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El callejón
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El trumpho de la voluntad

Después de cuatrocientos años de dominio otomano, a la finalización de la Primera Guerra Mundial, Palestina fue un protectorado británico que se prolongó hasta 1946, cuya población, al menos en un tercio, era de origen judío, lo que provocaba constantes enfrentamientos en el seno de una sociedad fuertemente segregada. El 29 de noviembre de 1947, la Asamblea General de la recién constituida ONU aprobó la Resolución 181, en virtud de la cual se recomendaba la división de Palestina en tres zonas: la hebrea, la árabe y Jerusalén, adscrita a la tutela de la comunidad internacional.

No obstante, el 14 de mayo de 1948, Ben Gurion proclamó de manera unilateral la existencia del estado de Israel y emprendió una guerra con los países árabes fronterizos: Jordania, Egipto, Líbano y Siria. El posterior acuerdo de paz refrendaba dicha ocupación sionista de la antigua Palestina, exceptuando Cisjordania, que a partir de entonces comenzó a pertenecer a Jordania, y la Franja de Gaza, que pasó a manos de Egipto.

Nacida en 1939, alrededor de las mismas fechas en las que arranca la Segunda Guerra Mundial, la joven Alia tuvo que abandonar, en 1948, su hogar natal, en Palestina, convirtiéndose, de inmediato, en una de las 726.000 personas que buscaron y hallaron refugio en Jordania, Líbano o Siria. En concreto, Alia llegó a Damasco, donde vivió durante casi siete décadas bajo el mencionado estatus de refugiada.

“¡Recuerdo cada esquina de Damasco!”, explica Alia a un portavoz de UNRWA, agencia internacional, creada el 8 de diciembre de 1949 por la Asamblea General de Naciones Unidas, con el propósito de prestar ayuda humanitaria, protección, educación, salud y otros servicios asistenciales a la población refugiada de Palestina. “Me casé y crié a mis hijos allí. Siento como si cada pared, cada superficie, contara la historia de mi vida”, recalca esta mujer, cuya azarosa existencia parece extraída de un rincón del Antiguo Testamento.

Casi octogenaria, la guerra ha vuelto a ensañarse con Alia: ahora sobrevive en Alliance, un barrio que bordea la ciudad vieja de la capital siria, al que llegó hace dos años, después de residir en el campo de refugiados de Yarmouk, donde miles de personas permanecieron más de ocho meses atrapadas por los bombardeos de 2014 y la situación llegó a ser insostenible.

“Aquí cada casa aloja a una persona desplazada o familia entera. Espero que la guerra termine cuanto antes y la vida vuelva a la normalidad. Espero que Siria vuelva a ser pronto lo que era”, afirma esta mujer que, con admirable estoicismo, soporta el día a día en un país con precios por las nubes, escasez de combustible, apagones eléctricos y bajísimas temperaturas.

De haber pedido asilo político en Estados Unidos, Alia se habría encontrado con la puerta en las narices, ya que la concesión de visados a ciudadanos de seis países de mayoría musulmana (Irán, Libia, Somalia, Siria, Sudán y Yemen) permenecerá bloqueada otros tres meses más, por mandato expreso del presidente Donald Trump, cuyo fiscal general, Jeff Sessions, argumenta que, ahora mismo, más de trescientas personas que entraron en Norteamérica como refugiadas están siendo investigadas por el FBI por actividades presuntamente relacionadas con el terrorismo: “Muchas personas que defienden o cometen actos terroristas quieren entrar a través del programa de refugiados”.

Por su parte, el secretario de Seguridad Nacional, el general John F. Kelly, ha justificado durante esta semana dicho veto con la ruin falacia de que las naciones incluidas en la citada lista negra “carecen de filtros suficientes para evitar amenazas a EE.UU.”, cuando los propios informes de su departamento reconocen que este riesgo potencial, difícilmente demostrable, debería también apreciarse en, al menos, otros veintiséis países, como Arabia Saudí o Irak, que, sin embargo, son exonerados de toda sospecha a cambio de participar, en calidad de clientes prémium, en la industria armamentística que Trump ha reforzado, asignando un nueve por ciento más (unos 54.000 millones de dólares) al presupuesto de Defensa, que ya rondaba los seiscientos mil millones de dólares al año.

Es lo que tienen las democracias presidencialistas, que transfieren la soberanía popular a las manos de un solo individuo, que, en el fondo y en la superficie, hace y deshace a su antojo.

Lo cual me recuerda que, bajo el inequívoco título de Triumph des Willens (El triunfo de la voluntad), la cineasta Leni Riefenstahl escribió, dirigió, filmó (con ayuda de diez cámaras, todos hombres) y montó un documental que sintetizaba en ciento catorce minutos el congreso del Partido Nacionalsocialista, celebrado en septiembre de 1934, en la ciudad de Nüremberg.

Considerada unánimemente como la obra maestra del cine de propaganda, esta película sirve con excepcional destreza técnica a una causa moral y políticamente repugnante y es imposible visionarla sin sentir, a partes iguales, un intenso placer como espectador, al mismo tiempo que un escalofrío pavoroso nos araña el espinazo.

Terrorífica percepción que se queda en anécdota ante los horrendos signos que atisbamos como negros, negrísimos heraldos, de un futuro de pesadilla que se cierne sobre este viejo y desdichado planeta, que vaga errante y errático por la eternidad, seriamente amenazado por unos decretos anti-inmigración, unos ultranacionalistas británicos descerebrados, unos discípulos bastardos de Stalin (enmascarados tras falsas plataformas cívicas y asamblearias) y por el fanatismo de cédulas islamistas, incontrolables y altamente destructivas, con las que Adolf Hitler se sacudiría las manos y estaría dando brincos de puro frenesí. De diabólica felicidad.

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