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El callejón
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Adiós, Mingote, adiós

Este es un botón de muestra del talento indiscutible de Antonio Mingote, maestro del humor gráfico y de un periodismo de alta escuela que, por desgracia, hoy sólo podemos encontrar en contadas dosis en la prensa diaria. El dibujo fue publicado en 1966.

El periódico. Ahí está. Sea cómo sea, en permanente peligro de extinción, amenazado por el imperio (y amperio) de la imagen y el sonido, amedrentado por la tecnología que pone al alcance de nuestros dedos un caudal de información que ya hubiesen querido para sí el sabio Tolomeo y Julio Verne. Ahí sigue. Inalterable. El periódico. Incansable ante el desaliento, ante los lectores, cada vez menos, que se le van en desbandada pegados al móvil multimedia, ante empresarios desalmados que escrupulosamente sólo defienden sus propios beneficios. Abandonado a su suerte como un viejo galeón (¿acaso no se llamaban galeradas a las pruebas de imprenta en las viejas rotativas de plomo?), a la deriva en el océano de los siglos, el periódico aún existe. Sobrevive a pesar de todo y de todos. Y cada día toma nuevo aliento y renace con nuevos bríos, mientras pasa de mano en mano, hasta que ya no es más que un amasijo de papel que apenas sirve para envolver las alcachofas, como ironizaba Cortázar en uno de los pasajes de sus Cronopios y Famas.

            Sin embargo, hubo un tiempo en que el periódico llegó a ser algo más que un conjunto de páginas impresas. Hubo un tiempo, tampoco hace tanto, en que el periódico fue el principal depositario de la palabra escrita, que es como decir que el Verbo se hizo Tipo y, a través de él, Dios nos habló a todos. Quizá sea algo aventurero formular una afirmación tan mosaica, pero antes, cuando no existía casi nada de cuanto hoy existe, estos papeles ("papers"), como los llaman los ingleses, constituían el único medio para que un sinnúmero de personas, analfabetas o no, accedieran al conocimiento de la realidad que acontecía más allá de su realidad inmediata, que ésa nos la conocemos todos y no hace falta que nos la cuenten. A través de los periódicos estos individuos anónimos adquirían la condición de ciudadanos del mundo, porque eso es lo que de verdad estaba en juego, señores.  

Y la subsiguiente pregunta es: pero… ¿podríamos ser felices sin periódicos? Por ejemplo: sin ir más lejos, la comunidad aborigen vivió más o menos tranquila y plácidamente durante decenios en este Archipiélago sin necesidad de enterarse de lo que se cocía en la corte isabelina. ¿Es tan imprescindible estar informados? ¿Tanto afecta esto a nuestras vidas? Es de suponer que, visto el interés que el control de los medios de comunicación despierta de una u otra manera entre el poder financiero y político, la información tiene precio, porque es conocimiento y, el conocimiento, ya se sabe… Ya se sabe qué le ocurrió a Prometeo por robar el fuego a los Dioses.

            Reconocida como una de las libertades fundacionales sobre las que se construyó el nuevo (des)orden que trajo la Revolución Liberal-Burguesa, el libre acceso a la información es congénita al periodismo y es descendiente de la democracia, donde el conocimiento es repartido y nadie debe temer a nadie, porque todos confían en Dios, que siempre es misericordioso (Thomas Jefferson, más o menos). En definitiva, el periódico vino a romper de una vez por todas el cordón umbilical que mantenía unida a las minorías de siempre con los centros de decisión. Primero, la imprenta, y unos cientos de años después, los hojas con anuncios de mercancías, consagraron el advenimiento de una nueva fórmula de pacto social: de vendedor a cliente, sin intermediarios. Así, el hombre que nace de la Declaración Universal de Derechos de 1789 es, por partida doble, ciudadano y consumidor, una cosa en tanto que la otra.

            Pero todo esto fue hace demasiado tiempo y los periódicos han ido perdiendo su importancia como portadores del saber general en favor de otros mecanismos más rápidos y mucho más directos. La relación productor-receptor es ahora instantánea. Basta con teclear unos botoncitos.

            En este sentido, especialmente reveladoras resultan las siguientes afirmaciones del semiólogo y novelista Umberto Eco: "De hecho, el periódico no pretende de verdad vender información a todo el público. El periódico es el boletín de un grupo de poder que hace un discurso dirigido a otros grupos de poder. Y muchas veces este discurso debe pasar por encima de las cabezas del público. Es decir: el gran público no debe saber cuál es el discurso que un diario hace al gobierno (o a la Fiat o a otra gran empresa) porque este discurso le resultaría desconcertante".

            No obstante, a pesar de diagnósticos tan severos como poco halagüeños, los diarios siguen saliendo a la calle y continúan ofreciendo esa argamasa de opinión e información que los nutre de sustancia y que son, a la vez, su cuerpo y su alma y nuestro alimento intelectual. Si bien, tal y como apuntan la mayoría de teóricos de la comunicación, en esencia, todo texto periodístico es valorativo, aunque, mientras en los textos informativos dicha valoración aparece de manera implícita, en los interpretativos ésta se manifiesta de forma explícita.

Dentro de la rica amalgama de artículos que podemos encontrar en las páginas de cualquier periódico y que entran en la categoría de géneros de opinión (o sea, de aquellos textos periodísticos que expresan abiertamente juicios de valor, ya sea con bases racionales o afectivas, a través de reformulaciones retóricas de hechos, acontecimientos, ideas y de otros textos-fuente como sobreentendidos, metáforas o comparaciones) se pueden identificar las siguientes modalidades discursivas: carta de lector, columna, comentario, crítica, chiste gráfico o viñeta de humor, editorial, ensayo, obituario, tribuna libre y resumen de prensa.

            De todos estos recursos dialécticos a partir de los cuales se puede (y se debe) crear opinión desde las perecederas páginas de un diario, en ninguno de ellos ha habido, en las cinco últimas décadas en nuestro país, otro periodista capaz de igualar la riqueza expresiva, la gracia sublime y el ingenio fino y chispeante mostrados por el dibujante Antonio Mingote en sus ilustraciones para el ABC.

            La existencia del humor en la prensa es casi tan antigua como el medio que lo contiene. El humor y su manifestación física, la risa, fue empleado a lo largo de la historia como un instrumento incisivo para denunciar, herir y ridiculizar al adversario, generalmente en el ejercicio del poder, y como estrategia de propaganda política. En la actualidad, prácticamente no hay periódico que no incluya el humor entre sus páginas, dentro de la sección de opinión, destilado en los artículos bajo el disfraz de la ironía o la sátira que adoptan algunos columnistas o en dosis más explícitas como ocurre con el dibujo, utilizado en caricaturas, tiras o historietas y, sobre todo, en el chiste gráfico o viñeta, que el maestro Mingote ha elevado a la categoría de auténtico comentario editorial, como cuando, en 1983, acompañó la noticia del asesinato de un guardia civil a manos de ETA con el dibujo de un agente de la Benemérita que llevaba a hombros a un vecino, auxiliándolo en plena inundación (las riadas en el País Vasco habían tenido lugar en fecha reciente), bajo el significativo título de "Han matado a este guardia civil".

"El humor gráfico tiene una fuerte carga valorativa. A través de los rasgos acentuados de las figuras se expresa una posición […] Los textos y las situaciones en las que el autor ubica a los personajes no son inocentes -señala Mónica Viada en su tesis doctoral sobre los géneros del periodismo de opinión-. El propósito es denunciar, ridiculizar, exponer, desnudar situaciones o personas; en síntesis, dar una visión de la realidad y buscar la complicidad del lector en esa mirada irónica o satírica".

A juicio de esta autora, el chiste gráfico es el artículo "más popular y masivo de todos con los que cuenta cualquier medio escrito", porque su sencillez y su absoluta falta de formalidad permiten decir lo que los periodistas no pueden decir o, si lo dijeran, podrían correr el riesgo hasta de sufrir acciones legales.

Todo ello se concentra en las siguientes notas características, extraídas del apartado que la doctora Viada dedica en su tesis a la "función social del chiste":

-Horada lo establecido, toca lo intocable, ridiculiza lo sagrado, defenestra lo que está sobre el pedestal, transgrede el orden.

-Promueve la risa, afloja las tensiones, desvía por un momento la mirada de los problemas cotidianos o los asume desde otra óptica.

-Promueve la empatía a través de mostrar lo que la gente quiere ver y los periodistas no le dicen, generando una identificación con el lector.

-Evade la censura, al jugar con el doble sentido, con la semantización y re-semantización de los textos, posibilitando la supervivencia del humor incluso en épocas oscuras propias de los gobiernos dictatoriales. Tal y como se demostró durante la España franquista con publicaciones de la especie de La Codorniz, Don José, Por favor o El Hermano Lobo, de las que Antonio Mingote fue partícipe directo o generoso instigador.

Por otra parte, a los periodistas que seguimos leyendo y amando (¿acaso leer no es un acto de amor?) a los periódicos, aunque ya no trabajemos en ellos, nos queda el consuelo de que trayectorias modélicas como las de Mingote (brillante autodidacto que cultivó con atinado acierto múltiples facetas: dibujante, escritor, dramaturgo, guionista, académico -suyo era el sillón de la letra r-, comentarista radiofónico) no han sido en balde y permiten reivindicar a todos cuantos (como él) intentaron sacar adelante una prensa digna, aun en las circunstancias más adversas, demostrando que tan efímeras páginas volanderas estaban destinadas a algo más que a la limpieza de los cristales de las ventanas, a forrar los cubos de basura o envolver las alcachofas.

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