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El callejón
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Una pasión rojiblanca

Amplio resumen de la final de Copa disputada entre el Athletic de Bilbao y el Atlético de Madrid, en junio de 1985, en la que el conjunto colchonero venció por vez primera al equipo vasco, gracias al acierto de Hugo Sánchez, que luego se fue al Madrid.

A Antonio López y a Luis Amaranto Perea, con cariño y gratitud por los servicios prestados, y a mi sobrina Daniela, en su cuarto cumpleaños

En su estupendo prólogo al no menos magnífico libro Sentimiento atlético: cien años de sueños, alegrías y desencantos, de José Miguélez y Javier G. Matallanas, el gran Santiago Segurola (tal vez el mejor escritor sobre fútbol que haya tenido el periodismo español) comienza con un primer párrafo donde marca claramente el territorio por el que no sólo van a transitar las siguientes doscientas cincuenta páginas sino también la inconfundible senda que él mismo recorre cada domingo como devoto seguidor del Athletic Club de Bilbao:

"Por su naturaleza tribal, el fútbol tiene un costado sectario que rechaza a los aficionados que actúan como jugadores de ventaja. Suelen ser hinchas que practican un innoble mestizaje que consiste en defender los colores de un equipo, pero tifan por el equipo que gana casi siempre, y ya sabemos de qué club estamos hablando. Esta gente vive tranquila a lomos de dos caballos, definitivamente satisfecha con su oportunismo, ajena al principio de lealtad que impregna al verdadero hincha desde que nace, principio que es como el amor de madre: ni se compra ni se vende", escribe Segurola, quien varias líneas después recalca: "El siglo del Atlético es el de un equipo decisivo en la historia del fútbol español, un club con unas formidables señas de identidad que incluyen claramente el desprecio a la doble moral a la que me refería al principio. O se es del Atlético, o no se es, sin medias tintas, porque nunca me he encontrado con nadie que especule con la pertenencia a la tribu rojiblanca según el viento de los resultados, como ocurre en otros sitios. De siempre supe que el Atlético no admite tibios, y que valora como pocos equipos el sentimiento de pertenencia y fidelidad, la suprema firmeza del resistente, pues de eso se trata en un club acostumbrado a moverse en toda clase de territorios inhóspitos".

Luego, el periodista vizcaíno concluye su breve introito con estas hermosas palabras: "El fútbol puede ser todo lo sectario que se quiera, pero no puede ocultar su papel de depósito sentimental. Y una vez, hace cien años, gente de mi ciudad, de Bilbao, del Athletic, ayudó a fundar un club que luego protagonizó una gloriosa historia".

Y es que, efectivamente, el destino de ambas instituciones está unido desde el momento en que, el 26 de abril de 1903 (el día del partido de vuelta de la semifinal de la Europa League, en Valencia, se cumplieron ciento nueve años), un grupo de estudiantes vizcaínos de la Escuela Especial de Ingenieros de Minas fundaron, en la capital de España, un equipo filial del Athletic de Bilbao, que se denominó en principio Athletic Club de Madrid.

Durante el largo siglo transcurrido desde entonces, las dos instituciones han vivido toda clase de peripecias (unas más gratificantes que otras) y el interés suscitado en torno a su rivalidad deportiva ha ido decreciendo en la medida que los propios clubes se han visto relegados a ocupar un espacio de relevancia cada vez menor dentro de un balompié nacional tiranizado por dos inmensas maquinarias depredadoras.

Sin embargo, la afortunada confluencia de una serie de circunstancias (que tienen mucho que ver con el talento innegable de media docena de jugadores fantásticos) han permitido que este miércoles, en la capital de Rumanía, podamos asistir a la reedición de un auténtico clásico del fútbol español, que se presenta envuelto por el seductor y melancólico aroma de la nostalgia.

Con excesiva antelación, los exegetas del triunfo (casi) seguro y los aficionados de los dos equipos que ganan (casi) todo (casi) siempre habían augurado una nueva versión de esa vieja película de la que empezamos a cansarnos los demás sin contar con que, en el fondo, esto no es sino un juego y hay que dejar margen para la imprevisibilidad porque, a veces, la pelotita no cae del lado del más fuerte, ni del que más ha invertido, ni siquiera del que mejor juega. Y, contrariamente a lo que se vendía hace meses, la única final española que veremos esta temporada, en el escenario continental, la van a protagonizar dos segundones que no estaban invitados a la fiesta.

Hubo un tiempo (tan feliz como ya lejano) en que un encuentro como el de mañana recibía el tratamiento de partidazo. Atraídos como las moscas a la miel, los seguidores y rapsodas de la business class del balompié asomarán con desgana el hocico a lo que suceda en Bucarest con el único (y repulsivo) estímulo de acertar cuál de los purasangres en liza (y en eso el Athletic cuenta con una ligera ventaja respecto al Atleti) puede recalar la próxima temporada en los establos de la (es)cuadra merengue o azulgrana.

Pero, por unas horas, los seguidores de ambas tribus rojiblancas recuperaremos el lugar que nos fue arrebatado (o que no supimos defender) y nos entregaremos a una lucha digna, abierta, encarnizada y noble, y recordaremos que un día fuimos grandes y protagonizamos duelos de envergadura, en los que, como mañana, no importaban tanto la gloria o el fracaso como el placer de pelear hasta el final por alcanzar el triunfo.

¡Gora, Athletic!

¡Aúpa, Atleti!

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