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El callejón
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El lobo estepario

El escritor y periodista, Luis Alemany Colomé (Barcelona, 1944), es autor de una no muy extensa pero sí interesante obra literaria que sido galardonada con el Premio Canarias [foto de archivo de "Diario de Avisos"].

En mi particular relación de amor-odio con el periodismo, que se remonta tan atrás en el tiempo que tendría que hablar del colegio y de sueños infantiles nunca cumplidos, la figura del escritor Luis Alemany aparece, desaparece y reaparece con una frecuencia que ahora, que ando metido en la incómoda y -si se me permite- angustiosa tesitura de estudiarle, no deja de sorprenderme. Porque si de una cosa estoy absolutamente seguro es que la decisión que tomé hace ya varios años de embarcarme en la aventura de una tesis no la habría tomado de no haber conocido a Luis Alemany.

¿Quiere esto decir que nuestros destinos estaban abocados a cruzarse de antemano? No lo creo. Aunque, en este caso, entre nosotros sí que podría darse lo que él mismo, en relación con los libros, me dijo en la segunda de las entrevistas que le hice para un periódico: "A veces ellos te escriben a ti". Y es que, en cierta forma, siento que él me ha escogido a mí. O, para ser exactos, su obra me ha elegido a mí.

Antes siquiera de leer una palabra salida de su puño y letra, yo ya conocía a Luis Alemany. Al menos, en el sentido latino de "reconocimiento" (cognoscere); es decir, de percibir un objeto como distinto de todo lo que no es él. Identificaba a este hombre entre los demás asiduos paseantes de la Rambla gracias a mi padre, que en una ocasión me advirtió con discreción: "¿Ves? Ése señor de ahí, que está en el mostrador con la niña del helado, es un escritor". Y mi padre me dijo su nombre y yo me olvidé de él con facilidad, porque siempre he tenido muy mala memoria para los apellidos, pero nunca olvidé que aquel señor, el de la barra de la heladería Marpi, era escritor. Y recordé ese detalle (que se trataba de un escritor) porque siempre me gustó escribir y pensaba que algún día me ganaría la vida con la literatura.

Pasado el tiempo, acabé mis estudios de Bachillerato y entré en la Universidad. Quería hacer periodismo y, dadas las circunstancias (un padre marino y dos hermanos más pequeños), opté por quedarme en la Isla y simultanear Ciencias de la Información con Derecho. Pero no se puede servir a dos amos a la vez o, lo que es lo mismo, poner una vela a San Antonio y otra al Demonio y, al final, terminé partiéndome en dos, como cualquier soga, porque nuestra carne es débil y a poco que nos descuidemos nos rompemos por dentro. En mi caso fueron unos cuantos pedazos.

Sumido en un triste callejón sin salida, perdido en un dilema de difícil resolución, una tarde encontré en la biblioteca de mi tía Calo una novela escrita por aquel tipo que acompañaba a su hija a comer un helado.

"Lo recuerdo andando por la Rambla, con el pelo echado hacia atrás, vestido con tonos oscuros y siempre llevando una carpeta", así veía mi padre a Luis Alemany en los años sesenta, cuando éste estaba inmerso en la vida que luego llevaría al papel en Los puercos de Circe, en opinión del profesor Rafael Fernández Hernández, "la mejor novela publicada en Canarias en los últimos treinta y cinco años".

Confieso que la lectura de este libro me ayudó a mitigar los espectros de mi propio fracaso, tal vez porque a través de la obra percibía el éxtasis y la decadencia de una generación anterior, la de aquellos jóvenes airados que se habían creído un poco dioses de sí mismos (por utilizar la terminología del coetáneo Armas Marcelo) para, a renglón seguido, caer del caballo y aceptar resignados su rol de meros tristes tigres de papel. En resumidas cuentas, la novela me gustó aunque, como en otras criaturas de similar pelaje rayuelesco, en ella se alternaran pasajes magníficos con otros que el autor se pudo perfectamente haber ahorrado.

Empecé a profesar mi condición de lector asiduo de Luis Alemany a raíz de su ingreso como colaborador en el Diario de Avisos, con una columna diaria, en su última página, a partir del 8 de noviembre de 1991. Un año después, en enero de 1993, empecé a trabajar como redactor de plantilla de dicho periódico; por lo que, además de lector, pasé a ser observador silencioso del habitual deambular de Alemany por aquella oficina que un amigo y compañero de profesión aún hoy describe, con brutal causticidad, como una "ratonera".

A continuación, paso a reproducir la impresión que causaba en mí el personaje con quien entonces apenas cruzaba palabra:

A las diez de la noche la redacción es una oficina repleta de escritorios vacíos en donde ya sólo suena el silencio. Un silencio sin ventanas, con una fluorescencia insomne que cuelga del techo. Este mutismo es apenas roto por el repiqueteo constante de unos pocos teclados aún encendidos.

A las diez de la noche, en la redacción, unos cuantos periodistas rezagados dan el último retoque a sus crónicas.

Es entonces cuando puedes escuchar con claridad sus pasos, yendo de una esquina a otra de la sala, pensando, meditando. Casi lo sientes mascar las palabras que más tarde habrán de romper la feroz incertidumbre de la columna en blanco. Mientras las ideas llegan, tararea sin pudor los primeros acordes de "La Internacional".

Siete años y cuatro libros después, Luis Alemany atraviesa los pasillos del Mencey con dirección a la cafetería. Acabo de plantearle una pregunta y me ha prometido la respuesta a su regreso.

"Si no sabes en qué se diferencia el periodismo de la literatura es que no tienes ni idea de lo que te traes entre manos -me dice nada más sentarse, en otra muestra de su particular sentido del humor. Esa mezcla de chanza e ironía que le singulariza como persona y que impregna todo cuanto escribe: ya sean artículos, cuentos, teatro o ensayo-. Por supuesto que el periodismo es literatura. Sin ir más lejos, la columna de opinión no es más que un diario plural que hace el columnista, una forma subjetiva de expresión. Otra cosa diferente es el periodismo entendido sólo como información. Ahora bien, la literatura periodística, objetiva o no, puede ser tan brillante o tan siniestra como una novela, un soneto o una obra de teatro".

Lamentablemente, no tardé mucho en perderle de vista. El 31 de diciembre de 1993 la gerencia del decano de la prensa canaria decidió que las ciento setenta y cinco mil pesetas que Alemany cobraba al mes como articulista, seis días a la semana, once meses al año, eran un lujo para las atribuladas arcas de CANAVISA, S.A. y prescindieron de sus servicios.

Dos años después, en medio de otra de mis crisis personales que no parecían acabar nunca, fui yo quien prescindí de los servicios de Diario de Avisos y me marché del periódico para no renunciar al periodismo de una vez por todas, tras palpar de cerca sus más que penosas miserias y sus escasas aunque qué gratificantes grandezas.

Hablamos de 1995 y, por esas fechas, vuelvo a reencontrarme con el Alemany escritor. La revista literaria La fábrica le publica un libro de relatos cortos titulado Beneficio de inventario, deliciosa colección de once miniaturas ficticias que, a remedo cómico de los Momentos estelares de la Humanidad, de Stefan Zweig, ofrecen una atinada mezcla de ironía e imaginación, con la que el autor da la mejor versión de sí mismo.

A estas alturas, no es de extrañar que, en 1997, cuando ya nos habíamos conocido formalmente, a través del director de La fábrica, el profesor y escritor palmero Anelio Rodríguez Concepción, quien ofició de presentador en la barra de la cervecería Metro ("Encantado, don Luis. He de ser uno de los pocos lectores que leyó completa su novela Los puercos de Circe", dije), escogiese a Alemany como personaje para una entrevista que habría de publicar en el mensuario El Lagunero, periódico un tanto guerrillero y panfletario que se distribuía exclusivamente en el término municipal de la ciudad de los Adelantados y alrededores.

Nuestra primera entrevista puede calificarse de un éxito por partida doble. De un lado, porque él, según me confesó tiempo después, cuando los dos habíamos encontrado ese punto de confianza mutua en el que yo dejé de tratarlo de usted, quedó muy satisfecho con el resultado. Y, por otra parte, porque, en el curso del proceso de documentación que acompañó a la redacción del texto, tuve la oportunidad de leer (y de descubrir) otros trabajos literarios suyos: los ensayos Una aproximación a la moderna literatura hispanoamericana y El teatro en Canarias. Notas para una historia; su Guía secreta de Canarias y, sobre todo, su primer libro de cuentos, Oscura relación, algunos de cuyos relatos (El indulto, La noticia), por su férrea construcción y su fuerza apabullante se encuentran entre los mejores que se hayan escrito en lengua española en la segunda mitad del siglo veinte.

A estas alturas, Luis Alemany Colomé no necesita el incensario. Su obra casi se presenta sola. Son más de treinta años con la literatura a cuestas o a cuenta de la literatura. Profesor, investigador, columnista, narrador… distintas formas de nombrarlo, de acercarse, de referirnos al único oficio que se le conoce: fabulador. En realidad (uno piensa que) es lo único que él ha querido ser en esta vida; ya sea durante sus clases del Siglo de Oro, en sus relatos cortos, en un artículo sobre teatro contemporáneo o tras la barra de cualquier bar. Alemany siempre está (te está) contando historias, propias o ajenas. Es un escritor de los de antes, de antes de la televisión y el móvil. Y esa especie aquí, al sur del sur, como dice su amigo Armas Marcelo, se halla en peligro de extinción.

Tras esta entradilla, el cuerpo de la entrevista arrancaba con tres párrafos con los que pretendía familiarizar al presunto lector con el personaje, ubicando a éste en medio de uno de sus escenarios favoritos:

Por cierto, Luis Alemany no tiene teléfono de bolsillo. Ni falta que le hace. Los amigos siempre saben dónde encontrarle. Por tanto, los periodistas sólo tienen que preguntar a sus amigos para dar con él y darle la lata.

La terraza del Mencey es un sitio estupendo para las entrevistas. Los asientos son amplios y confortables. Apenas se escucha nada. Parece como si nos hubiésemos teletransportado a otro lugar y a otra época. El tiempo se tonifica en los jardines del Mencey. Los minutos pasan sin que nos demos cuenta.

El fotógrafo tira un carrete. Congela al entrevistado cada vez que relampaguea su flash. Luego guarda la cámara y se queda escuchando. El entrevistador deja al poco de tomar notas. Él también escucha. Los dos le escuchamos atentos, sin perder detalle.

Escuchar. Fue lo que hice en aquella primera conversación con él y lo que he venido haciendo después las múltiples ocasiones en que nos hemos reencontrado al calor de una copa y unos aperitivos.

"Uno escribe para explicarse a sí mismo y, en cierto modo, para ser una especie de vehículo que explique tu entorno inmediato y universal. El escritor es un manipulador de la realidad. La transforma, la anula, la deforma. Se explica a sí mismo a través de la realidad o explica la realidad a través de sí mismo", me confesó en nuestro primer encuentro. Un primer encuentro que, puertas afuera, giró mucho alrededor de la creación literaria, a tenor del texto final, que me exigió un notable esfuerzo de síntesis.

"Lo fundamental es la preocupación estilística y la especulación fabuladora, la creación de un mundo ficticio. Todo eso está ya en el Quijote. El Lazarillo y Cervantes nos descubren que la novela, como tal, ha de sembrar la desconfianza en el lector", añadió Alemany, quien no dejó de admitir que si hubiese podido escoger hubiese preferido la fabulación como medio de vida, "que es lo que más he postergado por tener que hacer una gran cantidad de literatura alimentaria: libros de encargo, de investigación literaria (Agustín Espinosa, el teatro en Canarias, ediciones críticas de Jardiel Poncela) que realizas porque te los proponen. Sin embargo, el ensayo es también creación. Resulta una falacia pensar lo contrario. El tema de estudio es un pretexto: de quien habla todo escritor en última instancia es de sí mismo".

Aún recuerdo con claridad que, una vez finalizada la entrevista, y a micrófono cerrado, le pregunté a Luis sobre la posibilidad de que él mismo se convirtiese en objeto de estudio. La idea entonces le pareció descabellada (mucho más tarde, cuando le conté que iba a meterme en una tesis sobre su trayectoria periodística, me comentó que "sólo pensarlo me aterra") y argumentó para ello que él apenas tenía obra, "aunque, bueno, a otros con mucho menos les han dedicado tesis doctorales completas", apostilló con su habitual sarcasmo.

Luego, pasaron los meses y mantuvimos el contacto mediante unos pocos encuentros fugaces, casuales la mayoría de ellos o premeditados, como el día que acudí, en mayo de 1999, al Salón Noble del Cabildo de Tenerife, donde se celebraba uno de los mano a mano que, bajo el rótulo de "Diálogos en vivo", juntaba en charla distendida a escritores de renombre nacional con destacados periodistas e intelectuales de ámbito insular. Esa tarde, un cuantioso público asistió, entre regocijado y sorprendido, al ingenioso bis a bis que Alemany sostuvo con el peruano Alfredo Bryce Echenique. Agudo y puntilloso como nunca, Alemany supo sacarle el apropiado jugo al creador de Un mundo para Julius. Ambos lucieron con brillo, cada uno en su papel, al que se entregaron con buenas dosis de humor y urbanidad, que nunca ha de faltar. En un momento determinado, la audiencia estalló en una sonora carcajada cuando, en un alarde de biliosa comicidad, Luis Alemany realizó una solapada referencia al político Lorenzo Olarte. Escaramuza verbal que le hizo merecedor de la sentida felicitación que el abogado nacionalista Antonio Cubillo le brindó nada más acabar el acto.

Por esos días Alemany tenía motivos sobrados para sentirse feliz. Por fin Ediciones La Palma había llegado a un acuerdo con CajaCanarias para editar un volumen de relatos inéditos, que vería la luz al año siguiente con el título de Conjugación irregular y en el horizonte próximo se perfilaba la irrupción en el mercado periodístico de un nuevo diario, La Opinión de Tenerife, que a la postre ha sido el medio escrito con el que más prolongada y prolíficamente ha colaborado.

En efecto, en abril de 2000 salió a la calle su nuevo libro y ésta fue la causa para que lo entrevistase por segunda vez. En esta ocasión, para el malogrado periódico grancanario La Tribuna de Canarias.

Después de un período de relativo silencio, Luis Alemany Colomé (Barcelona, 1944) vuelve a ser noticia en los anaqueles de las librerías. El motivo: la publicación por parte de Ediciones La Palma del volumen de cuentos "Conjugación irregular" -escribía en el encabezamiento-. Cuatro relatos que exploran en los escurridizos límites que separan lo real de lo imaginario. Este título hace el número doce en la carrera de un autor que ha picoteado en casi todos los géneros sin conceder una línea ni a la improvisación ni a la autocomplacencia. De hecho, las cuatro historias que ahora ven la luz son fruto de "una búsqueda iniciada hace treinta años".

Además de conversar "in extenso" sobre su última entrega narrativa, que integraban otros cuatro cuentos imperecederos, de factura impecable, nuestra segunda charla también dio cobijo precisamente a su vertiente periodística.

Y es que la vinculación de Luis Alemany con la prensa es casi tan antigua como su vocación literaria. Ambas facetas (escritura y periodismo) las ha simultaneado sin que se excluyesen la una a la otra. Desde su debut como articulista en "El Día" de Ernesto Salcedo, a los veintitrés años (1967), Luis Alemany no ha dejado de verter sus juicios en todas las cabeceras tinerfeñas (ahora en "La Opinión").

Más de mil columnas le contemplan ("Tengo más que El Partenón", apostilla con sorna). Sobrado bagaje para pedirle prestados un par de consejos. ¿Existe alguna receta para que la columna quede en su punto?

"Las recetas no se deben dar nunca… Bromas aparte, creo que en esta materia no las hay. El artículo es como el cuento: o te agarra en el primer párrafo o te jodiste. Tiene que obligar al lector a entrar en él. Sin embargo, la novela atrapa de otra forma, porque su tempo es mucho más lento. En ella no se puede mantener la misma intensidad que en el relato corto o en el artículo, en los que puedes jugar con el lector desde el principio hasta el final. En este sentido, el cuento es como una broma erótica que incita a un juego de seducciones mutuas, aceptado por los dos".

Asimismo, en dicha entrevista tocamos por primera vez el que ha sido, sin duda, el combustible de toda su vocación literaria:

Poniendo a un lado la poesía, que ha escrito "por puro entretenimiento", ya que no se considera "ni muchísimo menos un poeta", aunque tiene pendiente editar un libro de sonetos, de lo que Luis Alemany siempre ha estado enamorado es del teatro. A él se ha acercado para flirtear como autor ("Auto del nacimiento, de la vida y la muerte", "El interrogatorio", "El eterno anfitrión"), como crítico ("El Teatro en Canarias. Notas para una Historia") e incluso como director escénico (debutó a los diecisiete años, en el Guimerá, con un montaje de "Tres sombreros de copa", de Mihura). Resulta inevitable que le solicitemos un diagnóstico sobre la permanente agonía que el teatro vive en nuestro país.

"El teatro se está muriendo desde Sófocles, porque depende de condicionantes externos. A diferencia de la literatura dramática, el teatro es un arte-música, sometido al rigor de que sólo existe mientras se produce. La escritura o la pintura siempre quedan, mientras que la danza o un concierto sólo existen mientras se están interpretando. El teatro es lo que ocurre desde que se levanta el telón hasta que cae. Es un arte efímero. Por tanto, la precariedad y las dificultades por las que siempre está atravesando son consustanciales a su naturaleza transitoria".

Durante aquella segunda conversación, y ante mi insistencia, Luis Alemany no sólo reconoció que "escribe poco" sino que también "tal vez haya debido publicar más". No le comenté nada pero en mi interior empezaba a arañarme una pregunta. ¿Por qué alguien con su innegable talento se había mostrado tan reacio a materializarlo en un mayor número de obras? ¿Por un exceso de autoexigencia? Aparentemente ésa parece la razón, a tenor de sus propias palabras:

"Este libro [se refiere a Conjugación irregular] me ha llevado treinta años de búsqueda, de indagar en el desarrollo de lo fantástico a niveles vamos a decir que cortazarianos. Esto es, la irrupción de lo fantástico en lo cotidiano. La idea inicial de este trabajo fue buscar los mundos paralelos que subsisten en el plano de la realidad. Curiosamente, el libro surgió a partir de cuentos que no están en él y que quedaron inconclusos. Porque los que vinieron después, y sí están aquí, fueron creando otra estética que rebasaba a los previstos en un principio. Por eso, me he quedado con la frustrante sensación de que tenía que haber incluido un par de cuentos más, que no he sabido escribir". En parecidos términos se había expresado tres años atrás, cuando en nuestra primera entrevista justificaba la ausencia de más novelas en su currículum por el hecho de que "la novela es una carrera de fondo". "En estos últimos veinte años he trabajado en varias ideas pero, por unos motivos o por otros, no he tenido la posibilidad de desarrollar una labor continuada de meses o años que cristalizase en otra obra -me recalcaba-. A lo mejor he carecido del entusiasmo que entonces poseía. Además, ahora te exiges más a ti mismo. A eso se le une la angustia de pensar que el catálogo de cosas que tienes pendientes quizás no puedas nunca terminarlas".

Habían pasado tres años entre una conversación y otra, tres años entre estos dos últimos párrafos. Sin embargo, la noche de nuestro segundo encuentro en el hotel Mencey tuve la sensación de que para Luis Alemany esos tres años habían sido mucho más largos. Seguía mostrando la misma lucidez que entonces, pero su aspecto físico empezaba a revelar signos de decaimiento. Las fotografías tomadas por Jorge Cook y Juan García Cruz, entre un momento y otro, revelan unas ojeras más marcadas, unos cuantos kilos de sobrepeso y una barba sin rasurar. Entonces no lo supe o no quise darme cuenta, pero el hombre que había conocido siete años antes, en la redacción de Diario de Avisos, empezaba a dar síntomas de un derrumbe físico imparable que su brillante elocuencia contribuía a amortiguar:

"En el fondo todos somos actores. Y el escritor más que nadie. Su trabajo consiste en escribir, cualquiera que sea su estado o circunstancia. Y así es. Con independencia de lo que te esté pasando a nivel personal, tú te sientas y el texto termina saliendo; mal o bien, pero termina saliendo. ¿Viste lo que hizo la mujer de Buero el mismo día que velaban a su marido? Qué lección más hermosa…"

Transcurrido un tiempo, Alemany volvió a ser noticia por partida doble: la Cámara de Comercio, Industria y Navegación de Santa Cruz de Tenerife le publicaba su hasta hoy último libro de cuentos, Mínima lista, y participaba junto a otros autores de su generación en unas jornadas organizadas por el Cabildo Insular que tenían la narrativa canaria como telón de fondo. Ambos hechos (el libro y el simposio) constituyeron la columna vertebral de nuestra tercera entrevista.

La interviú, realizada en el pequeño salón de la Cafetería Melita en Santa Cruz de Tenerife, en el número 12 de la calle Costa y Grijalba, al lado del Colegio Hispano-Británico, fue la más corta de cuantas le he hecho para un periódico. Por vez primera llegué antes que él y recuerdo que Alemany compareció renqueante, arrastrando una dolorosa cojera, debido a los serios problemas circulatorios que padecía en su pierna derecha, lo que después le obligó a coger un taxi para trasladarse al Teatro Guimerá, donde una compañía de la Península representaba una versión de Dulce pájaro de juventud, de Tenessee Williams.

Lo que resulta llamativo es que, a pesar de todos los inconvenientes (de la mala salud, de la mala economía, de la mala vida), este hombre continúa albergando una reserva de talento que, por increíble que parezca, proporciona a su escritura unas cuotas de calidad irrefutables que hacen de sus cuentos y de algunos de sus artículos piezas verdaderamente admirables.

Atraído por su magia casi intacta de fabulador (o de encantador de serpientes, según se mire) acudí a la cita, dispuesto a disfrutar una vez más de su ingenio inagotable y de su impagable sentido del humor.

La entrevista se publicaría luego inserta en el suplemento cultural El Mosaico, de La Gaceta de Canarias, diario que, a la postre, sería la última estación en mi devenir errante (o errático) por el periodismo de las Islas y que, por contra, doce años antes, en el inicio de su andadura, había tenido al propio Alemany como uno de sus primeros y más flamantes articulistas.

Tras presentarlo en una sola frase, a modo de lead o entradilla (Entre los supervivientes de la narrativa canaria de los setenta figura Luis Alemany (Barcelona, 1944), oculto escritor de culto y autor de una de las obras más atractivas de la prosa española del último siglo), el texto de aquella tercera conversación comenzaba con el relato de una anécdota que refleja la singularidad de este autor:

En 1995 la revista La fábrica, que se edita cuatro veces al año en La Palma, editó un pequeño libro de relatos, "Beneficio de inventario". Esta divertida colección de miniaturas, en las que realidad y ficción se intercambian papeles como en un juego de naipes, llamó la atención de José Saramago, cuando todavía era un portugués afincado en Lanzarote [Luego le dieron el Nobel y muchos se enteraron de que aquel señor de rictus ceniciento se ganaba la vida con la literatura].

Tras leer "Beneficio de inventario", Saramago le preguntó a un amigo por Luis Alemany: "Creo que he descubierto a un escritor", comentó. Sin embargo, lo que el creador de "Memorial del Convento" desconocía es que tan anónimo autor llevaba más de tres décadas publicando libros.

Luego, a lo largo de la entrevista, se aprecian dos partes bien diferenciadas. En la primera, el autor desmenuza con prudente distanciamiento no exento de cariño el contenido de su nueva entrega literaria: siete relatos marcados por la concisión y por una sencillez repleta de sutilezas.

"Tienen en común la gratuidad y la cotidianeidad. Sin embargo, éste no es un formato nuevo. Desde otra perspectiva, en los años cincuenta, como no se podía hablar de nada, los Aldecoa y Goytisolo trascendentalizaban la nada. En ese sentido, mis cuentos quizá tengan un mayor equilibrio. Intentan contar algo, pese a que tampoco ese algo revista excesiva importancia. Al final, lo que se trata es de sacar un cuento de cualquier cosa (…) A lo mejor la narrativa es irrelevante pero las posibles reflexiones que estos cuentos llevan consigo son un poco más profundas. A diferencia de "Beneficio", donde la vuelta a la realidad remite a elementos sorpresivos, aquí en ninguno de los cuentos pasa nada. Se trata de describir estados de ánimo que son el reflejo de mundos interiores", señalaba el propio Alemany, que insistía en que "lo que importa de verdad es la sintaxis, el estilo".

Por otro lado, la segunda parte de la entrevista entraba de lleno en esbozar un perfil de la etapa literaria abordada en las recientes jornadas del Cabildo, que estuvieron centradas en el llamado boom de la narrativa canaria.

La mirada hacia atrás sobre la década de los setenta que Luis Alemany trazó para mí no eludió cierta autocrítica, impregnada de nostalgia: "A diferencia de la Escuela de Barcelona, nosotros no teníamos nada en común desde un punto de vista estético. Aquí todos queríamos ser famosos por nuestra cuenta y, curiosamente, ha resultado que pocas generaciones provincianas han conseguido tanta notoriedad por libre: ahí están Juan Cruz, Fernando G. Delgado o Armas Marcelo. Gente en la cresta de la ola que trabaja para editoriales multimillonarias. [Respecto al célebre boom] Eso fue un invento de Juancho [Armas Marcelo] que hizo muy bien, pero le salió mal, porque le fallamos casi todos, ya que no llegamos a tener la solidez suficiente. Se trataba de empujar a las firmas nuevas y de supravalorar a las ya conocidas. Luego, Juanito [Cruz] nos apoyó generosísimamente desde la Península dando noticia de todo lo que surgía aquí. Treinta años después poco queda de aquello". En estos últimos siete años han sido pocas las veces en que he vuelto a coincidir con Luis Alemany, por lo que he asistido desde muy lejos a su lenta pero irrefrenable caída. No obstante, tardé poco en decantarme por un tema a la hora de afrontar el último escalón de mi formación académica. Creo que lo tuve claro desde el principio, desde incluso antes de sopesar ni siquiera la lejana posibilidad de hacer el doctorado. Y el motivo de mi elección tiene mucho que ver con dos de las cosas que más sentido han dado a la vida del autor escogido y a mi propia existencia: la literatura y el periodismo.

Desde que le hice saber a Luis Alemany que me disponía a realizar una tesis doctoral sobre su obra periodística, a la que provisionalmente he titulado Cinco décadas de observación solitaria de la realidad, me he entrevistado con él tres veces.

La primera de ellas, el 28 de mayo de 2005, me provocó sentimientos encontrados. Tras someterse con éxito, en diciembre de 2004, a un tratamiento de rehabilitación en la Clínica Santa Cruz (antiguo Centro Médico-Quirúrgico) el escritor tinerfeño había recuperado gran parte del vigor físico y afrontaba el año entrante con renovadas ilusiones, ya que, a través de Ediciones IDEA, el director de La Opinión, Francisco Pomares, promovió la publicación de dos nuevos trabajos (Cosecha del 92 y Contra la guerra de Irak), que son sendas colecciones de artículos aparecidos en Diario de Avisos y La Opinión de Tenerife, en los años 1991 y 1992 y 2003 y 2004, respectivamente. Sin embargo, en el momento de reencontrarse conmigo el referido día de mayo, en vísperas de un viaje a Barcelona, en el que visitaría a su hijo, Luis Alemany mostró más interés por los sucesivos cócteles que le iba sirviendo el camarero que por las cuestiones alusivas a mi proyecto de tesis.

Saqué la impresión de que, en verdad, mis preguntas le importaban un pimiento y de que la verdadera razón por la que había quedado conmigo era otra. Eso me enojó en extremo y tuve que disimular mi interés por las anécdotas que, en cambio, él decidió relatarme, con todo descaro, para dejar que pasase el tiempo hasta el instante en que debía irse. Aquel gesto me dolió de veras. Me sentí profundamente decepcionado y mi confianza en él se resquebrajó por completo.

Durante días sopesé la opción de abandonar la tesis. Me decía a mí mismo que no merecía la pena invertir el menor esfuerzo en trabajar sobre una persona así, alguien que, para empezar, se tomaba tan en serio a sí mismo que encontraba absurdo que otro fuera capaz de preocuparse por su obra con un grado similar de rigor, entrega, abnegación. "Está tan contento por haberse conocido, tan enamorado de él mismo, que siente celos de aquellos que intentan acercarse a su imagen en el espejo: no puede, no lo soporta, se quiere todo para él", pensé. E intenté olvidarle.

No obstante, como medida de precaución, dejé que pasara el tiempo. La indignación fue dando paso a otra clase de sentimientos no menos embarazosos: la indiferencia, el remordimiento, la culpa, la compasión… Hasta que comprendí que el desgraciado destino al que Alemany parece autocondenarse tiene unas raíces que se adentran en las partes más oscuras y recónditas de sí mismo, escarbando a ciegas hasta una profundidad que ni él conoce. O tal vez sí. Entendí que, hagamos lo que hagamos los demás, nadie va a cambiar la inercia de tan infernal mecanismo. Eso no tiene nada que ver con la justificada admiración que, por otra parte, podamos sentir hacia él. En este sentido, debemos resignarnos a aceptarle tal y como es: con su envidiable encanto y con su egoísmo insoportable.

Pasados unos meses prudenciales, volví a llamarle y a quedar con él. Acababa de sufrir una aparatosa caída nada más regresar de la Península y su aspecto no podía ser peor. Con un brazo en cabestrillo, de nuevo desaseado y con una valleinclanesca perilla de chivo, un maltrecho Luis Alemany me esperaba el 7 de julio de 2005 en la barra del hotel Contemporáneo.

Ese día, que quedará marcado por la indeleble huella del horror (esta vez, en Londres), Alemany se dispuso a contarme cosas de su pasado y lo hizo con animosidad. Prometía ser un relato chispeante, salpimentado de detalles, de humor y de estricnina, como apuntaba, antes de empezar, cuando, al contemplar en el televisor las imágenes de los atentados de esa misma mañana, comentó con su implacable y afilada ironía, ésa que a veces, como ahora, corta con la precisión de una cuchilla de afeitar: "Los ingleses hoy se han hartado a ponernos a sus víctimas y aún no hemos visto a los niños iraquíes que ellos han asesinado con sus bombarderos".

Yo intento una sonrisa y le observo. Me preocupa. En el fondo de sus quijotescos ojos, de pronunciadas bolsas y arrugas insomnes, atisbo la sombra de una tristeza infinita que sale a relucir, poco a poco, en el curso de la conversación.

No deja de ser un poco paradójico que, desde que tuvo conocimiento de mi intención de escribir una tesis sobre él, Luis Alemany me insista una y otra vez que "él no tiene obra periodística" y, a renglón seguido, exprese una cierta decepción por el hecho de que una primera investigación académica que proyecta la luz sobre su persona provenga de la Facultad de Ciencias de la Información y no de la Facultad de Filología, a la que estuvo vinculado durante casi veinte años. Y repito que no deja de resultar contradictorio ya que, apartado de la función docente por voluntad propia desde principios de los noventa, su principal fuente de ingresos ha procedido de la prensa, medio con el que ha mantenido una relación profesional que, con sus inevitables altibajos, se prolonga hasta hoy.

Curiosa es también la forma en que Luis Alemany se acercó al periodismo, como entusiasta colaborador primero, cuando recién iniciaba la carrera de Filosofía y Letras, para después intentar, sin éxito, acceder a la Escuela Universitaria, creada en La Laguna en 1964, tras la estela de la Escuela Oficial de Periodismo de Madrid, y de cuyas aulas salieron en los diez años de su singladura (hasta 1974) un total de noventa y nueve graduados.

Alemany, que en 1966 no superó el examen de ingreso, al suspender la prueba de redacción ("Ni siquiera eso", fue la lúgubre respuesta que obtuvo de su padre cuando le dio la noticia del fatídico resultado), fue contratado ese mismo curso como profesor en la citada Escuela para dar clases de Literatura Española y Universal y luego tuvo como alumnos a muchos de sus compañeros de generación: Cristina García Ramos, Olga Álvarez de Armas, Luis León Barreto, Jorge Perdomo, Luis Ortega Abraham, Mariano Vega, Juan Cruz, Fernando G. Delgado…

Durante años, el periódico El Día es el único medio impreso, si exceptuamos alguna esporádica colaboración con otras publicaciones, en el que Alemany difunde sus pareceres. Sin embargo, el maridaje que mantenía con esta cabecera desde finales de la década de los sesenta toca a su fin el 3 de enero de 1979, después de que le censuraran un párrafo en un texto sobre la actualidad política, del que el ex ministro tardofranquista Pío Cabanillas no salía muy bien parado.

Ya en plena década de los ochenta, Luis Alemany se convierte en colaborador asiduo de Canarias 7, en una primera etapa, hasta 1985, y del vespertino barcelonés El Noticiero Universal, para el que desempeña labores de corresponsal y de articulista esporádico, con una columna intitulada "El ojo del guanche".

Poco antes de abandonar la Universidad, en 1989, Alemany adopta por primera vez el rol de columnista fijo (con dos artículos semanales) en La Gaceta de Canarias. Experiencia que se cierra en 1991 con 52 artículos publicados.

Poco después, en noviembre de ese año, firma un contrato como colaborador a tiempo completo en Diario de Avisos, iniciando con ello una línea de trabajo diario donde pule su estilo como articulista, en una sección fija, en el lateral derecho de la última página, titulada "Después de todo…". Es en esta etapa en la que Alemany se descubre a sí mismo como un comentarista ágil, sistemático, capaz de diseccionar cualquier tema de la actualidad en tres párrafos expositivos y largos, que despacha sin prisa pero sin pausa, echando mano a menudo de una de sus armas predilectas: el sentido del humor.

Materia prima que alguien como él, que siempre suele pronunciarse desde un "cínico distanciamiento", se toma muy en serio:

"El sentido del humor es consustancial para poder escribir. Y su base consiste en reírte de ti mismo. Ésa es la única salvaguarda que posees para poder reírte de los demás. Yo siempre digo que nunca encontrarás a ningún comunista ni a ningún católico con sentido del humor, porque ellos consideran que están en posesión de la verdad".

Durante dos años (hasta el 31 de diciembre de 1993) Alemany ejerció en la última página del decano de la prensa tinerfeña el oficio de articulista diario, lo que en palabras de su ex alumno y compañero de tantos avatares periodísticos, Daniel Duque, resulta ser una de las labores "más esclavizantes, estresantes, apasionantes, reconfortantes y peor pagadas del mundo".

A lo largo de cerca de trescientas cincuenta columnas el autor trató de ofrecer su particular convicción acerca de este género de opinión:

"Es una especie de diario vergonzante, a cuyo través los tímidos (como uno, que no se atreve -al menos de momento- a desnudarse escribiendo memorias explícitamente impúdicas) acudimos a la actualidad cotidiana, para convertirla implícitamente en un pretexto que nos permita hablar, a su través, de nosotros mismos".

Entre las herramientas de estilo que, a modo de panoplia, debe poseer todo buen articulista, los teóricos de las ciencias de la información mencionan el humor, recurso que Luis Alemany maneja con sobrada solvencia, ya que conoce en profundidad los mecanismos y resortes técnicos que convierten una frase o una palabra en una sonrisa o en una carcajada. No en vano su memoria de licenciatura lleva por título El humor en el teatro español del siglo XX: Jardiel y Mihura y él mismo se confiesa un precoz y devoto lector adolescente de escritores como Carlos Arniches, Pedro Muñoz Seca, Wenceslao Fernández Flórez o Julio Camba, autores que supieron explotar la comicidad desde perspectivas y registros muy diferentes.

Precisamente es el sentido del humor, desplegado a través de numerosos recursos estilísticos, el principal rasgo que -a nuestro juicio- caracteriza al articulismo de Luis Alemany quien, en su primera columna publicada en Diario de Avisos, titulada "Con permiso", brinda una divertida reflexión sobre el género periodístico que va a practicar a diario a partir de este momento y que ofrece a los lectores a modo de desenfadada tarjeta de presentación:

"También es cierto que no todas las columnas son iguales, y a poco que se conozca de arte clásico, no queda más remedio que reconocer que existen notables diferencias entre una columna corintia, una columna jónica, y una columna dórica -por quedarnos tan sólo en el mundo helénico- pero tampoco es conveniente olvidar que una columna consuetudinaria (o casi, ya se dijo…) en la última página de un periódico tinerfeño, tal como se están poniendo las cosas por estas latitudes de un día para otro, puede llegar a convertirse en un peligroso híbrido de esos estilos: incluso pudiera llegar a ser -para bien o para mal- una columna doricojónica".

El feliz vocablo inventado al final del párrafo anterior señala el inicio de divertidos juegos de palabras y aforismos disparatados que, al cabo de un año de artículos publicados, generan un extenso catálogo de ocurrencias de lo más afortunadas. Veamos algunas de ellas:

Coalición Canaria: "Trayectoria política que comienza vestida con la camisa azul, prosigue con atuendos de Pierre Cardin y termina arropándose con la manta esperancera".

Europa: "Aparte de un continente es una señora raptada por un toro".

francofonía: "No se trata -como los etimólogos pudieran sospechar…- de un ministerio dedicado a interpretar los ruidos emitidos por el fallecido dictador gallego: de eso ya se ocupó Fraga Iribarne en su momento, a través de los múltiples consejos de ministros a los que asistió".

Freud, Sigmund: "Aquel médico austriaco que inventó el sofá".

habanera: "Su nacimiento, en el terreno musical, supone una aportación similar a la que supuso (más o menos por las mismas fechas) el nacimiento del mulato en el terreno antropológico".

Historia: "Todo proceso histórico no es -en última instancia- otra cosa que un proceso histérico".

Trueno, capitán: "Primer español que había ligado con las suecas".

Zanata, piedra: "Parece mentira que sólo tres letras puedan proporcionarle tal riqueza a un pueblo. Es algo que -con toda seguridad- no ha conseguido ni siquiera Emilio Botín".

Por fortuna para el columnista -y, por ende, para sus lectores- el repertorio de ideas y hallazgos de cosecha propia es rico y generoso. Así, es frecuente que en sus artículos Alemany eche mano del contrasentido o de la paradoja como estilete para lanzar la crítica sobre cualquier asunto de interés público: el paro ("A pesar de los numerosos puestos de trabajo que ha creado en los últimos años el INEM (la mayor parte de los cuales -todo hay que decirlo- pertenecen a los funcionarios contratados para atender a los parados en las oficinas de empleo) el problema no augura expectativas halagüeñas"); el final del comunismo ("La aportación del marxismo a la Historia tal vez no haya sido tan infructuosa como ahora se pretende demostrar casi unánimemente: porque sin las reivindicaciones sociales planteadas en su contexto -y que hoy se descalifican por utópicas o demagógicas- posiblemente no hubieran evolucionado (o habrían tardado mucho más en evolucionar) las sociedades capitalistas, que, a su zaga, se veían obligadas constantemente -muy a su pesar- a tenerlas en cuenta, para no perder del todo el tranvía del progreso histórico"); el terrorismo de ETA ("Uno piensa que aquéllos que no tratan -ni siquiera…- de comprender la complejidad del sufrimiento de los demás, también son terroristas en su sancionadora seguridad absoluta"); el final del diario Pravda ("Su desaparición sólo da testimonio del desmoronamiento de una estructura social que necesitaba apoyarse en una prensa que le sirviera para convencerse a sí misma de que ésta sirve para convencer al pueblo") o el atroz absurdo que suponen unas vacaciones que son cualquier cosa menos unas vacaciones (en "Agosto").

En otro artículo ("El lector") el talento de Luis Alemany le lleva a plantear un interesante juego de desdoble literario de la realidad en el que una señora a quien sorprendió en la barra de un bar el día anterior, mientras leía la última página del periódico por la parte derecha, pasa a convertirse en "el paradigma ocasional de todos los críticos anónimos que los escritores tenemos latentes por millares (¡ojalá, usted…!), o -al menos- por docenas; pero que nunca llegan a inquietarnos de verdad hasta que no se materializan en un rostro concreto, en una expresión determinada, en un gesto intencionado, en una carta de felicitación o de repulsa, en un periódico leído en la barra de un bar".

Por otro lado, el escritor tinerfeño, a veces, deja traslucir a través de su pluma destellos de un tono lírico, lleno de ternura y melancólica tristeza, como en "¡Se acabó…!", dedicado a describir la resaca en el paisaje urbano, tras la apoteosis navideña: "El atardecer del día seis de enero tiene algo de final de verbena de pueblo, cuando las luces se van apagando, los camareros empiezan a poner las sillas encima de las mesas, y la orquesta toca el pasodoble Islas Canarias, dejando la nostalgia indefinible de algo que no se sabe muy bien lo que es".

De cierto tono pesimista, por lo general estas columnas revelan una escasa fe en la Humanidad ("Desde que el mundo es mundo, el hombre ha matado a sus semejantes: para atacar, para defenderse, por miedo, por venganza, abierta u ocultamente, con esa brutal espontaneidad de animal ignorante e indefenso que aún no lo ha abandonado", leemos en "Muertes"), una defensa sin reservas de los valores democráticos y un agudo y, en ocasiones, despiadado sentido del humor que, en última instancia, sirve de eficaz remedio contra el desencanto, como lo demuestran las líneas finales de "El ritmo de la huelga", escrito por Luis Alemany después de asistir un tanto extrañado a una concentración de protesta laboral celebrada en una céntrica plaza santacrucera y amenizada por música de salsa:

"De la misma manera, uno piensa que una manifestación laboral arropada pentagrámicamente en música de salsa resulta absolutamente inofensiva. Manuel Hermoso [alcalde en esos tiempos de la capital tinerfeña], en la ventana de enfrente, debió permanecer tranquilo al escucharla, porque sabía que era la misma música que los mismos manifestantes le tocarían dentro de dos meses cuando los visitará en sus locales carnavaleros".

En diciembre de 1993, la empresa editora de Diario de Avisos decide unilateralmente romper el contrato suscrito con Luis Alemany, lo que obliga a éste a buscar acomodo en otras publicaciones. Es un largo peregrinar de seis años, en los que, de nuevo, entre 1994 y 1995, frecuenta las páginas de Canarias 7 y en los que sobrevive gracias a rentas familiares, talleres literarios, charlas, a sus clases de Arte Dramático y encargos de diversa especie.

La travesía por el desierto finaliza en noviembre de 1999, cuando Francisco Pomares le recupera como colaborador para el nuevo periódico que se dispone a levar anclas: La Opinión de Tenerife, un producto informativo que entra con fuerza en el mercado isleño de la mano de Prensa Ibérica.

Fueron cinco años de artículos, a un ritmo constante de dos textos semanales, dentro de la columna "Artículo indeterminado", más colaboraciones esporádicas en el suplemento 2 C= Revista Semanal de Ciencia y Cultura, que coordinaba Daniel Duque.

En estos tiempos postreros, tal vez con menos frecuencia que antaño, el escritor que no se considera a sí mismo periodista vuelve a exhibir con brillantez su dominio de la distancia corta. Si bien, su intrincada y elástica sintaxis de siempre parecía haberse acomodado en un alargamiento que empezaba a resultar un tanto exagerado, ya que, en detrimento de la frescura, el abuso de este recurso acerca al texto al peligroso abismo de la farragosidad. Aunque, una vez desentrañado el sentido global de la frase que se esconde detrás de lo que en apariencia no es más que una gratuita exhibición verbal, en una segunda lectura, el lector descubre con sorpresa y hasta con agrado la aguda y (casi siempre) malévola idea que Alemany nos pretende transmitir.

Para justificar la anterior afirmación, les dejo con el siguiente ejemplo, extraído de "Consciencia de año nuevo", publicado en La Opinión el ocho de enero de 2005:

"Posiblemente fue ayer cuando comenzó, en realidad, el Año Nuevo que estamos comenzando a vivir: cuando surgió por primera vez la coyuntura laboral (hasta entonces soslayada explícita o implícitamente) de materializar de manera gráfica la tangencialidad digital que condiciona físicamente la presencia de una fecha, evolutivamente diferente de la anterior en un dígito; demostrando así que las matemáticas no son una cómoda entelequia abstracta (perteneciente al filosófico territorio de las ideas), sino una palpable realidad material que requiere constatarse a través de la grafía de la escritura, la sonoridad de la verbalización, o la palpabilidad volumétrica de las bolas del ábaco, de cualquiera de cuyas expresiones (entre muchas otras) se determina que la realidad material que antes se definía como 4, ha sido sustituida por otra diferente que ahora ha pasado a denominarse 5: con todas sus consecuencias cronológicas, económicas, demográficas, o de cualquier otra naturaleza".

Dentro del medio millar de artículos que, durante el periodo comprendido entre 1999 y 2005, Alemany escribió para La Opinión, tal vez el medio centenar de columnas relativas a la Guerra de Irak, publicadas entre enero de 2003 y febrero de 2005 (la mayoría de ellas recopiladas en el volumen Contra la guerra de Irak), ofrece a los lectores la rica variedad de recursos estilísticos de quien, en sintonía con el mejor periodismo español, ha hecho de este género una apreciable forma literaria de representar la realidad.

En estas columnas relacionadas directa o indirectamente con la guerra de Irak, Luis Alemany exhibe un extenso repertorio de figuras literarias consistente en:

-Caricaturizar a los personajes principales del drama, mediante la suplantación de sus nombres por ridículos apelativos. Así, Aznar se transmuta en el "Niño de la Moncloa"; Francisco Franco, en el "Enano de Meirás"; Juan Pablo II, en el "Polaco Errante", y Bush (en feliz retruécano) se transforma en "Obush" u "O"Bush". La constante utilización de tales denominaciones establece un código explícito con el lector que, a cambio, recibe con regocijo ingeniosos chispazos como "Bushtia [por "Bestia"] del Despacho Oval", "la Bush [por "Voz"] de su Amo" o "a"bushivo [por "abusivo"] pasteleo".

-Duplicar la grafía de la letra "P", en mayúsculas, para poner en solfa los males que -siempre a juicio del autor- encarna el Partido Popular, que aquí, debido al desarrollo de los acontecimientos, pasa de ser "PPoder" a "extrema derecha PPerdedora" en la "oPPosición".

-Especular con las grafías y fonemas hasta conseguir divertidos fuegos de pirotecnia verbal. Como sucede en los artículos "Convenciones bélicas" y "¿Crímenes de guerra?", cuyo común pretexto es el trato degradante a los prisioneros de guerra y que lleva a Alemany a aseverar, en el primero, que "las únicas convenciones en las que actúa eficazmente Ginebra son el dry Martini y el gin tonic" y a exclamar, enfático, en el segundo, "¡Ay, La Haya [sede del Tribunal Internacional de Justicia], donde haya! ¿Hayla?", para más tarde -en el mismo artículo- denunciar la hipocresía ante el descubrimiento de "las torturas que el ejército invasor norteamericano en Irak lleva a cabo (a sargento, a brigada y a subteniente: parece ser que, incluso, a general de división) con los prisioneros bélicos".

-Hacer uso pertinente y con sentido jocoso de refranes o proverbios populares: "[Bush] invadirá Irak cuando estime conveniente, sin tener en cuenta la opinión de ninguno de sus socios europeos, porque Pentágono (como la madre) no hay más que uno, y a la ONU se la encontró en la calle por culpa de la conferencia de Yalta" (en "Si vis pacem…").

-Incluir citas directas e indirectas de autoridad con afán burlesco: "[El cinismo] si bien planteaba -en sus principios teoréticos- un pensamiento un tanto transgresor, jamás se planteó las monstruosidades pentagonales que hoy -como diría Marx- recorren fantasmagóricamente Europa para bombardear más allá" (en "Convenciones bélicas").

-Intercalar anécdotas, algunas de ellas de ámbito local, que permiten banalizar la gravedad de lo tratado, a fin de acercar el conflicto al lector, sin que éste pierda interés. De todas las intrahistorias con las que Alemany salpimienta sus comentarios, la de los sucesivos homenajes de adiós al cómico tinerfeño Crespo (quien anunció su marcha a Venezuela en los años cincuenta y que terminó invirtiendo el dinero recaudado por este medio en edificar un cine en el barrio de La Salud, en lugar de emigrar a América) resulta, con mucho, la más hilarante (en "Despedidas").

-Jugar con la expresividad de los títulos hasta el punto de formular con ellos toda una declaración de intenciones. Tal y como vemos en "¿Después de Irán qué?", "Destrucción más IVA", "Adiós a las armas", "Vergüenzas diversas" y, sobre todo, en "Espada sin caballero", inversión del rótulo del célebre film de Frank Capra (1939), en el que un ingenuo senador, interpretado por James Stewart, entablaba una insólita pugna contra la corrupción desde la tribuna de la Cámara Alta. En el artículo de Alemany los términos se pervierten para satirizar la estampa de Aznar en el Congreso.

Definitivamente cerrada su etapa como articulista de La Opinión de Tenerife, en agosto de 2005, en los últimos siete años Luis Alemany ha seguido intentando vivir de la literatura. Ha atravesado momentos de muy serias dificultades económicas y ha escrito (y publicado) poco. En 2006 Ediciones IDEA sacó a la luz su segunda novela, Los inquietos, pero escrita antes que Los puercos de Circe. Se trata de un texto que llegó a las librerías con cuarenta años de retraso y se nota. Puede leerse con la curiosidad que despiertan las obras primerizas de aquellos literatos que, con el tiempo, alcanzaron un grado de maestría y un completo dominio del oficio narrativo. Pero no deja de ser eso: una curiosidad.

La trayectoria periodística de Luis Alemany aún no ha concluido. Publicó una serie incompleta de artículos sobre los siete pecados capitales en la revista bimestral de cultura y tendencias Vía, entre 2007 y 2008, y desde el 11 de junio de 2009 regresó como columnista fijo, dos veces a la semana (jueves y domingo), a las páginas de Diario de Avisos, con una sección titulada "Fauna urbana". Se trata del mismo periódico que lo echó a la calle quince años antes y que ayer sábado, con gran alharaca y despliegue tipográfico, dio cuenta de la feliz e insólita noticia de que el Gobierno presidido por Paulino Rivero acababa de concederle el Premio Canarias de Literatura.

Es el justo reconocimiento a un escritor que quiso ser director de escena, que fue profesor a su pesar y que ha (mal)vivido de un oficio (el periodismo) en el que siempre se ha sentido un poco intruso.

Enhorabuena, Luis. Más vale tarde que nunca.

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