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El callejón
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Pepe Juan

El pasado jueves, 19 de abril, en las entrañas del Hospital Universitario, en uno de esos siniestros camarotes en los que te alojan poco antes de emprender la travesía definitiva, falleció el profesor y escritor José Juan Pérez Pérez (Los Llanos de Aridane, 10 de enero de 1947), tras sufrir graves complicaciones en la enfermedad por la que había sido ingresado semanas antes.

Licenciado en Filosofía y Letras, en la especialidad de Románicas, por la Universidad de La Laguna en junio de 1969, en una época en la que impartían docencia en sus descascarilladas y gélidas aulas catedráticos de la talla y candor humano de Manuel Alvar, Gregorio Salvador o Emilio Lledó, este hijo de maestra, que vivió los rigores e incomodidades de la larga postguerra y los pequeños lujos que reportó la ayuda norteamericana, obtuvo en 1988 su doctorado en Filología Hispánica con una tesis sobre la narrativa corta de Mario Benedetti.

Por ese entonces, Pepe Juan llevaba ya quince años dando clases de Lengua Castellana y Literatura en el Instituto de Bachillerato Poeta Viana, al que llegó como profesor agregado, cuando aún era instituto femenino y donde tuvo como alumna a quien luego sería su esposa, Marina, y en el que se terminó prejubilando décadas después, hastiado del deterioro irreversible que se viene padeciendo en la enseñanza secundaria en nuestro desdichado país y que ha terminando transformando a los centros públicos en un atropellado frangollo que, en uno de sus tercios, es guardería, en otro, comedor de beneficencia, y en su última parte, reformatorio.

Quienes gozamos de la benévola oportunidad de recibir su magisterio coincidimos en destacar como principales virtudes de su labor como enseñante la tolerancia y respeto con el que trataba a sus estudiantes, la campechanía que mostraba con todo el mundo, su absoluta falta de arrogancia (a pesar de su bagaje académico, jamás miraba a sus pupilos adolescentes por encima del hombro) y el desprendido afecto con que nos evaluaba: generoso con el trabajador y ecuánime con el gandul.

Pepe Juan nunca presumió de ser un “hueso”, esto es, el profesor que intenta ejercer una suerte de implacable superioridad moral e intelectual sobre sus alumnos, a través de un inflexible calendario de exámenes y pruebas que corrige con el rigor de un notario del Opus Dei. A diferencia de estos meritorios de la tiza, abnegados e intransigentes ejecutores de la normativa, mercenarios del saber y de la pedagogía, Pepe Juan entendía el proceso de enseñanza y aprendizaje como intercambio de experiencias, siempre enriquecedoras en una doble dirección, entre el que sólo sabe que no sabe nada y el que cree saberlo todo cuando no tiene ni la más pajolera idea acerca de nada. En ese sentido, era un socrático convencido, que daba los mejores consejos sin que lo pareciesen y que se regocijaba (¡vaya si se regocijaba!), como buen epicúreo, liberal y progresista, con el placer de compartir los pocos destellos de conocimiento en la penumbra de este tiempo sin tiempo de la vida, Manola, la vida.

Hombre de muchas y variadas lecturas, José Juan Pérez era un excelente conversador, más proclive a escuchar que a pontificar (rehuía con sabia prudencia los juicios contundentes), y cultivaba la amistad con desprendida bonhomía, rehuyendo toda discusión estéril y prefiriendo el sereno consenso que, de forma espontánea y placentera, emana, con aroma grato y edificante, de una mesa bien servida y de una botella de vino del país, cumpliendo, sin saberlo, el primer mandamiento del buen bebedor, fijado por su paisano, el pintor Francisco Concepción, según el cual: “la mejor bebida es el vino, el mejor vino es el del país y el mejor vino del país es el 100 Pipers”.

Pepe Juan, que cultivó desde su primera juventud una apasionada afición por la música sin prejuicios, gustaba de editar, en aparatosos y antediluvianos equipos de grabación, suculentas selecciones de sus artistas preferidos y, en la bodega de su vivienda, en Tegueste, tan solo unos metros por debajo de Casa Tomás, se deleitaba con imperecederos popurrís donde se alternaban Mercedes Sosa, la orquesta Mantovani, Pablo Milanés, Los Sabandeños, Los Guaracheros, Facundo Cabral, Chavela Vargas, Añoranza, Alberto Cortez o su muy querido Luis Mariano.

Como todo espíritu libre, vivía la literatura prescindiendo de las etiquetas y sólo un estricto sentido del pudor le llevó a publicar poemas y cuentos que había estado escribiendo, en la soledad de su estudio, durante décadas, coincidiendo con la recta final de su carrera docente. Mucho antes, había dejado muestras de su propia cosecha en las páginas de La Tarde, Sansofé, Diario de Avisos o El Día, con colaboraciones periodísticas donde, a veces, se parapetaba detrás de otros nombres: 2J+2P o Angelito Liberal. Disciplinado investigador del léxico quevedesco o de la prosa de Azorín, Pepe Juan fue ameno conferenciante, tutor de la Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED) y, con discreta paciencia, aguardó el momento oportuno para dar a la imprenta sus meritorios libros de relatos Los árboles y otros cuentos (1996), La muerte de Ratón y otras historias (2005) y Extrañas Historias de Café (2006), los estupendos poemarios Tiempos y Espacios y Sin ira (2003), y su obra más ambiciosa, la novela La Bodega (2007): una tierna, entretenida y a la vez desgarradora fábula sobre la emigración canaria a Venezuela que es, a su manera, una crónica íntima, cotidiana, de los sueños realizados, del desarraigo que lleva consigo la consecución de los deseos y del desengaño con el que se afronta la muerte, después de tanto sacrificio, en el fondo, inútil.

Amable, educado, culto y nada vanidoso, Jose Juan Pérez Pérez, Pepe Juan, se nos ha ido demasiado pronto, de forma abrupta e inesperada, y los que lamentamos ahora haber pospuesto esa llamada que ya nunca podremos hacer le recordamos, entre sobrecogidos y frustrados, con la sonrisa risueña, con el fulgor infantil, con el que el profesor, el maestro, el amigo, le quitaba el drama a la existencia, que era su mejor manera de aleccionarnos, de enseñarnos que debíamos ser fieles a nosotros mismos, pase lo que pase y suceda lo que suceda.

Hasta siempre.

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