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El callejón
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Por un bistec

Con una marcada influencia del dibujante y guionista Frank Miller, el sevillano Pablo Oliveira estrenó hace ahora tres años esta excelente adaptación cinematográfica del relato de Jack London, “Por un bistec”, bajo el título de “Un buen bistec”.

En memoria de Denis Sanjuán Concepción, a quien prefiero recordar con su sonrisa traviesa de niño grande, compartiendo con nosotros los domingos felices de la infancia, en la finca de El Llanito, de su abuelo Pancho Gibrán

En el mejor cuento que tal vez se haya escrito nunca sobre boxeo, Jack London nos relata con la precisión y agilidad de un buen peso medio la desdichada peripecia de Tom King, un púgil fajador y en horas bajas, sin un céntimo en el bolsillo, que es derrotado por un rival más joven (en quien King ve una réplica de sí mismo, con unos años menos), al acudir al combate con el estómago vacío, ya que no tiene dinero ni para comprarse un bistec.

"Se sentía débil y agotado, y el dolor que le causaban los nudillos le decía que, incluso si podía encontrar un trabajo, tardaría al menos una semana en poder empuñar un pico o una pala. Las palpitaciones del hambre en el estómago le provocaban náuseas. Estaba exhausto y a sus ojos acudió una humedad inusitada -escribe London-. Se cubrió el rostro con las manos y, mientras lloraba, recordó aquella noche lejana en que había noqueado a Stowsher Bill. ¡Pobre Stowsher Bill! Ahora comprendía por qué después de la pelea había llorado en el vestuario".

Un filete. Ésa es la insalvable distancia que separa la gloria del fracaso en esta ficción. La misma con la que el Tribunal de Arbitraje Deportivo ha resuelto partir en dos la carrera profesional de Alberto Contador. Los jueces, que reconocen que son incapaces de demostrar que el corredor se dopó, esgrimen como prueba definitiva para su dictamen condenatorio la aparición de cincuenta picogramos de clembuterol (un picogramo es la billonésima parte de un gramo) en el análisis de sangre realizado al ciclista el 21 de julio de 2010, durante la segunda jornada de descanso del Tour de Francia. De nada ha servido que, en el último año y medio, Contador haya defendido su inocencia alegando que la sustancia detectada fue ingerida involuntariamente, después de consumir sendos bistecs contaminados, en la cena del 20 de julio y en el almuerzo del día siguiente (fecha en la que se le realizó el polémico control).

Despojado de sus últimos títulos, obtenidos de buena ley con el sudor de su frente, sobre la piel oscura e inmisericorde de la carretera, el campeón español ha sido tratado como un delincuente y se le ha impuesto la sanción más severa. Acaba de anunciar que no abandona, que no tira la toalla. El aplomo y la serenidad que este formidable atleta ha mostrado ante los periodistas que lo acribillaban a preguntas y flashes, como si se tratase de un pelotón de ejecución (si bien es verdad que, en un par de ocasiones, se escucharon sonoros y sinceros aplausos), no suelen ser habituales en alguien que se sabe culpable.

Mucho me temo que el único delito en el que acaso haya incurrido este hombre admirable, dentro de un oficio brutal e ingrato, donde todos los profesionales merecen respeto y son dignos de la más alta consideración, ha sido el haber nacido en este país, cuyo peso específico en el escenario internacional (o sea, ninguno) es bastante inferior al de cualquier bisté de cochino de los que despachan Chano Yanes y sus muchachos en el Chipi-Chipi.

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