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El callejón
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Mami, ¿qué será lo que quiere el negro?

Esta canción constituye sin duda uno de los mayores éxitos en la carrera de la cantante cubana Celia Cruz, fallecida hace casi una década. Que ustedes la disfruten con mucho ritmo y ¡azuuuúcar!.

Perdí de vista la tranquilizadora geografía de mi madre durante apenas unos minutos. Instantes tan aterradores no volveré pasar en la vida, siempre que no tenga que aguardar los resultados de una biopsia, en la consulta del facultativo de turno. Desde la lógica siempre quebradiza de los niños, aquella corta ausencia terminó convirtiéndose en toda una eternidad para los cinco o seis años con los que contaba aquel sábado de Carnaval de 197…

Por supuesto que lo peor no fue la momentánea pérdida de la protección materna, sino aquel vertiginoso aquelarre de rostros anónimos y de máscaras siniestras que, como las fantasmagóricas sombras de árboles en los parajes nocturnos de los cuentos infantiles, me rodeaban subiendo y bajando las escaleras de la sede del Club Náutico en la calle Real. Recuerdo que la angustia me subía por las pantorrillas, envuelta en un rebotallo de voces y risas confusas, infernales, mientras las mariposas del miedo me hacían cosquillas en el vientre, amenazando con humedecer de un momento a otro los pantalones de mi disfraz de payés.

Poco faltó para que rompiera a llorar con ese quejido desamparado e inconsolable de los niños perdidos, pero el regreso de mi progenitora cortó de raíz semejante zozobra. Ni el perro de Ulises se puso tan contento como la satisfacción que exhalaron, en ese preciso instante, mis pueriles pulmones.

Luego, con el paso de los años, ese primer recuerdo infortunado, esa incómoda evocación, siguió incrustada en las profundidades de mi inconsciente y, a partir de entonces, los carnavales para mí no dejaron de ser más que un incordio emparentado con cierta forma de malestar, de desagrado y de recelo supersticioso ante la gente: gente que se arremolina, que se junta y se separa, que pierde el tino y que cae presa de un frenesí absurdo. Luego, ya de adulto, identifico esa locura desatada con la desesperación con la que cualquier hijo de vecino se aferra a la vida, eludiendo la muerte.

Ni siquiera el cambio de residencia influyó lo más mínimo en mi valoración personal de estas fiestas. Aún viviendo en Santa Cruz de Tenerife, éstas continuaron teniendo escasa repercusión en mi estado de ánimo durante esos sempiternos días de febrero. Sin embargo, me había criado en un carnaval parrandero, de carácter doméstico, casi familiar, que, hasta la reciente explosión (y sobreexplotación) de Los Indianos, conservó durante décadas el blanco tono intimista e ingenuo de las antiguas Fiestas de Invierno. Es decir, la celebración y el jolgorio se materializaban en grupos entusiastas de amigos que recorrían bares y rincones al ritmo de sones, isas y coplas, empolvadas de farolas del mar, de viajes exóticos a La Gomera o de la búsqueda de quimeras perdidas en La Habana.

Aparte de otras muchísimas cosas, vivir en Santa Cruz de Tenerife supone que, al menos una vez al año, todo quede como en suspenso, que la realidad se desdoble en numerosos pliegues y que, arrinconados por unas pocas horas los límites impuestos por la rutina del tiempo, del espacio y del trabajo, gran parte de la humanidad que nos rodea cada día se entregue a una frenética huida hacia la noche, en una travesía en la que ni todos los gatos son pardos, ni todas las reglas se infringen ni todos los tabúes se rompen. Alguien podría pensar que, en medio de un escenario como ése, tan propicio para que uno se confunda en el anonimato de la masa, se me abría la posibilidad de conjurar y superar para siempre mi trauma infantil. No obstante, pese a la oportunidad que se me brindaba, pese a los millones de presupuesto, a las polvaredas semi-bíblicas que despiertan los insulsos e interminables debates sobre sus carteles anunciadores, pese a las purgaciones murgueras, a la Mamá Grande Celia Cruz y sus míticas exequias orquestales, pese a los faraónicos decorados émulos del mejor cartón-piedra made in Cecil B. DeMille, pese a todo eso y mucho más de lo que uno pueda imaginar y que esta macrofiesta, hipertrofiada por el turismo y por ATI, ofrece a quienes quieran tomar parte de ella, aquella remembranza fatal, aquel incidente freudiano grabado a fuego en mis neuronas, me disuadió durante años de participar en esta inquietante orgía perpetua de cinco noches sonámbulas.

Hasta que entré en la Universidad, el Carnaval chicharrero, que posee un profundo y arcano arraigo popular, que el obispo Domingo Pérez Cáceres supo entender y el ex alcalde Manuel Hermoso Rojas rentabilizar en provecho propio y de su minúsculo partido de andar por casa, no despertó en mí mayor interés que los últimos éxitos cosechados en el terreno deportivo por el futbolista Raúl González, en su asilo dorado de Alemania.

Fueron necesarios veinte días de claustrofóbico estudio, dedicados a un primer parcial de Historia del Derecho, para que, hace veintidós años, saboreara por vez primera el dulce encanto de esta fiesta burguesa, cortesana por antonomasia, pero en la que, como en un cóctel servido en un kiosco de la calle San José, participan todas, absolutamente todas las castas, y se aceptan todas las mezclas. Bastó con que pasara de la máxima tensión del examen a la apacible tranquilidad post-evaluadora para que mis instintos más ancestrales fuesen liberados y los amargos recuerdos infantiles fuesen reemplazados por los deseos irreprimibles de cogerme ese gran pedo iniciático que marca el tránsito de la adolescencia a la madurez.

Sin percances dignos de mención ni resacas al borde del abismo, aquella primera incursión en el paquidérmico hormiguero de la plaza de España resultó una agradable catarsis a la que se llega disfrazado de machango y con un par de rones de garrafón.

Ahora, unos cuantos Carnavales después, vivo estas fiestas, que tienen algo de creencia primitiva y de supersticiosa ferocidad, desde la templanza que me dan las canas, la sabiduría que me proporciona la experiencia y el miedo que sigo teniendo a quedarme solo en medio de la multitud.

¡Mamaaá!

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