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El callejón
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Almas sin conciencia

A los guionistas Ennio Flaiano y Tullio Pinelli, in memoriam

Hoy en día, transcurridos casi veinticinco años de su fallecimiento, nadie duda de que Federico Fellini (Rimini, 1920) es uno de los cineastas más singulares e incalificables dentro de la larga centuria de existencia que ya acumula a sus espaldas el arte cinematográfico.

Como buen romano, Fellini era un poco de todo y especialista en nada (en una de las últimas entrevistas que le leí, aguardando la muerte en la cama de un hospital de la ciudad a la que él contribuyó a hacer un poco más eterna, reconocía, con extrema lucidez, que de lo único que entendía era de culos: “Soy un experto culólogo”, decía), y recaló en los estudios Cinecittà, recién acabada la guerra, avalado por su talento para el dibujo y la caricatura y por su brillante sentido del humor a la hora de escribir gags para reconocidos comediantes y guiones para la radio, donde conoció a la mujer de su vida, la encantadora actriz Giulietta Masina.

Su primera gran contribución al celuloide se produce en Roma, ciudad abierta (1945), dirigida por Roberto Rossellini, y que inaugura la corriente neorrealista, imprescindible para entender buena parte del cine que se filma en Europa, tras las monstruosidades causadas por el fascismo y el nazismo. Rodadas con una enorme economía y en medio de una dramática austeridad, las películas adscritas a esta línea de estilo se caracterizan por un tratamiento de la realidad cotidiana casi documental, en ocasiones descarnado, y se centra en peripecias existenciales de personajes corrientes, vulgares, que a veces bordean la marginalidad, cuando no viven inmersos en ella.

Lo mejor y más imperecedero de la filmografía de Fellini se corresponde con las obras que concibe dentro de los parámetros estéticos e incluso éticos del neorrealismo y para las que cuenta con la colaboración inestimable de algunos de los más relevantes guionistas de este periodo. Desde un punto de vista exclusivamente creativo, la principal aportación felliniana al extraordinario legado del cine neorrealista es una cierta belleza poética, que, por centímetros, coquetea peligrosamente con la cursilería y enriquece sus historias con una ternura que, en su máxima expresión (y efectividad), resulta verdaderamente sobrecogedora, como aún se puede seguir comprobando en el desgarrador y estremecedor desenlace de La strada (1954), una de las obras maestras de esta primera etapa de su carrera, en la que el director italiano alcanza una perfección casi absoluta, de la que se fue alejando de manera irreversible, a medida que su fama fue adquiriendo reconocimiento universal y su cine fue consumiéndose en una especie de tedio plúmbeo y autocomplaciente.

Un año después del estreno de La strada, que le reportó el primero de los cinco Oscars que obtuvo, Fellini presenta, en el Festival de Venecia, Il bidone (El timo), una fábula moral sobre las picarescas andanzas de tres indeseables que no dudan en estafar a la gente más humilde y necesitada. Para el papel del timador Augusto, el cineasta de Rimini volvió a contar con una estrella norteamericana como cabeza del reparto, Broderick Crawford: de físico imponente y carácter pendenciero, que tan solo seis años antes había ganado la ansiada estatuilla por su interpretación en El político, de Robert Rossen.

Abandonado a su suerte por sus compinches, al final de Il bidone, el veterano rufián intenta dar un último golpe, presentándose, con los falsos hábitos de una alta dignidad eclesiástica, en el hogar unos modestos campesinos, que le piden que interceda por su hija paralítica, a cambio de darle un montón de dinero. Algo que, aparentemente, este personaje sin escrúpulos no está dispuesto a aceptar.

La crítica recibió con inmerecida frialdad este nuevo largometraje de Fellini, que la censura franquista rebautizó con el título de Almas sin conciencia, y la cinta pasó con más pena que gloria por las salas. Sinsabor del que no tardará en resarcirse, gracias al enorme éxito de su posterior film, Las noches de Cabiria, un precioso y estupendo vehículo, concebido para el lucimiento de su esposa Giulietta, que da vida a una entrañable prostituta de buen corazón.

Revisadas con la perspectiva que proporciona el paso inexorable del tiempo (óxido de efectos devastadores para muchas de las obras de este cineasta simpar), las películas con las que Fellini se adentró como autor en el universo cinematográfico hoy se conservan casi tan frescas, enternecedoras y vitalistas como el día de su puesta de largo. Por ejemplo: basta tan sólo con que escojamos a los canallescos pícaros de Il bidone, los expongamos a la opaca luz de la actualidad y entendamos lo mucho en común que estos delincuentes de medio pelo comparten con granujas de cuello blanco que responden al nombre de Luis [Bárcenas], Rodrigo [Rato], Miguel [Blesa], Ignacio [González], Jordi [Pujol], Miguel [Zerolo] y tantos y tantos otros, tantas almas sin conciencia ni decencia, escoria de alta cuna, dispuesta a venderse por cuatro perras, y que llegan a ser más crueles y malévolos que la ficción más amarga salida de la imaginación de un artista tan atípico como Federico Fellini.

Y si les parece exagerado lo que acaban de leer, no pierdan detalle de la noticia, acaecida en Palma de Mallorca, en plena Semana Santa, que daba cuenta de la detención de cinco personas que presuntamente han estafado más de 600.000 euros con la venta de un falso medicamento, llamado Minerval, al que atribuían propiedades para curar el cáncer. Dos de los detenidos son profesores de la Universitad de las Islas Baleares, Pablo Escribá y Xavier Busquets, dos son investigadores y la quinta es responsable de la gestión económica de la empresa Lipopharma, participada por la propia universidad.

Al parecer, las víctimas de esta estafa han llegado a pagar cantidades que superan los 25.000 euros. Los desaprensivos se valían de su condición de profesores universitarios en Palma para dar mayor credibilidad a su producto y utilizaban las instalaciones universitarias para avanzar en sus investigaciones y producir la milagrosa sustancia. Además, los detenidos se aprovechaban de la situación de los enfermos y sus familiares y les ofrecían la supuesta cura, a cambio de importantes sumas de dinero, que eran ingresadas en concepto de donaciones en una fundación sin ánimo de lucro creada para todo lo contrario.

Según queda acreditado por la Agencia Española de Medicamentos y Productos Sanitarios, el Minerval carece de toda autorización para su comercialización, ya que no superó ninguna de las pruebas necesarias para ser considerado un fármaco.

Fuentes de la investigación policial aseguran que los arrestados estaban intentando comercializar también un falso medicamento contra el Alzheimer.

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