recompensados, ni de merecimientos, ni de poesía y que con facilidad se pliega a los imperativos de los más poderosos, le privaron a este chico, de profesionalidad intachable e impresionante palmarés, de la posibilidad de alcanzar su sueño de pibe, su deseo íntimo desde que entró en la entidad del Manzanares a los once años de edad.

Durante siete largos y angustiosos minutos, me acordé de que en los peores tiempos, en los años de la mediocridad más absoluta, fuiste nuestra única esperanza, Fernando, la única luz al final del túnel. Anoche, mientras tu compañero Vrsaljko te socorría con agilidad felina para impedir que te tragases la lengua y todos nosotros maldecíamos entre dientes o musitábamos una oración con los ojos cerrados y conteníamos el aliento, al mismo tiempo transmitíamos toda nuestra energía mental a través de los dedos de tu capitán, Gabi, que aguantó con gesto firme y sereno la dentellada instintiva de tus mandíbulas, lo que sin duda permitió que hoy sigas entre nosotros, Fernando. Y espero que por mucho tiempo.

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