El pasado jueves, 8 de marzo, con motivo del Día Internacional de la Mujer, se convocó una huelga de trabajadoras que, con carácter más bien simbólico, pretendía llamar la atención sobre las desiguales condiciones laborales con las que las mujeres, sobre todo aquellas con responsabilidades familiares, compiten con sus compañeros varones en el actual mercado laboral. Y eso que hablamos del primer mundo, de la Champions League de países, según su Producto Interior Bruto, el cociente de su balanza comercial y la renta per cápita de sus habitantes.
Porque tratar de referirnos a cuestiones como la igualdad salarial y los derechos humanos en el resto, en las tres cuartas partes de este mísero y cochambroso planeta (que será) de los simios, es poco menos que sentarse en el suelo y esperar con resignación y muy pocas esperanzas a que se obre un milagro que difícilmente llegará a materializarse en este plano de la existencia.
Y es que las cifras no dejan lugar para que ni siquiera se siembre la semilla de la esperanza:
Se calcula que ciento veinte millones de mujeres han sufrido abusos sexuales en algún momento de sus vidas y son doscientos millones las que han padecido mutilación genital (ablación del clítoris) antes de cumplir los cinco años.
En este mundo, ciertamente inmundo, setecientos cincuenta millones de mujeres han contraído matrimonio siendo menores de edad y, aproximadamente, tres de cada cuatro mujeres y niñas que caen en una red de tráfico ilegal de personas lo son con el fin de su explotación sexual.
A estos datos hay que sumar la nada insignificante cifra de sesenta y seis mil mujeres, de cualesquiera edad y condición, que son asesinadas cada año. De hecho, tan solo en América Latina, cada día doce mujeres pierden la vida por la violencia machista, lo que permite hablar, sin miedo a resultar exagerados ni hiperbólicos, de un auténtico feminicidio.
Agredidas, violadas, degradadas, humilladas y ofendidas, ninguneadas, a las mujeres, a todas y cada una de ellas, sin excepción, sólo les queda la opción de apoyarse entre sí, de comprenderse, de respetarse y de quererse las unas a otras con verdadera voluntad solidaria, a la espera de su definitiva emancipación, porque en ese empeño no sólo está en juego su supervivencia sino la de la humanidad misma, a la que milenios de feroz patriarcado conducen a una inevitable, rápida y agónica destrucción.