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El callejón
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¡Buena suerte, Wallas!

Euro Luis

Hoy hace diez años, en el vestuario del equipo visitante del estadio Ernst Happel, de Viena, los jugadores de la selección española asistían, expectantes y nerviosos, a la última charla técnica que habría de darles su entrenador.

Para él, próximo a cumplir los setenta años, ésta no era una charla cualquiera. No lo había tenido nada fácil en el último año y medio. Con la saña rencorosa de unos perros de caza famélicos, lo peor y más mezquino de la, por lo general, pésima prensa deportiva de este país, o sea, una legión implacable de muertos de hambre, se había lanzado a por él con las desdichadas ansias de toda turbamulta. Pero él, fiel a sus principios (mamados en un hogar familiar donde siempre hubo un plato para el necesitado: no en balde, su abuelo había sido guardaespaldas de Alfonso XIII), se tragó todo los sapos, las infames provocaciones y los insultos, y no cedió ni un centímetro a las presiones inaceptables de una multitud de voceros mediocres.

Como diablo viejo, que lo ha sido todo en esa jungla de talentosos y aprovechados que es el fútbol profesional, sabía que ese era el precio que debía pagar para conseguir el mayor éxito de su carrera, del que sólo el infortunio y la injusticia, tan inherente al juego como a la vida misma, le habían privado una aciaga noche de mayo (festividad de san Isidro: siempre tan agrario, tan gregario, tan merengue) de 1974.

Liberados de la incómoda e insoportable presencia del entonces jugador emblema del Panathinaikos, Raúl González Blanco (el más absurdamente sobrevalorado futbolista de la presente centuria), aquellos chicos, procedentes de los mejores clubs del continente, asentían un poco entre aturdidos y desconcertados a la charla que su míster les estaba soltando, minutos antes de la final del campeonato de Europa de selecciones nacionales.

Entonces, el entrenador, de cuyos servicios hacía tiempo que la Real Federación Española había decidido desprenderse como quien lo hace de un gran coche pero con el motor agotado, convencido de no ser capaz de completar una última carrera, trató de aleccionar a los jugadores, la mayoría de los cuales podían ser sus hijos, haciéndoles ver la importancia casi vital de anular, durante el partido, al mejor de los alemanes: Wallas.

Hay que neutralizar a Wallas. Si sus compañeros no consiguen conectar con él y mantenemos el pasillo de seguridad cerrado [línea imaginaria que une, en el terreno de juego, a los dos laterales y a los dos defensas centrales con los respectivos centrocampistas y con los delanteros] tendremos medio partido ganado”.

Los futbolistas se miraban incrédulos unos a otros sin saber quién era el tal Wallas del que les estaba hablando.

¡Sí, ya sé que es Michael Balack, pero yo a ese tío lo llamo como me sale de los cojones!”, sentenció el míster y varios de sus pupilos rompieron a reír a carcajadas.

Poco después, en el túnel de acceso al campo, Fernando Torres y algunos otros compañeros fueron sorprendidos testigos del insólito epílogo a toda la secuencia: por detrás de ellos, se acercó Luis Aragonés y, colocándose en medio de ambas filas de futbolistas, se aproximó al magnífico mediocentro germano y le tocó en el hombro.

¡Buena suerte, Wallas!”, le dijo guiñándole un ojo.

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