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El callejón
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Recuerdos para desmemoriados

Con esta viñeta, el genial Antonio Fraguas, Forges, sintetiza con su agudeza de siempre los tiempos difíciles que nos han tocado (mal)vivir, a la vez que hace un guiño cinéfilo al clásico de ciencia-ficción "Blade Runner". Magnífico.

A Marta Carmona Hernández, con cariño

Uno de los síntomas preclaros de envejecimiento de nuestro organismo es la progresiva (e imparable) pérdida de memoria. Trastorno o achaque del que se resienten todos aquellos cuerpos (orgánicos o no) de los que formamos parte, siguiendo nuestra natural condición de especie gregaria. Así, podemos diagnosticar, sin temor a equivocarnos, que este es un país viejo (y cada vez para más viejos), a tenor de la creciente amnesia que avanza paralela a su senilidad (no en vano, más de cinco siglos nos contemplan).

            A pesar de los denodados, heroicos y loables esfuerzos del anterior gobierno (y, en concreto, de su cabeza visible, el inefable y afable José Luis Rodríguez Zapatero: Where are you, Scooby Doo?) por remover el pasado y sacar a la luz los crímenes horrendos de nuestros abuelos (que también son los suyos), España se despierta cada día con la desconcertante desazón de que ya no la reconoce ni la madre que la parió.

            Pulverizado el consenso preconstitucional de la Transición, vivimos una realidad ciertamente olvidadiza, duopolizada a través de los espejos deformantes (y deformados) en los que converge la visión de las dos únicas lentes con las que nos empeñamos en mirar el mundo. Y la brecha que separa ambos puntos de vista no deja de crecer, condenándonos a una miopía casi absoluta.

            España se está transformando en un paisaje ruinoso en el que, en línea con el desastre heleno, las autoridades preconizan austeridad y contención al tiempo que blindan sus nóminas y garantizan el porvenir de sus propios descendientes.

            Este se está convirtiendo en un país indignado (e indignante) que ya proclama como valores supremos de su credo político: la crispación, la ignorancia y la jubilación anticipada. Un país depresivo (y deprimente), con tan poco pasado como presente, que deposita buena parte de sus esperanzas en la Unión Europea, que es como un carromato desvencijado, repleto de menesterosos, con las ruedas gastadas y del que apenas tiran un par de bueyes exhaustos, moribundos.

            Pero, mientras asistimos, entre inanes e impotentes, a la voladura (descontrolada) del estado de bienestar, edificado sobre los escombros de una guerra cruel e innecesaria (como casi todas) y sobre los sacrificios y las privaciones de una generación cautiva y desarmada por el régimen de Franco, parece que prefiramos girar el cuello hacia otro lado, recoger velas y esconder la cabeza como el avestruz, a la espera de que escampe el temporal y de que vengan tiempos mejores (vendrán, ya lo creo, pero, tal y como augura san Juan, en boca de Rafael Sánchez Ferlosio, llegarán, sí, aunque serán peores y nos "harán más ciegos").

            Por contra, también los hay que se rebelan contra esta pseudodemocracia, teledirigida desde Bruselas y Wall Street y endeudada hasta las cejas por la catastrófica gestión de una caterva de sinvergüenzas e incapaces, y plantan cara a la recesión, en la calle o en su centro de trabajo, con la protesta, con la pancarta y con la bronca.

            Alimentada por el miedo, por la pasividad y por la demagogia, la crisis nos arrastra llevando consigo no sólo lo que fuimos sino también lo que jamás llegaremos a ser.

            Esta semana mantuve un agridulce reencuentro con la mejor alumna que he tenido desde que estoy metido en la enseñanza: guapa, inteligente, despierta y atrevida. Tras haber aprobado la PAU con una nota media más que aceptable, el pasado verano se marchó a Alemania con el propósito de trabajar como niñera, aprender el idioma y meditar sobre su futuro inmediato. Ocho meses después, ha decidido quedarse allí. Y no volver. Por ahora.

            Yo la miro, observo sus ojos, llenos de ilusión y de vida, y leo en su rostro una hoja en blanco, cubierta de promesas. Su boca dibuja una fantástica sonrisa que conozco bien y que tanto echo de menos y siento, por ella, una enorme alegría que me refresca con su optimismo y me purifica por dentro. Sin embargo, no puedo evitar un doble deseo imposible: tener veinte años menos y acompañarla en su viaje hacia la tierra del mañana.

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