A Antonio Luis Concepción Medina, in memoriam
Al igual que ocurre con los héroes de la tragedia clásica, la vida de José Eulogio Gárate Ormaechea también parece escrita de antemano, ya que algunos de sus episodios sólo pueden entenderse desde la creencia de que sobre ciertas personas (y, tal vez, sobre todos nosotros) gravita una suerte de influjo anómalo, extraño e innombrable que determina su suerte al margen de la voluntad propia.
Para empezar, la guerra (y el posterior exilio) impuso que el luego delantero centro viniese al mundo en un barrio de Buenos Aires (Sarandi, 20 de septiembre de 1944), durante una corta estadía de sus padres, que habían ido a visitar a unos parientes. Naturales de Éibar, los Gárate Ormaechea retornaron a Guipúzcoa al poco tiempo. Hijo del fabricante de las bicicletas GAC, José Eulogio le cogió aprecio a la pelota desde muy joven y simultaneó las clases de bachillerato y las aulas universitarias con su militancia en los juveniles del Éibar, primero, y en el Indautxu, después.
Allí lo descubrió Fernando Daucik, un eslovaco, cuñado de Kubala, que había llegado a España, junto a éste, en la década anterior, y que, entre otros clubes, había entrenado al Atlético de Madrid. Cuentan que Daucik dio el aviso a su antigua casa: "¿Os acordáis de cuando os recomendé a Miguelito Jones? Pues tengo uno aún mejor".
Gárate recaló en el Atlético de forma discreta, casi en silencio, en el verano de 1966 y, de inmediato, dejó impresionados a todos por su habilidad elegante, por su brillantez sin aspavientos ni efectismos, y, sobre todo, por su concepción austera del fútbol como espectáculo y por su talante de caballero gentil dentro de la jungla de la cancha.
"Siempre he procurado ganar por las buenas y he aceptado que fui delantero -explica-. Al defensa le toca destruir y al delantero, construir. A mí me tocaba meter el pie con cuidadito para ver si controlaba el balón. Al defensa, le da igual. Le basta con cortar. Yo he querido jugar y dejar jugar, y ganar por las buenas. Si me llevo un balón con la mano, pues bueno, picardía, pero si el contrario te gana, porque salta mejor que tú, porque se anticipa, porque es más rápido, pues uno lo acepta y le felicita. Pero no hay razón para el juego sucio. Cuando he dado patadas, que las he dado, no ha sido voluntariamente".
Desde su mismo debut, ante la Unión Deportiva Las Palmas, dejó la impronta de que, al recién inaugurado Vicente Calderón, había venido un jugador distinto, un tipo especial:
"Para empezar le hace gol a la Unión Deportiva y ni salta, ni gesticula, ni cambia el aire de su rostro; recibe el abrazo de sus compañeros y tranquilamente se va al centro del campo a seguir el juego. Los defensas, sin tarjeta protectora por entonces, le crujen a patadas. Jamás protesta, jamás se venga, jamás deja una suela justiciera -rememora José Antonio Martín Otín, "Petón", en El fútbol tiene música– […] Cogía el balón tendido hacia la banda izquierda, amagaba hacia dentro con la cintura y salía por el otro lado, imparable, elegante, definitivo. Suave en el área, de colocar, igual con la cabeza que con el pie, goleador por inteligencia".
Curiosamente, el único incidente que Gárate protagonizó durante su andadura profesional en las trincheras del fútbol, donde, como en la guerra, todo vale, se debió a un encontronazo con un compañero de equipo, el durísimo defensa central Jorge Griffa (Casilda, Argentina, 1935), hasta hace nada el extranjero que más veces (203) había vestido la camiseta rojiblanca, al ser superado por el también zaguero Luis Amaranto Perea.
"[Griffa] Era una persona que no admitía concesiones. O sea, un profesional que, aunque fuese en un entrenamiento, si le pasabas, o metías un gol o cualquier cosa, zas. O sea, el tío era a muerte -relata el tres veces consecutivas máximo goleador de la Liga Española en el libro Sentimiento atlético: cien años de sueños, alegrías y desencantos, de José Miguélez y Javier Matallanas-. Ahora tenemos una relación extraordinaria, pero los primeros momentos fueron duros. O sea, fueron muy duros, aunque aprendí mucho. Uno llega aquí con veinte años, veintiuno, estudiando, sin la idea de lo que es ser un profesional, sin la mentalidad de conceptos como sacrificio, lucha, equipo, ganar… El profesional está para ganar, para cumplir objetivos, para luchar a muerte. Y lo importante es el equipo. Y con esa mentalidad había muchos, pero eran Griffa y Luis los que más machacaban. Lo entendí, pero al cabo del tiempo. Al principio no".
Y es que Gárate no encajaba mucho en aquel fútbol de los sesenta, dominado por el derroche físico, muy poco generoso con la estética, y que en la fase final del Campeonato del Mundo disputada en Inglaterra, en 1966, alcanzó su máxima expresión. Además, en su caso, se daba la circunstancia añadida de que, por imposición paterna, desde su etapa de juvenil en el Éibar, el jugador hubo de alternar el deporte con los estudios, las sesiones de entrenamiento con la Escuela Técnica Superior de Ingenieros Industriales.
"No me entrené nunca y ése fue un fallo, un defecto mío importante… -reconoce- Cuando estaba en el Indautxu tampoco me entrenaba. Bueno, en Segunda División, un poco. Estaba en clase y a lo mejor disponía de una hora libre, media hora. Como el campo y la escuela de ingenieros estaban pegados, pues bajaba y me entrenaba. Pero iba yo solo, es decir que no… Luego, de profesional, eché de menos esa base física importante. Era muy débil".
Con estos precedentes no es de extrañar que, a su llegada a Madrid, para hacer su primera pretemporada, al joven ariete, acostumbrado a una exigencia tan paupérrima, le flaqueasen las piernas: "Fuimos a jugar a Oporto, en agosto, y yo viajé, pero me quedé en el banquillo. Entonces no había sustituciones, pero en los amistosos sí. Así que a falta de diez minutos para el final, con el Atlético ganando por 0-3, Otto Gloria me llama y me dice vas a salir. Y yo, entre que venía de no entrenarme y un estrés repentino, salí y no podía ni moverme. Y Griffa, "hijo puta, baja, hijo puta, sube, hijo puta, esto, hijo puta, lo otro". Y yo, esas palabras, pues "hijo puta lo serás tú". Y nada, llegamos al vestuario, y nos encontramos. Menos mal que se cruzó Calleja… Si no, me mata. Quizás tuviera él parte de razón: ellos llevaban jugando ochenta minutos y tú sales diez y no puedes andar, parece que te estás tocando los huevos".
En sus diez temporadas como profesional, José Eulogio Gárate contribuye con su talento y su juego de seda a la consecución de tres campeonatos de liga (si bien en el tercero apenas intervino, debido a la lesión que lo apartaría definitivamente de los terrenos de juego), dos Copas del Rey (sigue siendo inolvidable el cabezazo en plancha que, a pase de Salcedo, supuso, ante el Zaragoza, el título de 1976, primero que lleva la denominación del monarca) y la Copa Intercontinental de 1975, que los colchoneros le ganaron en un reñidísimo duelo, a doble partido, a Independiente de Avellaneda. Curiosamente, este trofeo, la joya más preciada en las vitrinas del club del Manzanares, fue obtenido por el Atlético debido a la renuncia del campeón de Europa, el Bayern de Munich, que se negó a viajar a Argentina, alegando problemas de calendario. Fue la justa reparación a la desgracia sufrida por el equipo en la final de Heysel, en la que el tanto agónico de Schwarzenbeck privó a los rojiblancos de la gloria definitiva. Gloria que el propio Gárate acarició con la punta de su bota.
"Era prácticamente el final, faltaban dos minutos para terminar el partido. Y me iba con el balón a la portería contraria, iba a chutar, una ocasión clara de gol, y me da un calambre en los gemelos. Y ahí me quedé, en el suelo tumbado, no podía ni moverme. Y entonces coge el balón el portero, Maier, y saca al medio campo… Y Heredia (es que joer, lo recuerdo tan bien, y eso que no lo he visto en la tele), intercepta el balón, y lo para y se lo pasa al lateral derecho, a Melo. Y el pase se le va un poco largo y sale de banda a la altura media del campo del Bayern. Sacan y le pasan a Schwarzenbeck, todavía en su medio campo. Y avanza hasta la mitad de nuestro campo y nuestro equipo recula, no le entra. Y tira a ver qué pasa, y le sale un pepinazo… Le sale un tiro tontísimo, desde treinta y tantos metros, al lado del palo y buah. Y ésa es la historia. Y yo, en el suelo, levantando la mitad del cuerpo para poder mirar. Y me quise morir. Claro, eso sí, si yo hubiese metido aquel gol…"
Dos años después de aquella aciaga noche de Bruselas, la vida le tenía tendida su peor trampa al Ingeniero del área. En Elche, recibe una patada en la rodilla que le produce una gran inflamación y las infiltraciones de cortisona que le aplicaron no hicieron sino alimentar la infección provocada por el hongo patógeno Monosporium apiospermum, que terminó por comerle el hueso con una voracidad cruel e insaciable.
El 1 de junio de 1977, el estadio Vicente Calderón (el mismo que ahora quieren malvender los gestores del club, para su enriquecimiento personal y el de sus herederos por varias generaciones), repleto hasta la bandera, vivió al mismo tiempo la celebración del octavo título liguero del Atlético y la amarga despedida del jugador más querido por sus aficionados ("Mi mujer no comprende cómo sigo teniendo una foto de Gárate en la mesa de mi despacho, junto a la suya", confiesa el periodista Juan Luis Cano, del dúo Gomaespuma), del héroe que acudió a su consagración como mito aferrado a las muletas y con los ojos llenos de lágrimas.
"Fue duro, fue muy duro; pero bueno, siempre aprendes a valorar las cosas. Joer, cinco meses allí, y cuando sales, aprendes en la vida. La vida es una experiencia. Y de los golpes fuertes, aunque es triste y duro, sacas conclusiones positivas. Yo aprendí a apreciar mi alrededor. La familia, los padres, la mujer, lo importante que son los que están a tu lado y que, a menudo, no lo sabemos aprovechar. De estar en un sitio pasas a estar en otro, y te das cuenta de que la vida es tu entorno, tus amigos. No sentí que la gente me diera la espalda. Pero sí aprendes a rebajar tu ego, a asimilar que la vida es pasajera. Que hoy puedes ser presidente de Telefónica y eres el hombre más importante de la Tierra y mañana te echan y no eres nadie. Y vendrá otro y te olvidarán. Y al fin tú eres la gente de tu alrededor", reflexiona el ex delantero centro, quien admite que la cicatriz de aquella herida le ha dejado un poso de eterna tristeza en el alma, aunque el cariño de la gente le sirve como poderoso (e inexplicable) lenitivo.
"Yo supero mi situación con reflexiones sencillas, tratando de convencerme de que son cosas que ocurren, de que la persona, y también el futbolista, estamos de paso, y resulta que no. Que me llega la gente, pero la gente joven, porque se lo habrá contado su abuelo, o su padre, y me habla como si me hubiera visto jugar. Chicos de quince, de veinte, de veintidós años. Y no es posible. El otro día, en Canarias, me vino un tío, con veintitrés años, y casi lloraba. Un forofo. Y son cosas que no las entiendes bien. Porque ni hay películas, ni vídeos, no hay nada. Y sólo por el boca a boca, porque sus padres o sus tíos le han contado, se emocionan. Y no es posible".
En mi caso, como en tantas otras cosas, fue mi tío Anelio la primera persona que me habló de Gárate, a quien evocaba con el respeto y la admiración con que se nombran los misterios que encierra toda religión. Aquella figura, de aureola mística, se convirtió para mí (y para mis hermanos) en una especie de verbo sagrado cuyo recuerdo invocábamos siempre que había ocasión. Incluso sobre el afilado y traicionero asfalto del callejón Cabrera Pinto, mientras una veintena de chiquillos correteábamos detrás de una pelota de plástico adquirida con dinero de todos en Casa Pancho, uno trataba de honrar al héroe caído en combate y celebraba los tantos con la serena impasibilidad del caballero número 9 de la Tabla Redonda.
Formábamos en aquel barrio una suerte de pandilla a cuyos miembros nos unía un fuerte sentimiento de fraternidad que se intensificaba alrededor del fútbol. Cualquiera que fuese nuestra edad o el color de nuestras preferencias balompédicas (el blanco inmaculado del Tenisca o el rojinegro cabaretero del Mensajero) compartíamos la misma pasión por el juego limpio y por la victoria, que nos era esquiva en la mayoría de las ocasiones en las que el equipo de nuestra calle cruzaba sus fuerzas con los pibes de otros barrios. Y cada vez que retornábamos al calor de nuestro común hogar, al aire libre, después de que nos hubiesen pegado el correspondiente felpote en la plaza de Santo Domingo, en el arenal del Muelle o en el descampado anexo al hotel San Miguel, tratábamos de consolarnos los unos a los otros, lamiéndonos las heridas con el consuelo de los flashes comprados en la dulcería Alaska, a la vez que escuchábamos las sabias palabras de Antonio "Futi-Futi", que siempre le quitaba hierro a las derrotas, echando mano a su asombroso sentido común.
Antonio, que también era conocido como "El Gordo", tenía una madurez impropia para su edad y mostraba toda la sensatez que había aprendido a costa de renunciar a una parte de su niñez, porque, cuando los demás disfrutábamos de nuestros ratos de ocio, él debía ayudar a sus padres en el bar La Sacristía, que durante años mantuvieron abierto en la trasera de la parroquia de El Salvador. Además, Antonio, que poseía una inteligencia natural con la que nos rebasaba varios cuerpos al resto del grupo, era monaguillo y formaba un cuarteto irrepetible de acólitos, junto a Domingo Cabrera, Toño Hernández y Francisco Jesús del Pino, de quienes tuve el honor de ser compañero de clase en el Sector Sur.
Rebasada la fatídica cifra de la cuarentena, a uno se le empiezan a morir los camaradas de la infancia y, por desgracia, Antonio Concepción (mi querido Antonio "Futi-Futi") no es el primero ni será el último. Sin darnos cuenta, los años se nos echan encima, dejamos atrás todo cuanto fuimos y tratamos de aferrarnos a lo mejor de nuestros recuerdos, con la clara consciencia de nuestra condición de efímeros supervivientes en un mundo hostil, demasiado sobrecargado de ira, miedo e incertidumbre, que necesita hoy más que nunca a ídolos de la estirpe de Gárate y a hombres bondadosos como Antonio Concepción Medina.