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El callejón
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La vuelta al mundo en ochenta líneas

A mi abuelo Anelio

Según el relato que la muchacha hermosa, de larga cabellera morena y proporcionadas formas, que eran la firme promesa de placeres exquisitos, le refirió, con su tono de voz lascivo, melódico, insinuante, casi susurrando al oído que, en espera impaciente, la aguardaba cada noche, en el lecho de sedas lujosas y caricias cada vez menos tenues y desapasionadas, con las que un entregado sultán se resignaba a su suerte de depredador cazado, de carcelero cautivo, cuando el faraón supo de la profecía, que le auguraba un final sangriento y cruel, a manos de su primogénito, a espaldas de su mujer, Isis, ordenó al más leal de sus lacayos que ahogara a su hijo recién nacido en las aguas del Nilo, aunque, espeluznado ante semejante encomienda, el sicario no pudo perpetrar tan atroz crimen y abandonó a la vulnerable criatura, que, ajena a su siniestro destino, flotó corriente abajo, en el interior del capazo de mimbre, hasta que un matrimonio de humildes agricultores lo rescató de una muerte segura, de entre las afiladas fauces de los cocodrilos, proporcionándole con ello la oportunidad de disfrutar de una larga e intensa vida, que incluyó el aprendizaje precoz de los oficios de campesino, ebanista, que también le fue inculcado por su padre adoptivo, y pastor, trabajo este último que desempeñó con audacia nunca vista, por terrenos hostiles y agrestes, a la par que poco transitados por el pie del hombre; siete años de experiencias como marino, enrolado en una embarcación que hubo de llevarlo a los confines de mares desconocidos, en busca de un antiguo tesoro oculto, enterrado en isla ignota por un forajido con una pierna de madera, si bien lo accidentado de la travesía le deparó un naufragio y tres meses de exilio en una ínsula griega, donde dio muerte a un gigante de un solo ojo, gracias a su asombrosa habilidad para el lanzamiento de piedras, tras los cuales hubo de pasar un lustro de errante vagabundaje por remotas tierras, en el extremo opuesto del planisferio, acogido con inesperada hospitalidad por unos desconfiados y toscos nativos de piel cobriza, que dominaban con idéntica maestría un amplio repertorio de lenguas de diabólica encriptación y un código ininteligible de valores numéricos con el que leían el futuro escrito en un firmamento de constelaciones tapizadas de estrellas caducas y extintas, y que les permitían levantar gigantescas pirámides cúbicas, de extensas terrazas concéntricas, construidas, pilar a pilar, para mayor gloria de sus monstruosas deidades, periplo que se prolongó otros diecinueve meses por un continente de hielo, perdido en una inmensidad de noches eternas y días cortos e insuficientes, de una soledad profunda e impenetrable, apenas interrumpida por el esporádico encontronazo con animales de un grasiento pelaje brumoso y aspecto apacible, espectral, envueltas en todo momento en el sudario blanco y crepuscular de un silencio que lo abarca todo con su abrazo invisible, onírico; los ocho inviernos, de duración interminable e inhóspita crudeza, transcurridos en las faldas del Himalaya, en la única compañía de un asceta orondo, risueño y de ojos rasgados, poseedor de una gran sapiencia que transmitía mediante profundas reflexiones, insertas en aforismos breves, proteicos y nada ingenuos; las cuarenta jornadas de penumbra, bajo las cenizas de dos ciudades reducidas a escombros, cuyos habitantes se entregaron con voraz desafuero a satisfacer sus propios apetitos, sin tener en cuenta los designios que les fueron advertidos por mesías y augures, en el sentido de que serían duramente penalizados al desobedecer los viejos preceptos de la costumbre, de la tradición y de la fe; a lo que siguió la imposible empresa de descender por el cráter de un volcán hasta las entrañas de la Tierra, donde hubo de degollar con una espada de fuego a la abominable bestia, mitad humana, mitad carnero, inexpugnable en el corazón de una intrincada madeja de laberintos, de la que pudo salir con ayuda de un ovillo de oro; a su retorno, después de completar dicha proeza, sin quererlo ni beberlo, se vio inmerso en la pugna de trece años que enfrentó a dos estados, en rivalidad ancestral por una causa que se perdía en el origen de los tiempos y que nadie podía recordar pero cuya disputa fue avivada, cual fuego perpetuo, a resultas del secuestro insensato de una mujer que hacía enloquecer a todo varón que osara cruzar siquiera una breve mirada a sus deslumbrantes pupilas de hija de rey, que, al ser raptada, encolerizó al padre al punto de que la guerra entre unos y otros se intensificó con nuevas y feroces matanzas, que no cesaron hasta que nuestro viajero, que sirvió con mercenario rigor a ambos contendientes, propuso la inesperada estratagema de derrocar al adversario con la oferta de una falsa rendición, sellada con el obsequio de un gigantesco caballo de nogal que portaba en su vientre vacío un escuadrón de los más valerosos y letales guerreros del ejército presuntamente vencido; en su prolongado regreso al hogar, nuestro héroe asimismo tuvo que vérselas con una pareja de leones que mantenía sojuzgados a los vecinos de la polis de Nemea, a quienes devoraban a razón de veinte individuos al mes, salvo en el periodo de apareamiento, en que el macho, de trescientos cincuenta centímetros de largo y media tonelada de peso, empleaba la mayor parte de sus energías en copular, y fue precisamente en el curso de la inmediata fase posterior, en tanto en cuanto la hembra aguardaba, en la otra punta del territorio de caza de los dos felinos, la llegada de una nueva camada de cachorros, con andares torpes y barriga prominente, cuando el forastero, haciendo gala de un coraje suicida, no exento de un ingenio despiadado, le rebanó el cuello a ésta, le arrancó la piel y, envuelto en ella, esperó la bestial acometida del otro, con sumisa entrega, apoyadas sus cuatro extremidades sobre el suelo, y al que atacó traicioneramente, con total sorpresa para éste, a quien destripó con salvaje precisión de barbero; de vuelta a casa, previa estancia de quince días en el palacio de los monarcas de Atlantis, que lo acogieron en virtud de la merecida fama de sus hazañas, el sagaz aventurero descubrió no sin horror que sus familiares y antiguos camaradas habían perecido o malvivían esclavizados en medio del ingente hormiguero humano que complacía al nuevo faraón, en verdad su hermano de sangre, en sus deseos ilimitados de elevar aparatosos monumentos funerarios al cielo, para así alcanzar y superar la grandeza de su propio padre, lo que llevó, en primer lugar, al descendiente mayor a enfrentarse con el pequeño, a maldecirle luego, por lo infame y cruel de sus blasfemas pretensiones, y, finalmente, a encabezar el éxodo de varias décadas por el desierto, erigido en patriarca de un multitudinario pueblo errante cuyo dios, benévolo y clarividente, le confió el decálogo de reglas morales sobre el que debía edificarse una nueva civilización, a partir de las ruinas de la anterior, y que, mucho más tarde, y, por el contrario, en actitud despiadada e implacable, habría de sacrificar a su único hijo, para la salvación de todos los hombres y dar así debido cumplimiento a la profecía, concluyó Shahrazad, aunque para entonces las primeras claridades del alba habían inundado el dormitorio y su amo y señor, Shahriyar, roncaba en su regazo, con plácida e infantil despreocupación.

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