"Ahí estás tú. Y al lado nuestra niñez, delantero. No quiero escribir nada. Gracias por tanto. Solo gracias. Gárate"
José Antonio Martín Otín, "Petón"
Me enamoré del fútbol poco a poco. Al principio no entendía qué era exactamente lo que podía llamar la atención en los hombres (sobre todo en los hombres) de aquella absurda persecución detrás de una pelota sobre un tapete verde y rectangular. Recuerdo incluso que viví la final del campeonato mundial disputado en Argentina (bajo la pesada sombra, siniestra sombra, de la Junta Militar, presidida por Videla) enredado en las patas de la tabla de planchar de mi madre, mientras mi hermano Míguel y yo jugábamos con coches y clicks de Famobil y el tercero, Carlos, con apenas tres meses de vida, dormía la eterna siesta de los recién nacidos. Aquella tarde, hoy tan remota, mi padre gritó una sola vez. Tiempo después descubrí que ese día, como siempre, iba con el débil y ese domingo, dentro de un Monumental de River como nunca ha vuelto a rebosar de decenas de miles de fanáticos entregados a una sola causa, el rival que tenía todas las de perder era Holanda. Y perdió. Por segunda vez consecutiva.
Cuando en 1982 el Mundial recaló en España, puede decirse que mi amor por el fútbol alcanzaba su punto culminante. Con diez años, el noventa y cinco por ciento de mis compañeros y amigos del colegio vivíamos para y por el fútbol. Todo el día, a todas horas. En el callejón Cabrera Pinto habíamos montado un equipo de barrio y nos daban unas palizas descomunales, pero era nuestro equipo y entonces nadie renegaba de su equipo, que era incluso peor que renegar de la patria o de Dios. En aquel verano azul, inacabable y hermoso del 82 descubrimos que, además de un juego, el fútbol no sólo consistía en perder o ganar, también podía llegar a ser una forma casi sublime de placer: un arte lleno de belleza y plasticidad, a medio camino entre la danza y la música. Y ese descubrimiento se lo debemos a la selección de Brasil.
En una época en que el deporte aún se mantenía al margen de la economía de mercado y los futbolistas cobraban unos salarios modestos (con las consabidas excepciones), el país sudamericano, que Stefan Zweig escogió como estación definitiva para su periplo vital, apenas tardó una década en reunir a un prodigioso elenco de virtuosos del balón, que tomaban con increíble talento y sin ninguna clase de complejos el testigo de la maravillosa quinta de 1970, que asombró al mundo en México, gracias a su irrepetible exhibición de técnica, poderío físico e imaginación.
En España, en el verano de 1982, tuvimos la oportunidad de ver muy de cerca a una escuadra que no sólo arrasaba a sus rivales sino que disfrutaba haciendo su trabajo. Aquel equipo, en el que destacaban jugadores formidables como Toninho Cerezo, Éder, Falcao, Junior o Zico, era una máquina perfecta de felicidad. Hasta que llegó el partido que rompería el sueño en mil pedazos. Aquella inolvidable tarde de junio, en el viejo Sarriá, a Brasil le bastaba firmar un empate con Italia para pasar a las semifinales y reeditar, por cuarta vez, el título de Campeona del Mundo. Pero todo se fue al carajo. Los italianos, que compiten mejor en cualquier actividad deportiva que en la crudeza real del campo de batalla de una guerra, hicieron el mismo partido al contragolpe que llevan haciendo desde que se inventó il calcio y la retaguardia de tres zagueros, planteada por Telé Santana, fue acribillada con relativa facilidad por un inspirado Paolo Rossi, que estuvo a punto de perderse el campeonato por su implicación en un presunto amaño de partidos con fines quinielísticos.
Al término de los noventa minutos, me sentí profundamente deprimido y una tristeza muy honda se quedó enquistada dentro de mí casi para siempre. Porque era incapaz de entender que unos tipos fabulosos pudiesen ser derrotados por un equipo tan mediocre, tan mezquino, que se había clasificado para la segunda fase sin haber sido capaz de ganar ninguno de sus tres partidos.
Luego, con el paso del tiempo, uno comprende que, en realidad, la vida consiste en asumir estas y otras frustraciones y que la existencia es, en sí misma, un continuo (e interminable) aprendizaje del fracaso.
El pasado mes de septiembre se supo que el capitán de aquel memorable Brasil del 82, el ex centrocampista Sócrates, había permanecido ingresado a lo largo de varias semanas en el hospital Albert Einstein de la ciudad de Sao Paulo. Sócrates, de 57 años, doctor en Medicina, sufrió varias hemorragias digestivas y llegó a estar en estado de coma inducido durante nueve días y con respiración asistida, debido a la gravedad de su estado, provocada por una cirrosis hepática, derivada del alcoholismo.
De elevada estatura y pies pequeños, el ex atacante, que patentó el lanzamiento de penaltis con el tacón, jugó la mayor parte de su carrera en el Corinthians, con el que fue campeón paulista en tres ocasiones. Profesional desde 1974, Sócrates fue elegido a principios de la década de los ochenta como mejor jugador de Sudamérica y lideró desde su club un curioso movimiento cívico de reivindicación democrática cuando el país continuaba sojuzgado por el mismo régimen militar desde 1964.
Hartos de carecer de un verdadero sistema de democracia representativa, los jugadores del Corinthians, de común acuerdo con su presidente y con la directiva, decidieron establecer un sistema de autogestión en el que todas las decisiones (desde el fichaje del entrenador pasando por las fechas de las concentraciones o los esquemas tácticos) eran tomadas por el voto a favor (o en contra) de todos los empleados del club. Además, era frecuente que los jugadores saliesen al campo exhibiendo pancartas con eslóganes antigubernamentales del tipo Democracia Ya, Yo quiero votar al presidente o Elecciones Directas Ya. El propio Sócrates, ideólogo de esta plataforma, solía utilizar una cinta elástica en la cabeza, en la que mostraba sus mensajes contra el Apartheid surafricano, su solidaridad con Etiopía o tan solo la palabra PAZ. Así, en la final del campeonato paulista de 1983, los once futbolistas del Corinthians salieron a la cancha portando una pancarta en la que se leía: "Ganar o perder, pero siempre con democracia".
Dos años después, los militares abandonan definitivamente el poder en Brasil, aunque Sócrates no se encontraba allí para disfrutarlo en primera línea. Había emigrado a Italia, para jugar en la Fiorentina, convencido de que nada iba a cambiar en su país. Sin embargo, el tiempo habría de darle la razón, convirtiendo en una gozosa realidad sus palabras: "Conseguimos probarle al público que cualquier sociedad puede y debe ser igualitaria. Que la opresión no es imbatible. Que una comunidad sólo puede fructificar si respeta la voluntad de la mayoría de sus integrantes. Que es posible darse las manos".
Y concluyo esta semblanza, cubierta de recuerdos y de nostalgia, no sin antes recomendarles que busquen, lean y disfruten de El fútbol tiene música, del ex jugador y escritor José Antonio Martín Otín, más conocido en el mundillo futbolístico como "Petón". Representante, en sus inicios, de futbolistas que hoy son auténticas estrellas (Torres, Pedro, Navas), Petón es una rara avis dentro del periodismo deportivo: habla con conocimiento de causa y es un lector de amplia cultura, que cultivó la amistad de Pepín Bello, confidente de Lorca, Buñuel y Dalí, en la Residencia de Estudiantes, y testimonio vivo y elocuente de la Generación (irreparablemente perdida) del 27.
Editado en abril de este año por Córner, este libro, magníficamente escrito, contiene medio centenar de valiosas estampas, sacadas de la intrahistoria del balompié, y además nos aproxima, con sencillez e innegable afecto, a un enternecedor ramillete de vidas truncadas, de héroes caídos, de los perdedores que ocupan las cunetas de la Historia que sólo los triunfadores escriben con mayúscula.