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El callejón
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El ocaso de los ídolos

Algunos de los signos más evidentes de la entrada en la madurez son la certeza del escaso tiempo que nos va quedando, la convicción de que ya no haremos realidad todo lo que habíamos soñado en algún momento especialmente inspirador de la lejana infancia y la inevitable desaparición de personas y personajes que nos han acompañado en el corto trayecto de este viaje quién sabe si a ninguna parte.

La semana pasada nos desayunábamos con la noticia de la muerte, algo prematura e inesperada, del dibujante Antonio Fraguas, Forges, cuyo obituario en las páginas de El País vino a ser como la esquela anticipada de la propia cabecera, decisiva en la España contemporánea, y que hace tiempo empezó a tener los días contados, y en la noche de ayer, llenando de susurros tristes las acometidas de la borrasca Emma, mi hermano Carlos me informa por teléfono del fallecimiento repentino de Quini, justo ocho años después de que el ex futbolista hiciera pública la enfermedad contra la que ha estado combatiendo tan dignamente desde entonces, con el mismo coraje con el que algunos viejos campeones de boxeo sobrellevan su propio ocaso.

En el fútbol español ha habido siempre grandes delanteros centros: valientes (Telmo Zarra), oportunistas (Marcelino), oriundos (Roberto Martínez), caballerosos (José Eulogio Gárate), potentes (Satrústegui), elegantes (Manu Sarabia), hábiles (Emilio Butragueño), patosos (Julio Salinas) y hasta volátiles (Carlos Santillana). Pero jamás ha habido un rematador como Enrique Castro González, Quini, el jugador que mayor número de veces ha alcanzado el trofeo de máximo goleador: siete, cinco en Primera División y dos en Segunda.

Natural de Oviedo, Quini jugó casi toda su carrera deportiva en el Sporting de Gijón (quince de diecinueve temporadas), donde llegó a coincidir con su hermano Jesús, guardameta sportinguista durante diecisiete años y que murió ahogado, en 1993, al salvar a unos muchachos en la playa cántabra de Pechón. Delegado del popular club asturiano, Enrique Castro mantuvo a raya el maldito cáncer que intentó devorarlo por dentro, poco a poco, sin que pudiese doblegar su firme deseo de sobrevivir. Al final, quizás cansado de tanto dolor, su corazón se paró en seco, en un abrir y cerrar de ojos, en el leve lapso de un fogonazo, que era cuanto este hombre necesitaba para cazar en el área una pelota y convertirla en gol.

Durante la primera de sus cuatro temporadas en el F.C. Barcelona, entre 1980 y 1984, el legendario jugador sufriría un cruel secuestro de veinticuatro días, en mitad del campeonato, aunque eso no le impidió que, al final del torneo, se alzase con su sexto Pichichi. Ese mismo año, el 18 de junio, conseguiría el primero de los cinco títulos que logró a lo largo de su prolongada trayectoria profesional: la Copa del Rey, disputada en el estadio Vicente Calderón, ante el Sporting de Gijón.

Aún mantengo vivo el recuerdo de aquella final, en la que un Barça pletórico por la recuperación física y anímica de su estrella y herido en el amor propio, tras una Liga frustrante, se deshizo con relativa facilidad de un rival más modesto pero que practicaba un mejor juego colectivo. Esa noche, Quini, que ya entraba en su etapa de madurez futbolística, marcó dos goles y no celebró ninguno. En su interior debió de sentir una extraña confusión de sentimientos encontrados: euforia, por un lado, y amargura, por otro. Héroe y villano a un tiempo. Triunfador y fracasado. Y, en cierto sentido, un apátrida, un descastado.

Estoy absolutamente convencido de que Quini no se reprochó nunca esos dos tantos. Pero también sé, y de eso no me cabe la menor duda, de que esa amarga victoria, que Quini se brindó a sí mismo a costa del equipo de su hermano, del equipo de su vida, fue la peor y más trágica de todas las derrotas de su intachable y modélica carrera deportiva.

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