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El callejón
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Relación de seres imprescindibles

A Digna, nuestra directora, con todo el cariño del mundo

“Cuando se recrea en un escenario deslumbrante e irrepetible, la idealización de la infancia propia no encuentra límites, ni en el plano horizontal del ensueño ni en el vertical de la memoria. Quizás por eso, en su madurez papá decidió que, pasara lo que pasase allá o aquí, ya nunca retornaría a Cuba, ni siquiera como turista. No quería alterar la cosmópolis de fábula donde se crió, La Habana pinturera con todos los atributos del burbujeante siglo de la electricidad y el béisbol. A salvo de los perjuicios que pudiera acarrearle la realidad evolucionada (¿revolucionaria?, ¿involucionada?) del presente, dando vueltas sobre sí misma igual que un tíovivo, removiendo en la misma nostalgia redentora todo lo que le concernía”

Abuela Lola y papá, de Historia ilustrada del mundo, Anelio Rodríguez Concepción

Por esos azares que sólo el destino atisba a comprender, el jueves 7 de diciembre, a punto de cumplirse veintiséis años de la muerte de mi abuelo Anelio, bien pertrechados contra el feroz invierno mesetario, Chari y yo nos adentramos, expectantes y sobrecogidos, en el simulador de infierno espeluznante que es la exposición “Auschwitz. No hace mucho. No muy lejos”, que el Centro de Arte Canal (metro Plaza Castilla) acoge entre sus espaciosas instalaciones hasta el próximo 31 de mayo, en la primera escala de una muestra itinerante que luego visitará las principales capitales del mundo.

Después de recorrer una interminable sucesión de salas, de contemplar multitud de fotografías, de ojear decenas de cartas, recibos y memorándums amarillentos, y de descubrir, con la punzada dolorosa del escalofrío, la relevancia trágica de objetos que trascienden la simple cotidianidad para alcanzar la rabia sorda, inequívoca, de elementos probatorios de los más atroces crímenes perpetrados por la humanidad contra sí misma (como el zapato de niño, diminuto, casi de muñeco, superviviente del horno crematorio que incineró el pie de su propietario), uno acaba un poco atolondrado, consumido por un instinto primario que tiene algo de furia incontenible y también de profunda desolación, que te repele y te indigna a partes iguales, que te revuelve, te remueve las tripas y te pellizca el alma con las garras afiladas de la total devastación.

De vuelta a la fría hospitalidad del Paseo de La Castellana, mientras te alejas de la réplica de vagón de ganado empleada para transportar a un millón de desdichados hasta su estación final, dejas atrás la descorazonadora certeza de que no somos más que una especie anómala, forastera en esta tierra que venimos roturando desde la antigüedad remota, y condenada a devorarse a sí misma sin que nada ni nadie pretendan evitarlo. En su firme, muy razonado y demencial propósito de deshumanizar a los judíos, los nazis incurrieron en numerosas analogías aunque ninguna resulta tan definitoria de la propia naturaleza humana como aquella película de propaganda que identificaba a la comunidad semita con las ratas. No andaban desencaminados los condiscípulos de Goebbles: más que desagradables parásitos, dichos roedores son nuestros más íntimos semejantes. Muchísimos más parecidos a nosotros, también mamíferos, que nuestros antepasados, los simios, a los que deberíamos dejar en paz, ya que, acaso en un alarde de suprema sabiduría, renunciaron a proseguir el tan manido proceso evolutivo quizá porque presintieron el absoluto abismo de horror y de locura que se esconde tras la adquisición de la propia consciencia.

Después de esta visita a las catacumbas de la condición humana, el espectador con un mínimo de escrúpulos no sale indemne: cualesquiera que sean sus mecanismos de autodefensa emocional ante la contemplación espantada del más terrible de los espantos, el individuo, que regresa aliviado al confort de su realidad rutinaria, sabe que esa misma realidad es una coyuntura frágil y vulnerable y que las circunstancias pueden hacer que el orden, roto en un millón de pedazos, se subvierta hasta devenir, en un abrir y cerrar de ojos, en hostilidad, miedo y destrucción.

En mi caso, la lectura de Historia ilustrada del mundo (Pre-Textos, 2017), de Anelio Rodríguez Concepción, al margen de la cándida y cálida familiaridad que me une a la mayoría de los seres humanos retratados en estas semblanzas, me ha rescatado del cinismo inevitable en el que es fácil caer, al asumir las abominaciones cometidas por nuestra estirpe, la más despreciable de las especies.

En su indudable modestia, este álbum de retratos primorosamente escritos, con pinceladas cortas, breves, precisas, que remedan la dificilísima técnica de los maestros impresionistas, que hacen del paisaje una proyección luminosa, sugerente y colorista de sí mismos, reconforta y gratifica, complace y enternece, conmueve y emociona y, en última instancia, nos reconcilia con la humanidad misma, con su mejor versión, con aquella que no renuncia a la esperanza de que la vida, Manola, la vida, es la única verdad por la que merece la pena morir.

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