Estas líneas están escritas en recuerdo de Larbi Ben Barek, Adrián Escudero, Juan Carlos Arteche, Luis Aragonés, Miguel ‘El Pechuga’ San Román, Feliciano Rivilla y Rubén Osvaldo ‘Panadero’ Díaz
El 2 de mayo de 1986 tenía quince años, aún vivía en Santa Cruz de La Palma, donde cursaba Primero de BUP en el Alonso Pérez Díaz, y Fernando Torres Sanz apenas llevaba dos primaveras sobre las baldosas de este mundo, tan redondo como un balón de reglamento. Supongo que, de ese día, el hoy delantero centro del club Atlético de Madrid no guardará ningún recuerdo, habida cuenta de que, en sus primeros cuarenta y ocho meses de funcionamiento, nuestro cerebro es un dispositivo en pleno proceso evolutivo y el disco duro de su memoria se actualiza constantemente sin que apenas queden residuos de las impresiones recibidas del exterior.
En mi caso, que llegué aquí trece años antes que Fernando, guardo un buen puñado de reminiscencias de aquella jornada, víspera de la festividad de la Cruz, y todas ellas relacionadas con la final de la Recopa de Europa que esa noche dirimieron, en Lyon, el Atlético y el Dinamo de Kiev.
Se puede decir que ese partido constituyó el último episodio relevante protagonizado por un conjunto, el madrileño, que, de la mano de su entrenador, Luis Aragonés, había completado un ciclo de cuatro años de excelentes resultados, a pesar de las penurias económicas que atravesaba la entidad y que le obligaron a competir, con el Athletic de Javier Clemente y el Barcelona (club que el año anterior había ganado la Liga, tras once años de sequía) de Terry Venables, con un equipo sostenido por veteranos de la casa (Mejías, Arteche, Ruiz, Quique Ramos, Clemente Villaverde, Rubio), por chicos procedentes del filial (Sergio Morgado, Pedro Pablo, Mínguez, Pedraza, Tomás Reñones, Roberto Simón Marina, Julio Prieto), por refuerzos buenos, bonitos y baratos (Balbino, Landáburu, Cabrera) y por la irrupción inesperada del rematador mexicano Hugo Sánchez, quien, tras obtener el título de Copa, en 1985, frente al Bilbao, decidió cruzar de punta a punta la ciudad para sumarse a la emergente Quinta del Buitre. Además, el Atlético que se presentó en Lyon, y que fue apabullado por un rival muy superior, había incorporado, al inicio de esa campaña, tres fichajes de cierta envergadura y que cuajaron una aceptable temporada: el guardameta internacional argentino Ubaldo Fillol (campeón del mundo en 1978), el centrocampista cántabro Quique Setién y el delantero uruguayo, también internacional, Jorge ‘Polilla’ Da Silva.
La rueda del destino es caprichosa y ha deparado que, transcurridos treinta y dos años de aquel antológico “baño” ucraniano, el club colchonero esté en disposición de obtener un nuevo entorchado continental (posibilidad a la que se ha hecho acreedor al ser eliminado prematuramente de la principal competición europea), en el mismo estadio de entonces, aunque sobra decir que nosotros (la entidad colchonera y sus leales seguidores, eternos sufridores) ya no somos los mismos.
En estas tres últimas décadas de su larga centuria de existencia, el Atlético ha vivido todo, incluido un descenso de categoría, dos campañas en Segunda y un tortuoso destierro por el desierto de la más anodina y desesperanzadora mediocridad, en el que tan solo la rubicunda silueta de Fernando Torres Sanz aportaba algo de luz, con fulgor potente y enérgico, con una clase de pura sangre veloz, en medio de la penumbra opaca de tanto mercenario conformista.
Fueron ocho inacabables años de frustraciones y pitorreo, de la nada hecha pedazos, de tranques, de paquetes, de vejaciones a la camiseta (manchada con los anuncios de películas dignas del infame productor cinematográfico que hoy sigue pegado cual lapa a la presidencia), de un insensato ejercicio de fe en una causa casi definitivamente perdida.
Si descontamos el breve espejismo de la temporada 2009-2010 (primera Europa League, finalista de la Copa del Rey y primera Supercopa europea), hubo que esperar hasta el decisivo retorno de Diego Pablo Simeone, esta vez como técnico, para que el Atlético volviese a ser el que jamás debió dejar de ser.
Bajo la eficaz e indestructible égida de El Cholo, el club ha pasado, en el corto lapso de seis años, de acumular una deuda de más de doscientos millones de euros con Hacienda a disponer de una nueva y moderna sede física, de ser el hazmerreír del fútbol español a ocupar el segundo puesto en el escalafón de la UEFA y de mancillar el nombre de la entidad, contratando a precio de oro a una cuchipanda impresentable de entrenadores de segunda fila y futbolistas de rendimiento sonrojante, a lucir hasta ocho canteranos (todos ellos internacionales), en diferentes momentos, en su once titular.
Como muy bien apunta el periodista Rubén Uría: “Simeone cogió un muerto y en tiempo récord lo hizo campeón”. Y eso es algo que le reconocen hasta los lerdos.
Con un pragmatismo no apto para idealistas de cinco estrellas (aquellos que se llenan la boca de grandes palabras -belleza, estilo, espontaneidad, placer, imaginación…- con las carteras repletas de cheques en blanco), el éxito de este Atlético de Simeone no tiene nada que ver ni con la improvisación, ni con presupuestos ilimitados, ni siquiera con el carácter lúdico que resulta consustancial a este deporte. Por eso, el símil más sensato que se me ocurre para identificar a este equipo (al que tantos aficionados nos asomamos, como ante un espejo, con orgullo incalculable) es el del pugilismo. Los jugadores del Cholo no juegan, compiten. Igual que no se juega al boxeo. Y, de la misma manera que hacen los púgiles, los atletas que comanda ese triunvirato irrepetible (Simeone-Burgos-Ortega) no entrenan, trabajan: pelean, disputan, luchan, se baten el cobre en cada sesión preparatoria, para competir. “Jugamos finales cada quince minutos. Para nosotros, cada entrenamiento se afronta como si fuese el último”, ha dicho una y mil veces Germán ‘El Mono’ Burgos a todo el que quiera escucharle.
Con una mentalidad completamente espartana y el máximo nivel de autoexigencia, el actual cuadro técnico rojiblanco ha conseguido extrapolar al ámbito futbolístico una ética del trabajo que, en el cuadrilátero de las dieciséis cuerdas (antes doce), se traduce en aprovechar al límite tus propios recursos, agotar hasta la última gota de tus virtudes, minimizar tus carencias y explotar los defectos del contrario para, llegado el instante de la verdad: golpear sin ser golpeado, encajar y pegar, en una mezcla prodigiosa de resistencia e insistencia, y no arrojar la toalla, es decir, nunca rendirse.
El Atlético que esta noche se verá en la ciudad francesa es una robusta y casi inexpugnable falange de gladiadores, asentada sobre los firmes cimientos de una portería defendida por un espigado esloveno, que es la colosal revisión y puesta al día del mito Yashin, y de una guardia pretoriana con acento uruguayo, en la que nadie es más importante que el resto y donde todos suman.
‘El Niño’ Torres, que reconoció que su sueño desde chico fue ganar un título con el equipo de su vida y que volvió en 2015 para hacerlo realidad, tendrá ante sí, esta noche, en Lyon, un último asalto para conseguirlo. No obstante, a estas alturas, en su caso, el gran triunfo con el Atlético lo consiguió Torres hace mucho tiempo. Él fue (y nadie puede albergar la menor duda al respecto) nuestra única ilusión cuando imaginar veladas como la de hoy era una quimera impensable.
Gracias, Fernando. Gracias por tanto. Gracias por todo, campeón.
spica
Ta caerán.
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Viirtual
Felicidades a ti y a todos los aficionados del Atletico de Madrid por ganar de forma LIMPIA la Europa League!
¡LIMPIA……..LIMPIA……LIMPIA….LIMPIA!
Lastima que El TramPPas le hayan robado dos Champions League, la de Lisboa y la de Milan.
A los mandriles tramPPosos jamas los felicitaré.
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