Como si de un mal presagio se tratara, la historia no pudo tener peor inicio. La leyenda cuenta que la hija del rey fenicio Agenor poseía una belleza tan rotunda y arrebatadora que ni el mismísimo Zeus pudo resistirse. Convertido en un imponente toro, se acercó manso hasta la joven, que se divertía con sus amigas, feliz y despreocupada, en un hermoso paraje junto al mar. Confiada en la aparente docilidad del animal, Europa, que así se llamaba la muchacha, se aproximó hasta el astado, atraída por su magnífica presencia y por su tierno y pueril mugido. La ingenua doncella le acarició con dulzura la cerviz, le ofreció hierba fresca para que la rumiara con tranquilidad, adornó su frente con guirnaldas y se sentó con delicada gracia sobre su lomo. De inmediato, Zeus emprendió una feroz carrera hacia el mar, donde se adentró en medio de la sorpresa espantada de su involuntaria amazona. Lo que ocurrió después es fácil de imaginar.
Azarosa, terrible e incluso brutal, la trayectoria del Viejo Continente parece desdichadamente simétrica al mito que sirvió para dar nombre a la superficie de más de diez millones de kilómetros cuadrados existentes entre los paralelos 36 y 70 de latitud, al norte del globo terráqueo.
Con varios milenios a sus espaldas, esta pequeña franja de tierra (apenas un dos por ciento del total del planeta) ha sobrevivido a tal cantidad de despropósitos y cataclismos que su relevancia a nivel mundial sigue siendo palpable. No en vano, un espacio físico que ha sido capaz de aguantar los vaivenes de diversos imperios, infinidad de guerras (dos de ellas de índole universal), plagas de proporciones bíblicas (tan solo la pandemia de gripe de 1918 se llevó por delante a más de cincuenta millones de personas), tiranías horrendas, espeluznantes e incomprensibles genocidios y cincuenta y tres ediciones del Festival de Eurovisión, no puede dejar de despertar la atención del resto de comunidades humanas que habitan este punto luminoso próximo al sol, en plena Vía Láctea.
Qué duda cabe que, con la caída del bloque soviético al completo, no sólo se desmoronó una superestructura montada sobre pilares de papel y, lo que es peor, erigida sobre los sueños traicionados y fraudulentos de varias generaciones, también el protagonismo de Europa, su vocación orientadora y su estatus de semillero ético y estético de la cultura occidental, se ha visto considerablemente mermado ante la aplastante hegemonía del amigo americano y el imparable ascenso de China, llamada a ser el nuevo coloso o el nuevo monstruo, según se mire, emergido de la fragua del capitalismo del siglo XXI. El gigante asiático propone un sistema que combina con insólita (o demoníaca) eficacia el liberalismo de más reciente (o salvaje) cuño con el intervencionismo estatal diseñado por Mao Zedong en 1949.
Y, ante semejante panorama, ¿qué les queda por hacer a los más de setecientos treinta millones de europeos? Casi todo. Porque, a la vista de que la Unión Europea arrancó apenas hace cincuenta y ocho años, con la firma del Tratado de París, en virtud del cual se crea la Comunidad Europea del Carbón y del Acero (CECA), aún falta muchísimo trecho por recorrer para consolidar un modelo común de convivencia cívica, cimentado en el respeto a la singularidad de cada uno de sus pueblos.
Por ejemplo, para empezar, un paso significativo hacia la consecución de esta nueva Europa, que pretende ser más justa y solidaria, consistiría en no volver a repetir el índice de participación registrado en las últimas elecciones al parlamento de Estrasburgo, cuando de trescientos setenta y cinco millones de ciudadanos con derecho a voto sólo el cuarenta por ciento depositó su sufragio en las urnas. Ya que, de persistir y ahondar en la siempre peligrosa senda del abstencionismo, el proyecto político de la Unión estaría condenado a perecer y el continente no puede permitirse (no podemos permitirnos) una deriva hacia la pasividad y el conformismo que son el peor caldo de cultivo para que se reaviven las brasas calcinadas de antiguos fantasmas de funesto recuerdo.