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El callejón
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El infrahéroe

A Stephen Hawking, in memoriam

Los demás lo desconocen pero, bajo su anodina apariencia de oficinista metódico y eficiente, Gregorio Kent oculta la insignificante desmesura de alguien extraordinario.

Se incorporó a la plantilla de DC Planet Inc. a una edad para muchos tardía, lo que algunos recelosos descalificaron como un sesgo tibio, reflejo de una personalidad carente por completo de ambición. Había llegado de una región del interior sin mayores credenciales que una proverbial y casi insólita parsimonia, cualidad muy valorada en el departamento de balances de una empresa donde la vertiginosa premura con la que la práctica totalidad de contables se desempeñaban en su habitual cometido no siempre era sinónimo de rentabilidad, más bien lo contrario.

El celo exhaustivo, la paciencia infinita, la esmerada lentitud con la que Kent se aplicaba en el cálculo aritmético acumulaba puntos a su favor que no discutían ni siquiera sus más apasionados detractores, que de todo ha de haber en este viejo mundo que tanto recuerda a un Olimpo de titanes y colosos.

A pesar de ello, nuestro modesto empleado conseguía pasar desapercibido: con precisión amanuense había reescrito su biografía, lejos de la mirada indiscreta de los otros, quienes ignoraban que éste había entrado en el país de forma clandestina, a bordo de un pequeño módulo interestelar, confundido dentro del millar de naves que arriban cada hora a Puerto Gordon.

Último superviviente de una estirpe de criaturas desdichadamente imperfectas, que poblaron el único planeta habitado en la órbita del sol, diminuto astro extinguido hacía millones de años luz, Gregorio Kent (en realidad, comandante de la NASA, Bruce Parker) había atravesado el universo de punta a punta, aprovechando un pliegue accidental en la corteza espacio-tiempo, con lo que alcanzó la inútil proeza de descubrir una nueva civilización cuando ya era demasiado tarde para sus semejantes. Así que, a partir de entonces, hubo de conformarse con llevar una existencia insípida y grisácea, exenta, eso sí, de sobresaltos y frustraciones, en su nueva tierra adoptiva, como anónimo ciudadano de Krypton, condenado a no poder compartir jamás su prodigioso y providencial hallazgo con nadie de su misma especie.

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