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El callejón
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Las islas de las que vino todo el mundo

Todo empezó hace cuatro años.

El jueves 4 de julio de 2013, fiesta nacional en EE.UU., dio comienzo en la localidad de Gettysburg, Pennsylvania, la recreación de la batalla más sangrienta y decisiva de toda la Guerra Civil Americana.

En los combates, que tuvieron lugar casi ininterrumpidamente entre los días 1 y 3 de julio de 1863, llegaron a intervenir más de ciento cincuenta mil hombres y se produjeron sesenta mil bajas. En dicha contienda, que terminó con el triunfo de las tropas de la Unión, al mando del general George G. Meade, tomaron parte soldados de origen español y, entre ellos, figuraban algunos descendientes de isleños, cuyas tumbas pueden ser visitadas en el Cementerio Nacional de Gettysburg. Éstos últimos se integraron casi en su totalidad en las filas del Ejército Confederado, encabezado por el legendario general Robert E. Lee. El grueso del contingente “canario” se encuadraba dentro del Décimo Regimiento de Louisiana, en cuyas huestes, un siglo y medio después, volvieron a militar dos canarios: los palmeros Jonathan Cabrera Asensio (técnico del Instituto de Atención Social y Sociosanitaria del Cabildo de Tenerife) y el autor de este texto, que, junto a otras siete personas procedentes de la Península, acudieron a esta cita en calidad de recreadores históricos, con sobrada experiencia en actividades de esta índole, celebradas tanto en España como fuera de ella. Como, por ejemplo, la recreación de la Gesta del 25 de Julio de 1797, que cada año conmemora la derrota del almirante Horacio Nelson en su frustrado intento de desembarco en la capital santacrucera, o la de la celebérrima batalla de Waterloo, en territorio belga.

El Décimo Regimiento de Louisiana participó en la mayor parte de las grandes batallas de la Guerra Civil Americana (Williamsburg, Manassas, Antietam, Fredericksburg, Gettysburg…) y, debido a su arrojo y valentía en el combate y al alto número de bajas sufridas (de los 953 soldados y oficiales que componían el Regimiento en julio de 1861, solo dieciocho estuvieron presentes en su rendición, el 9 de abril de 1865, en Appomatox Court House) se ganaron el sobrenombre de Los Tigres de Louisiana.

La mayoría de los apellidos españoles de Louisiana proviene de Canarias. La diáspora se produjo entre 1778 y 1783. Oficialmente salieron con rumbo a Louisiana 4.139 personas (pertenecientes a 777 familias) aunque realmente llegaron la mitad: en el trasbordo en La Habana, muchos prefirieron quedarse en Cuba. Esas trescientas familias, venidas, sobre todo, de Tenerife y Gran Canaria (las islas más pobladas entonces y ahora), se instalaron en la parroquia (o condado) de San Bernardo y en el bayú o arroyo de Lafourche, en las parroquias de Ascensión y Assumption, próximas a Baton Rouge (actual capital del estado). Por su parte, el contingente andaluz, con una destacada presencia de malagueños, se afincó en estas y otras parroquias (algunas, como Galveztown, Barataria o Valenzuela, ya desaparecidas) y ayudó de forma decisiva a la fundación de Nueva Iberia, que siempre ha poseído una floreciente actividad agrícola, centrada en la producción de azúcar y de condimentos (de aquí se exporta la salsa Tabasco al resto del mundo).

Hay que recordar que los descendientes de canarios de la parroquia de San Bernardo formaban parte de la milicia de esta región desde 1861 y se alistaron en masa cuando estalló la Guerra de Secesión. En el libro de Kenneth W. Noe, Perryville, This Grand Havoc of Battle, se hace la siguiente mención: “La parte de la Brigada de Adams a la que se enfrentó el 42º de Indiana eran Los Tigres de Louisiana. Este nombre se dio al 13º de Infantería de Louisiana del coronel Gibson, el cual incluía cinco compañías de Zuavos Avegnos que aún vestían sus resplandecientes chaquetas azules, gorras rojas y pantalones bombachos rojos tradicionales. Estas cinco compañías de Zuavos se componían de irlandeses, holandeses, negros, españoles, mejicanos e italianos”.

Meses antes de acudir a Gettysburg, en septiembre de 2012, mi amigo Jonathan Cabrera descubrió la conexión existente entre el Décimo Regimiento de Louisiana y los colonos isleños y se puso en contacto con Los Isleños Heritage & Cultural Society (Sociedad Patrimonio y Cultura de Los Isleños), fundada en 1978, y que ha trabajado con el Gobierno de la Parroquia de San Bernardo para desarrollar Los Islenos Museum Complex (Complejo Museo de Los Isleños) en San Bernardo (trágicamente devastado por el huracán Katrina, en 2005, y felizmente reconstruido hoy), con el fin de preservar la memoria de sus antepasados canarios, quienes con su esfuerzo y con su sacrificio contribuyeron al crecimiento y desarrollo de esta parte del sur de los Estados Unidos.

Louisiana (en español, Luisiana, del francés Louisiane, en honor del rey Luis XIV) es el décimo octavo estado de Norteamérica (se anexionó a la Unión en 1830) y representa, con sus ciento treinta y cinco mil kilómetros cuadrados (un buen porcentaje de ellos consistente en marismas y pantanos del río Mississippi), un ejemplo significativo de los avatares históricos por los que ha atravesado este gigantesco y curioso país, acaso la nación más grande, poderosa y contradictoria de este pequeño planeta errante en el espacio infinito.

Territorio francés durante casi un siglo, en 1763 pasó a manos españolas, aunque los galos siguieron manteniendo una importantísima influencia en Nueva Orleans. Más tarde, con el inicio del siglo XIX, los franceses la recuperarían para, finalmente, vendérsela por un módico precio al gobierno de Washington, a fin de que esta región estratégica no cayese en manos del imperio británico. Es por ello que hoy en día se pueden percibir las huellas de las diferentes comunidades de colonos europeos que aquí se asentaron (eso sí, sin mezclarse con la población nativa, que se fragmentaba en una veintena de tribus), procedentes de Francia, Alemania y España: más concretamente, de Canarias y Andalucía.

A mediados del siglo XVIII, la pérdida del mercado de vino inglés, a favor de Portugal, generó una grave crisis económica en las Islas Canarias, acrecentada por la sequía, las epidemias, las plagas de langosta procedentes de África y las pésimas cosechas de los alimentos básicos (trigo, millo y papas). No es de extrañar que, ante esta situación, la Real Orden de 15 de agosto de 1777, por la que el gobernador y comandante general del Archipiélago, Matías de Gálvez (a la sazón, padre de Bernardo de Gálvez, gobernador de la Luisiana), decretaba el reclutamiento de setecientos hombres de entre diecisiete y treinta y seis años con el fin de colonizar los nuevos territorios españoles en el delta del Mississippi, tuviese una excelente acogida entre la población campesina del Archipiélago, que empezaba a abandonar los cultivos (en el campo aún abundaban los grandes propietarios que fijaban condiciones de trabajo míseras a sus medianeros) para exiliarse en los núcleos urbanos portuarios.

La Corona fletó nueve barcos rumbo a Estados Unidos. Al poder ir acompañados por sus familias, estas travesías se convirtieron en una suerte de éxodo perfectamente organizado. Así, durante la singladura, a los pasajeros nos les faltó de nada. Las embarcaciones iban bien provistas de abundante comida, bebida e incluso de animales vivos (como ovejas, cabras, cerdos y pollos) con objeto de que los expedicionarios dispusiesen de carne fresca. La obligada escala en La Habana significó que muchos de los viajeros se quedasen por el camino. Así, se calcula que en total fueron casi unos dos mil los isleños que llegaron a su destino final.

Distribuidos en distintos asentamientos, los nuevos colonos (a excepción de un número indeterminado pero reducido de emigrantes que se instalaron definitivamente en Nueva Orleans, con desigual fortuna) continuaron recibiendo -con cuentagotas, eso sí- ayuda monetaria y material de las autoridades españolas, que poco pudieron hacer para mejorar las condiciones de vida de estos campesinos que tuvieron que luchar contra un medio físico hostil (agravado por los habituales huracanes y tormentas veraniegas), caracterizado por un clima caluroso, unas tierras pantanosas y frecuentes inundaciones; contra la amenaza de la población indígena; contra los desórdenes públicos derivados de la esclavitud y contra las enfermedades (como la viruela) que diezmaron, sobre todo, a los niños.

A pesar de ello, la mayoría de los isleños continuaron aferrados a la tierra como principal fuente de sustento y cultivaron hortalizas, millo, arroz, caña de azúcar, indigo, algodón y lino, que les reportaban las mayores rentas, y, cuando las circunstancias les eran especialmente adversas, volvían la vista a los pantanos y marismas de cuyas fértiles aguas extraían peces, camarones, cangrejos, ostras, langostas y otros tesoros marinos.

De orígenes muy humildes y sin apenas instrucción, estas familias canarias se mantuvieron fieles a sus raíces (a su etnia, a su folclore e incluso a su religión: como lo prueba el hecho de que, una vez instalados en los diferentes asentamientos, unas de las primeras demandas de los colonos isleños a las autoridades españolas iban referidas a la construcción de un lugar para el culto y a la designación de un sacerdote) y no dudaron en sacrificar su propia vida cuando así les fue requerido por la Madre Patria, tal y como sucedió en la primavera de 1781, cuando fueron reclamados para engrosar las filas del contingente de milicias que el gobernador Bernardo de Gálvez envía a la ciudad de Pensacola, para arrebatar dicha plaza, de gran importancia estratégica, a los ingleses.

La transición de la administración española al control por parte del gobierno federal norteamericano no supuso en la práctica ningún cambio para los varios miles de personas de procedencia canaria que, a principios del siglo XIX, continuaron viviendo a su manera en las distintas poblaciones distribuidas por el delta del Mississippi. De hecho, un primer dirigente enviado por el gobernador Claiborne para conocer de primera mano a los residentes en las zonas cercanas a Nueva Orleans, el doctor John Watkins, describió a estos campesinos y pescadores como “gente dócil, fácilmente gobernable y por costumbre dispuestos a respetar y obedecer a sus jefes”.

De los cuatro asentamientos isleños, sólo el de la parroquia de San Bernardo ha conservado su identidad hasta nuestros días. Ubicada en la ribera oriental del río Mississippi y a unas doce millas al sur de Nueva Orleans, se trataba originalmente de una franja seca de tierra, denominada Terre-aux-Boeufs (o Tierra de Bueyes, en español), de una milla de ancho, a escasos pies de altura sobre el nivel del mar, dividida en su parte central por un riachuelo, rodeado de humedales de coníferas. Aunque después del triunfo sobre Inglaterra en 1815 los grandes terratenientes pretendieron extender los límites de sus plantaciones en la parte alta de esta zona de cultivos, el bayú de Terre-aux-Boeufs siguió siendo una región en la que predominaban los pequeños propietarios. En su parte baja, en la isla Delacroix, unos cuantos canarios se ganaban el jornal como pescadores o tramperos.

Se trataba de una labor agrícola muy dura, con muchas horas de trabajo, para producir alimentos para la familia en una economía de pura subsistencia que el campesino isleño conocía a fondo, debido a su experiencia en las Islas. Ya que, en esta zona alta de la Luisiana, el granjero típico era minifundista, carecía de esclavos, y él mismo, junto a los miembros de su familia, era el que labraba la tierra, recolectaba sus frutos y llevaba los excedentes para venderlos en el mercado de Nueva Orleans.

El comienzo de la era del barco de vapor coincide con un cierto renacer económico que impulsó el crecimiento y la productividad de la baja Louisiana. La nueva administración americana hizo disparar el precio de la tierra y aumentar el apetito de los grandes propietarios. Muchos agricultores isleños cedieron a la tentación de vender, sobre todo los que residían en las parroquias de Ascensión y Assumption, y luego se veían obligados a trasladarse a ciénagas del interior, donde, tras quemar la vegetación, establecían nuevas fincas, conocidas como brulees, en las que cultivaban modestas parcelas de algodón y caña de azúcar y criaban unos pocos animales y aves de corral.

Las políticas comerciales norteamericanas trajeron una mayor prosperidad para los campesinos de Louisiana hasta que la balanza comercial se resintió a raíz de la guerra con Inglaterra cuya flota, dos años después de iniciado el conflicto, en diciembre de 1814, invadió las costas de Louisiana, justo por el bayú de Terre-aux-Boeufs, a tan solo unas millas de distancia de la parroquia de San Bernardo. En esta ocasión, se les brindaba a los pobladores isleños y franceses la oportunidad de mostrar su lealtad con la patria que los acababa de adoptar. Era la hora del honor y de la fidelidad.

En diciembre de 1814, la flota británica entró en el lago Borgne y derrotó a varias gabarras americanas. Las tropas invasoras desembarcaron en Fishermen’s Village, en el bayú Bienvenu, a una milla y media del lago Borgne, en el extremo más oriental de la parroquia de San Bernardo. El poblado lo constituían una docena de grandes cabañas hechas de troncos con tejados de hojas de palma entretejidas. Los soldados enemigos capturaron a los vecinos y al pequeño destacamento militar. Uno de los cuatro parroquianos que consiguió escapar fue el isleño Antonio Rey, que pasó tres días cruzando pantanos, lagunas y ciénagas para avisar a las autoridades. Antes de que pudiera conseguirlo, los británicos salieron desde Fishermen’s Village hacia el norte a lo largo del bayú Bienvenu, con dirección al Mississippi, utilizando a los vecinos cautivos como guías forzosos.

Las tropas inglesas, comandadas por el general Edward Pakenham, se encontraban a tan solo unas millas al sur de Terre-aux-Boeufs, plaza que fue defendida por medio millar de milicianos al mando del general David B. Morgan. La noche del 23 de diciembre los hombres de Morgan avanzaron cinco millas en dirección norte, para acercarse a la cabecera del riachuelo, donde sorprendieron a la retaguardia enemiga. El combate se inició antes del amanecer y días más tarde Morgan evacuó a sus soldados a través del río Mississippi hasta su orilla oeste. En apenas un par de días, las tropas británicas entraron en Terre-aux-Boeufs y requisaron entre treinta y cuarenta caballos a los isleños y además se incautaron de provisiones y esclavos.

No mucho después de esta ofensiva inglesa, el general Andrew Jackson, que con posterioridad sería elegido séptimo presidente de los Estados Unidos, frustró los planes británicos de ocupar Louisiana, tomar el control del Mississippi y cortar las rutas de comercio norteamericanas hacia el Golfo de México. Los hombres de Jackson eran menores en número y armamento pero resistieron el ataque sorpresa que el 8 de enero de 1815, en Chalmette, dos semanas después de que oficialmente ambos países hubiesen puesto fin a las hostilidades, el grueso del ejército británico dirigió contra las tropas de Jackson, quien se encontraba en Nueva Orleans desde el 2 de diciembre y había ordenado la construcción de barreras defensivas de una milla de longitud.

Durante la oscura y neblinosa mañana del 8 de enero, los británicos comenzaron su ofensiva definitiva. Los dos generales mayores de Pakenham fueron muertos al principio de la batalla y el propio comandante inglés sufrió dos heridas antes de que un proyectil le reventara la arteria de su pierna, segando su vida en tan solo minutos.

Los británicos, que cosecharon una estrepitosa derrota con más de dos mil bajas (entre muertos y heridos), se rindieron a poco de comenzada la contienda. Las milicias norteamericanas, cuyas pérdidas no llegaron al centenar de hombres, contaban en sus filas con un elevado número de criollos: franceses, alemanes y canarios. Todos ellos habían mostrado con creces su lealtad a la nación que con tanta generosidad los había acogido y habían contribuido con su sangre a la primera victoria del Ejército estadounidense desde que Norteamérica alcanzara su soberanía el 4 de julio de 1776.

En estas acciones (la del 23 de diciembre y el 8 de enero), los herederos del Regimiento Fijo de Louisiana, denominado ahora Tercer Regimiento de Louisiana (pues el condado debía suministrar un regimiento de uno o dos batallones a la milicia del Mississippi), bajo mando del coronel Pierre de La Ronde, luchó codo con codo con las fuerzas regulares norteamericanas y con los batallones de Kentucky y Tennessee.

Con el transcurrir de los años el proceso de asimilación de los canarios por el entorno cultural dominante fue progresivo e imparable. La universalización y obligatoriedad de la enseñanza, en una región en la que el francés se mantuvo durante décadas como idioma oficial en las escuelas públicas, fue postergando la pervivencia del castellano que pudo mantenerse debido al elevado grado de endogamia que se reprodujo en el seno de la comunidad isleña: el matrimonio entre descendientes de emigrantes fue frecuente hasta una tercera y cuarta generación.

Al respecto, merece la pena que nos detengamos, aunque solo sea fugazmente, en la siguiente descripción de los isleños que el viajero William Henry Sparks nos dejó en The Memoirs of Fifty Years (Filadelfia, 1870): “Se trata de gente de raza ibérica, pequeña de estatura y tez oscura, ojos negros y pelo lacio, igualmente negro; son de manos y pies pequeños, de constitución hermosa y rasgos regulares y atractivos; muchas de sus mujeres son extraordinariamente bellas. Éstas alcanzan la madurez a temprana edad y con frecuencia se casan cuando aún tienen trece años. En más de una ocasión, he conocido abuelas de treinta años. Como sucede en todos los países cálidos, a esta precoz madurez le sigue un rápido deterioro. Las personas de cuarenta años tienen el aspecto de otros de sesenta de climas más fríos”.

Se trataba de un grupo humano de “trato fácil y sencillo” (según relato aparecido el 22 de octubre de 1838, en el Weekly Picayune, de Nueva Orleans, en el que se publica un reportaje sobre los isleños residentes en San Bernardo), que se dedicaban a la agricultura, la caza y la pesca y vendían sus excedentes en el mercado de Nueva Orleans. Además, los granjeros isleños, que criaban cerdos, ganado y aves de corral, se habían ganado cierta fama por su buen arte a la hora de adiestrar bueyes, hasta el punto de que propietarios de fincas de enclaves tan lejanos como Attakapas y Opelousas traían sus bestias de carga donde los isleños para que éstos las amaestraran. Cada quince días, las familias de isleños viajaban a Nueva Orleans para vender sus productos en el mercado: millo, judías, arroz, naranjas, higos, melocotones, ciruelas, batatas, cebollas, calabazas y melones.

Respetuosos con el legado de sus mayores, los canarios de la Luisiana llevaban una existencia austera, centrada en la agricultura, la pesca o la caza, y vivían en rústicas viviendas de adobe y musgo, con vigas y techos de ciprés. Ellos mismos se confeccionaban su propio mobiliario y sus propios vestidos y dormían en jergones rellenos de musgo. Al margen de las obligaciones religiosas, empleaban el escaso tiempo libre en visitar a los familiares, montados en sus cabriolés (carruajes ligeros equipados con un banco para los pasajeros), y en asistir a los bailes que se celebraban todos los sábados por la noche: reuniones a las que acudían familias enteras (incluidos los bebés y los ancianos), en las que se degustaban platos de comida cajún e isleña, se tomaban bebidas espirituosas y se danzaba al son de la música interpretada por violinistas autodidactos.

Los colonos isleños disfrutaron de cierta prosperidad económica (sobre todo, la escasa minoría que disponía de extensas plantaciones en la baja Louisiana) hasta el año 1860. La aristocracia sureña entendía la esclavitud como una necesidad para prolongar su supervivencia económica y auspiciaron la secesión de la Unión Federal que tomó carta de naturaleza en la convención celebrada en Baton Rouge, en enero de 1861. Dos meses más tarde, Louisiana se sumó a los Estados Confederados de América y el 12 de abril de ese mismo año, en el puerto de Charleston, fuerzas confederadas, al mando del general Pierre Gustave Touton Beauregard, natural de la parroquia de San Bernardo, abrieron fuego contra el fuerte Sumter, que estaba en manos de soldados de la Unión. Aquellos disparos marcaron el inicio de una gran contienda civil y el comienzo del declive político y financiero del Sur.

La guerra, que se prolongó durante cinco años de cruel contienda, tuvo su punto culminante, que no final, en los combates que se desarrollaron entre el 1 y el 3 de julio de 1863, en Gettysburg.

Como suele ocurrir siempre, la posguerra fue una pesadilla para los perdedores y, en este caso, a la derrota moral hay que sumar la no menos dolorosa debacle económica: el esplendor colonial de los grandes latifundios de los estados del Sur se desmoronó con un estrépito brutal y una onda expansiva que sumió a los pequeños agricultores (como eran la mayoría de isleños y descendientes de isleños) en la pobreza y la precariedad.

Porque, como todos los emigrantes, los nuestros también desempeñaron los más modestos y humildes oficios, soportando toda suerte de adversidades y haciendo toda clase de sacrificios, con el fin de obtener un futuro mejor para las generaciones venideras. Como, por ejemplo, el sheriff, senador y luego congresista de los Estados Unidos, por el segundo distrito de Louisiana, Albert Estopiñal (uno de los poquísimos políticos que, en el Washington anterior a la Gran Guerra de 1914, dominaba perfectamente el inglés, el español y el francés, y su colaboración era muy apreciada dentro del cuerpo diplomático), bisnieto de Diego Estupiñán y María Artiles, colonos canarios que se ganaron el pan con el sudor de su frente, sin que nadie les regalara nada, salvo un pedazo de tierra que les sigue perteneciendo, por derecho propio, a ellos, a los hijos de sus hijos y a los hijos de los hijos de sus hijos.

Lamentablemente, la presión ciudadana y cierto recelo hacia lo foráneo, que caracterizó a la sociedad estadounidense tras la II Guerra Mundial, provocó que la inmensa mayoría de estos descendientes de canarios (hoy en pleno disfrute de una más que merecida jubilación) no puedan hablar español. Aunque haya excepciones, como Lloyd ‘Wimpy’ Serigñé, que se desenvuelve en la lengua de Cervantes con un divertido acento entre cubano y gomero. Precisamente, Wimpy (un ex conductor de camiones hecho a sí mismo, que en 1982 se reconvirtió en pescador para sacar adelante a su familia y que llegó a tener su propia empresa de transportes de mercancía portuaria) y su encantadora esposa, Doris Gutiérrez, son algunos de los descendientes que dan su testimonio en el épico relato de supervivencia y búsqueda de la propia identidad que el cineasta tinerfeño, Eduardo Cubillo Blasco, traza en su nuevo documental, Isleños, A Root of America, largometraje producido por Jonathan Cabrera Asensio, auténtico promotor e ideólogo de un proyecto audiovisual que ya ha merecido el Premio a la Mejor Película Documental en el Festival Iholly, de Los Ángeles.

En uno de los muchos pasajes memorables que Isleños, A Root of America le proporciona al espectador, William, ‘Bill’ Hyland Marigny, historiador y cronista oficial de la parroquia de San Bernardo, sintetiza con una enternecedora anécdota la epopeya de sus antepasados: cuestionada por el origen de sus ancestros, una anciana residente en este enclave del sur de EE.UU. respondió que sus tatarabuelos habían llegado mucho tiempo antes, procedentes de unas islas de España, “de las Islas de las que vino todo el mundo”.

Rodado íntegramente en Estados Unidos, este segundo film de su realizador confirma las virtudes que apuntaba en su ópera prima, Cubillo, historia de un crimen de estado (2012), y ofrece una nueva mirada, enriquecedora, luminosa, por momentos deslumbrante y conmovedora, sobre un episodio apenas conocido de nuestra común historia y que amplía y complementa la información que aparece en el meritorio (y mucho más modesto pero no menos valioso) Los canarios del Misisipi (2006), documental del gomero Manuel Mora Morales.

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