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El callejón
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La vida sexual de las palabras

Beethoven estrena esta pieza ya muy mayor. Se siente viejo, solo y amargado. La sordera le aisla del mundo y, muchos años después, en Osaka, un coro de diez mil voces de hombres y mujeres le recuerdan que su música es un grito de esperanza.

La obsesión por el kilopesaje y la línea de flotación nos ha llevado a admitir, cual revelación divina, proclamada aquí y acullá por nutricionistas, endocrinólogos, dietistas, cocineros y Torreiglesias varios, la obviedad tan de andar por casa de que "somos lo que comemos".

            Esto es tan de Perogrullo que se cae por su propio peso (nunca mejor dicho). Por supuesto que somos lo que comemos, de igual manera que somos lo que bebemos, lo que amamos, lo que aborrecemos, lo que escuchamos, lo que leemos, lo que escribimos, lo que orinamos e incluso excretamos. Y, desde luego, también somos lo que hablamos. Aún más, si reformulásemos el principio químico que reza que el sesenta y cinco por ciento de nuestro cuerpo está compuesto por una combinación de dos átomos de hidrógeno y uno de oxígeno, aceptaríamos de buen grado que el resto del organismo humano es una, más o menos, confusa concentración de palabras. Estamos hechos de lenguaje, a imagen y semejanza (¿) del operario principal de un orden superior que, tal vez, un buen (o mal) día apretó la tecla equivocada.

            En su infinita imperfección, el homo sapiens, ya sea hombre o mujer, mantiene desde su más tierna infancia una actitud claramente sexista ante la vida, Manola, la vida. De hecho, el sexo nos condiciona hasta el punto de que, sin él, no estaríamos aquí ni usted, ni yo, estimado lector o estimada lectora (prescindamos por una vez del uso del genérico del masculino, para que no nos acusen de defender aquello que tratamos precisamente de denunciar); si bien, en todas las civilizaciones y en todos los grupos humanos a los que éstos pertenezcan, las relaciones interpersonales, entre individuos e individuas, se han visto condicionadas por la ley del más fuerte, que ha antepuesto el patriarcado a cualquier otra forma de convivencia.

            El machismo, bajo sus múltiples máscaras, rige nuestros pasos como una invisible maraña de prejuicios que impide la evolución de esta especie. Tras miles de años de sumisión y esclavitud, hoy la mujer dispone, felizmente, de prerrogativas y derechos que eran impensables para sus abuelas. Su rendimiento académico y su competencia profesional están fuera de toda duda y la presencia femenina en puestos de responsabilidad al frente de las empresas o instituciones de mayor prestigio corroboran que la igualdad entre ambos sexos ya no es ninguna "utopia", que diría Homer Simpson, salvo que vivamos en un régimen islámico; es decir, en la Edad Media.

            Sin embargo, tal y como reconoce el académico Ignacio Bosque, en su informe Sexismo lingüístico y visibilidad de la mujer, todavía existe "la discriminación hacia la mujer", por lo que se hace necesario "extender la igualdad social de hombres y mujeres" y "lograr que la presencia de la mujer en la sociedad sea más visible".

            No obstante, la elaboración de dicho informe, aprobado por todos los miembros de la Real Academia Española, presentes en la sesión plenaria del pasado 1 de marzo, no fue motivada con el fin de erradicar del lenguaje cotidiano expresiones tan desafortunadas como vejatorias (caso del aumentativo "coñazo", que siempre se emplea con intención despreciativa), sino con el propósito de desaprobar las directrices sobre lenguaje no sexista contenidas en nueve guías publicadas por varias comunidades autónomas, sindicatos y universidades, al entender que, en tales documentos, en su afán por desautorizar el empleo del genérico del masculino para designar a los dos sexos (recomendando, por ejemplo, "la ciudadanía" en lugar de "los ciudadanos" o "personas sin trabajo" en vez de "parados"), se suele llegar a una "conclusión injustificada que muchos hispanohablantes consideramos insostenible".

            "Suponer que el léxico, la morfología y la sintaxis de nuestra lengua han de hacer explícita sistemáticamente la relación entre género [gramatical] y sexo [biológico], de forma que serán automáticamente sexistas las manifestaciones verbales que no sigan tal directriz, […] significaría, simple y llanamente, que en la práctica, si se aplicaran las medidas propuestas, no se podría hablar, porque se conculcan aspectos gramaticales o léxicos firmemente asentados en nuestro sistema lingüístico", viene a decir Ignacio Bosque, para quien es del todo punto "loable" pretender "contribuir a la emancipación de la mujer y a que alcance su igualdad con el hombre en todos los ámbitos del mundo profesional y laboral", aunque matiza que lo que carece por completo de sentido es "forzar las estructuras lingüísticas para que constituyan un espejo de la realidad" o "impulsar políticas normativas que separen el lenguaje oficial del real".

            Lo que nos conduce, como en la espinosa cuestión del sexo de los ángeles, a un callejón sin salida, dado que la naturaleza de las palabras es el resultado de los miles de años de nuestro lento deambular por la superficie del planeta y está estrechamente ligada a nuestros impulsos más íntimos, a la grandeza insólita de nuestro intelecto y a la miseria moral de nuestras muchísimas limitaciones. Pretender invertir este proceso y que, de la noche a la mañana, todos hablemos no sólo con decoro sino también con corrección política es, como ha quedado demostrado en este informe de la Academia, un esfuerzo absurdo, abocado al fracaso, porque, a fin de cuentas, el lenguaje dejará de ser machista cuando la propia sociedad, que, no olvidemos, la forman hombres (unos machistas, otros leninistas y unos pocos falangistas, que también los hay) y mujeres (machistas, feministas o todo lo contrario), deje de serlo.

            ¿Y usted, querido lector o querida lectora, qué opina?

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