En el tráfago de acontecimientos generados durante las últimas semanas, a partir de la crisis institucional en Cataluña, hemos asistido a un amplio y significativo repertorio de comportamientos humanos, irracionales la mayoría y plenamente conscientes los demás. Entre el vasto catálogo de conductas adoptadas por los políticos y dirigentes secesionistas ha destacado, sobre todo, la cobardía. Rasgo de oportuna lucidez en situaciones comprometedoras para la supervivencia o expresión indecorosa del miedo o de la falta de valor ante el peligro o el riesgo, la cobardía es tan consustancial a la condición humana como la valentía, si bien la primera se suele dar con muchísima más frecuencia en la realidad cotidiana que la segunda, lo que no quita para que, en un intencionado afán por maquillarla, la ausencia de coraje se justifique las más de las veces con la socorrida atenuante de la prudencia.
En el caso que nos ocupa, la comisión de graves delitos contra la legitimidad constitucional que los ciudadanos españoles decidieron otorgarse a sí mismos, una vez muerto y sepultado el general Francisco Franco, ha ido acompañada de gestos, recapitulaciones y huidas que revelan la absoluta ausencia no sólo de integridad moral sino del menor atisbo de pundonor. En concreto, la fuga del ex president Puigdemont a la patria chica de Tintín, tratando de usurpar el estatus de refugiado político y de emular, con irrisoria desfachatez, la carismática luminiscencia de figuras como Abd el-Krim, Juan Negrín, Ben Bella o Benigno Aquino, otorga al calificativo de cobarde unas connotaciones que desbordan el limitado contorno de su contenido semántico, para entrar de lleno en el ámbito de otro adjetivo, igual de despectivo aunque con matices diferentes. Nos estamos refiriendo al vocablo fistro, de género masculino, que la Real Academia incluyó como nueva entrada en su diccionario, en la edición de 2004: “Sinónimo de cobarde, este adjetivo calificativo enfatiza y agrava la bajeza moral y miseria intelectual de quien es descalificado con tal atributo” (al parecer, la redacción de esta definición corrió a cargo del mismísimo Antonio Mingote).
Este neologismo se debe a la aportación del eminente filólogo andaluz, Gregorio Salvador Sánchez Alvar (Barbate, 28 de mayo de 1932), sin duda, el mayor especialista en literatura nórdica medieval en lengua castellana. Don Gregorio, que actualmente disfruta de una más que merecida jubilación en su tierra natal, tras cinco décadas de entregada labor docente e investigadora, cursó estudios en la facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Sevilla, en los años cincuenta, y, gracias a unas becas concedidas a los mejores expedientes académicos de Andalucía, implantadas por su paisano José María Pemán, desde su alto puesto en el ministerio de Educación, se trasladó hasta Oslo, donde permaneció a lo largo de ocho años y donde se doctoró, con la calificación de sobresaliente cum laude, con una tesis doctoral sobre las evidentes concomitancias que se aprecian entre el Ynglingatal o Saga Ynglinga (poema épico de mitología nórdica, de principios del siglo XIII) y el Cantar del Mio Cid.
De entre los tres centenares de artículos y ensayos publicados por Sánchez Alvar, que regresó a España, en 1970, y se incorporó al cuerpo de catedráticos de Segunda Enseñanza, siendo su último destino el Instituto Manuel de Falla, de Cádiz, del que había salido como un adolescente bachiller décadas antes, en nuestro país alcanzó cierta relevancia su extenso trabajo de traducción e interpretación de la Balada del cobarde pecador (Ballad av den fÿstrohm forraeden), poema épico, de autoría anónima, que relata las andanzas del rey vikingo Ingjald, del siglo VII, célebre por sus fechorías y su pésimo carácter, quien de niño sufrió la burla y el escarnio a causa de su endeblez y sus múltiples temores infantiles (cuenta la leyenda que, para escarmentarlo y hacer de él un hombre, su hermanastro, Oriold, le dio a comer el corazón crudo de un lobo). La presencia en este texto medieval del término fÿstrohm, palabra que en noruego antiguo se empleaba para designar a alguien que se amedrenta con facilidad frente a las dificultades, llevó al profesor Sánchez Alvar a utilizar su equivalente en español, es decir, cobarde; sin embargo, cansado de recurrir a sinónimos de un adjetivo que se repetía hasta setenta y siete veces en el original, el catedrático gaditano optó por acuñar un préstamo léxico, fistro, que con las debidas adaptaciones pasó a formar parte del campo semántico de cobardía.
La progresiva incorporación de dicho neologismo al lenguaje cotidiano se debió, en buena medida, a que Gregorio Salvador Sánchez, lejos de seguir el arquetipo de profesor universitario, aislado del mundanal ruido y encerrado en la autocomplaciente tranquilidad de la biblioteca, ha sido siempre una persona extrovertida, jovial en el trato y muy vinculado a las costumbres y tradiciones de su pueblo, al que ha permanecido vinculado durante toda su vida. De orígenes muy humildes, Sánchez Alvar siempre ha tenido a gala ser hijo de un pescador y de una costurera, que se costeó los estudios con ayudas y becas, y es una personalidad muy querida y respetada en Barbate, no sólo por pasar allí largas temporadas, sino también por su generosidad, materializada en donaciones y obras de caridad. Devoto desde muy joven de la Virgen del Carmen, Alcaldesa Perpetua de la localidad, Sánchez ha cultivado la lírica sacra y, en la cuna que un día lo vio nacer, han alcanzado gran popularidad sus coplas, oraciones, saetas y sonetos, convertidos algunos de ellos en auténticos himnos durante la celebración de las fiestas en honor de la Patrona, como su célebre Por la gloria de María madre. También, en ocasión de la Semana Santa, suele representarse su pieza sacramental, Adiós, Lucas, en recuerdo y homenaje del único evangelista que no fue apóstol de Jesús.
No obstante, la relevancia pública de este investigador discreto y contrario a los reconocimientos (rechazó la propuesta de ser candidato a ocupar una silla en la Real Academia en las dos ocasiones que se la ofrecieron), habría sido insignificante de no haber trabado amistad desde su estancia en la capital noruega con el humorista malagueño recientemente fallecido, Gregorio Esteban Sánchez Fernández, más conocido como Chiquito de La Calzada, cuando éste visitó Oslo en una gira llevada a cabo por la compañía de flamenco de la que el cantaor formaba parte. Años después, en una de las muchas vacaciones estivales que su tocayo, el filólogo, solía pasar en Barbate, ambos personajes volvieron a coincidir y, desde entonces, era frecuente que los dos matrimonios (que no tuvieron descendencia) compartieran mesa y mantel, alguna que otra jarana y numerosas horas de feliz convivencia. Fue en el transcurso de estos lúdicos encuentros en los que Gregorio Esteban, el luego tardío y legendario cuentachistes, se familiarizó con determinadas expresiones noruegas y suecas que su amigo, Gregorio Salvador, le iba explicando con ánimo jocoso y que el primero adoptó y adaptó a su peculiar jerigonza. De esta grata y dichosa relación de regocijada amistad, salieron los simpatiquísimos palabros, las desternillantes muletillas, con las que Chiquito de La Calzada pasaría a la posteridad: aguán, apeich, candemor, grijander, ¡jarl! y, por supuesto, fistro.