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El callejón
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¿Y ése quién es?

Habíamos entrado en la gasolinera a pagar el recambio de la bombona que, vacía, nos había acompañado con resignado silencio, en el interior del carrito de la compra, mientras paseábamos por la avenida de Anaga, rumbo al Dique del Este. El domingo amaneció soleado en Santa Cruz y eso se traduce en un aumento exponencial de los vehículos que circulan hacia Las Teresitas, así como de los ciclistas que se toman el carril habilitado en la acera como si se tratase del recorrido por los Campos Elíseos, en la etapa final del Tour. Había sido, por tanto, un plácido y apacible caminar a la sombra de laureles y flamboyanes y a la vera de los prismas que, en Valleseco, un artista anónimo, de dudoso gusto, atroz ortografía y mejores intenciones, de unos años a esta parte, ha decidido decorar con los bustos de insignes compositores, músicos y cantantes: de Joaquín Rodrigo a Sabina, pasando por Paco de Lucía y Camarón, e incluyendo a Alfredo Kraus o Pepe Benavente.

Ya en la tienda, al mismo tiempo que Chari abonaba el importe de la nube de butano a la amable dependienta, me entretuve en ojear las portadas de la prensa, costumbre que a uno le queda como un reflejo condicionado de sus tiempos, no tan lejanos, en los que se ganaba el pan con el sudor de las rotativas. Fue durante este apresurado recuento visual cuando lo vi: posaba sonriente (con sus incisivos menos superiores y botados hacia fuera que nunca, como agazapados bajo la encía de puro pudor), al lado de su flamante pareja; ella, con su rostro eternamente joven, de belleza exótica, de óvalo oriental, elegante, de rictus risueño y piel de almendra.

-¿Y ése quién es? -Me preguntó Chari, que sin sus gafas no atinaba a reconocer al acompañante de Isabel Preysler, en la portada de la revista ¡Hola!.

-Es Mario… -Contesté un tanto avergonzado.

-¿Mario? ¿Qué Mario? -Me inquirió con incredulidad.

-Vargas Llosa -le aclaré.

Y entonces, como por ensalmo, su enrojecida faz, debido al sol y a la caminata, se iluminó con un destello de lúcida decepción.

-¡Dios mío, pues sí que está envejecido…!

No pude evitar una carcajada, eso sí, un punto amarga.

“Sic transit gloria mundi”, pensé. Toda una vida entregada, sin descanso, a esculpir, palabra a palabra, una obra literaria digna de encomio, para terminar como personaje de papel couché, carne de chismorreo y periodismo barato, exhibido como vil mercancía, objeto de consumo para adictos de la pornografía sentimental, junto a paquetes de golosinas, cuadernos de sudokus y estuches de La Patrulla Canina.

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