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El callejón
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Cazador blanco, corazón azul

Significativa escena de "Cazador blanco, corazón negro", adaptación cinematográfica de la novela de igual título, dirigida y protagonizada por Clint Eastwood, que recrea el rodaje de "La reina de África" (1950), el clásico de John Huston.

En 1950, una expedición de actores, técnicos y productores de cine, procedentes de Hollywood, se embarcó en la gran aventura de rodar una película en pleno corazón del África negra: en el Congo de Joseph Conrad y en la Uganda anterior al déspota caníbal Idi Amin Dada. Tan legendario como la propia cinta (un clásico irrepetible pese a los reiterados intentos de imitarla que se han filmado en los últimos cincuenta años), el rodaje de La reina de África resultó tan conflictivo y accidentado que su protagonista femenina, la extraordinaria Katharine Hepburn, tan poco dada a airear los trapos sucios del gremio, publicó mucho tiempo después un diario de aquellos días disparatados en los que -según confesión propia- a punto estuvo de perder la razón. De hecho, la mayor parte del equipo técnico y artístico fue pasto de los mosquitos y de la disentería, de la que, milagrosamente, escaparon el director John Huston y el intérprete principal, Humphrey Bogart, quien, al parecer, mantuvo a raya las infecciones con una dieta basada en carne enlatada, alubias, espárragos y medio container de whisky, que tanto él como Huston ingerían en cantidades respetables.

A pesar de que viviese durante largas temporadas en Marbella (junto a su esposa, la elegante actriz Deborah Kerr) hasta el final de sus días, en España no se oyó hablar del guionista y escritor Peter Viertel (1920-2007) hasta que, en 1990, Clint Eastwood (un realizador que casi es tan bueno como el director de El tesoro de Sierra Madre) llevó a la pantalla Cazador blanco, corazón negro, la novela de Viertel que, en clave de ficción, revive el proceso de creación de La reina de África, a través de un interesante juego de nombres supuestos que, como espejos, reflejan con cierto afán iconoclasta las contradicciones, los desplantes y la torturada personalidad de un auténtico fenómeno (el cineasta John Wilson/John Huston) que decide poner en riesgo un presupuesto de más de cincuenta mil dólares porque quiere dar caza a un elefante.

Es del todo punto inevitable identificar esta obsesión paquidermicida con el odio devastador que empuja al capitán Ahab a perseguir la blanca estela de Moby Dick (por cierto, historia adaptada al cine por Huston, seis años después de su periplo africano, con libreto del gran Ray Bradbury). Parece que en la destrucción de ambas criaturas, que son una encarnación majestuosa e irracional de la naturaleza misma (o de la mismísima divinidad), los dos individuos (el martirizado lobo de mar y el cineasta indomable) tratasen de encontrarse a sí mismos. Bajo esta reafirmación de la vida mediante la muerte de un ser absolutamente inocente, subyace el principio fundamental de una especie de ateísmo que se apoya en el evangelio de la fuerza bruta y de la superioridad intelectual (algo que los nazis, Stalin y unos cuantos vascos han llevado a límites sobrecogedores).

Pero no se llamen a engaño, estimados lectores (y lectoras), nada de esto es aplicable al percance cinegético recientemente sufrido por nuestro Jefe del Estado, en las lejanas tierras de Botswana. El Rey no viajó hasta el corazón de las tinieblas para exorcizar sus demonios o matar al elefante blanco con el que en su día pretendieron confundirlo los conjurados del 23-F. Juan Carlos I de Borbón participó en la cacería de uno de los animales más hermosos y regios que existen en este planeta porque es su forma de desahogar la imposibilidad de abatir a su yerno ruin, a pesar de que la personalidad jurídica de su Majestad no esté sujeta a ninguna clase de responsabilidad.

Todo lo demás son gestos de cara(dura) a la galería y ganas de vender periódicos.

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