Dentro del pintoresco relato de la misión emancipadora y secesionista que, con obstinada y terca persistencia, vienen escribiendo día a día, verso a verso, pleno a pleno y comparecencia tras comparecencia ante los jueces y juezas, los atribulados apóstoles del llamado Procés, la detención el domingo de Ramos, en una prosaica gasolinera de Scheleswig Holstein, de su principal adalid, el ex president prófugo, Carles Puigdemont, se convirtió en la escenificación y recreación casi perfecta, veintiún siglos mediante, del pasaje evangélico que feligreses católicos de todo el mundo celebrarían días después en vísperas del Viernes Santo.
Nos estamos refiriendo, naturalmente, al Prendimiento.
Pero aquí acaba la analogía.
La ínfima relevancia internacional del estado español, el desastroso gobierno timoneado (es un decir) por un registrador de la propiedad perezoso, pusilánime y obscenamente irresponsable, y las servidumbres (más bien ataduras) que condicionan a Ángela Merkel (aliada coyuntural de su némesis ideológica), precipitaron el rápido y vergonzante desprendimiento, por parte de la Justicia alemana (ejemplo paradigmático hace no mucho tiempo de todo lo contrario), de un criminal tan comprometedor como contumaz.
Porque aquí no se trata de que el individuo en cuestión sea culpable o no de los graves delitos que se le imputan, sino de si responderá o no algún día ante los tribunales españoles de sus injustificadas y muy perniciosas tropelías.
Se admiten apuestas.
¿Alguien se atreve a pronosticar el final de este (cuando menos) esperpéntico desaguisado?