Al maestro Luis Alemany Colomé
En un nuevo aunque no sorprendente sesgo de su personalidad singular, el registrador de la propiedad Mariano Rajoy Brey ha renunciado a toda clase de prebendas, reconocimientos y subsidios, derivados de su lustro y pico al frente del gobierno español, resuelto a regresar a la plácida tranquilidad del despacho en su oficina de Santa Pola, Alicante.
Alguien, benévolo y simpatizante con tales gestos de cara a la galería, podría pensar (y está en su soberano derecho, faltaría plus) que el ex concejal, ex diputado, ex ministro y ex presidente ha renunciado a los privilegios a los que legítimamente se hizo acreedor, después de treinta y siete años de servicio a la cosa pública, porque, en el fondo, no aspira a ningún honor ni precisa de sobresueldo o pensión alimenticia alguna.
“Me marcho como vine: con los bolsillos vacíos y la conciencia limpia”, parece transmitir el político pontevedrés.
No obstante, la serena indiferencia con la que este hombre ha ido desempeñando puestos de responsabilidad a lo largo de más de tres décadas, su inveterada pasividad, su pusilánime autocomplacencia, que es la secreta facultad del que jamás toma una decisión equivocada porque nunca hace nada, tal vez tenga más que ver con la pereza (censurada como uno de los vicios capitales) que con la templanza (considerada una de las cuatro virtudes cardinales).
Sumido en el placebo de su absoluta falta de voluntad, cómodamente instalado al abrigo de una pasmosa, desesperante y exasperante irresolusión, Mariano Rajoy ha ido dilapidando una inimaginable veta superior a los once millones de votos; ha completado una legislatura y media que sólo arroja balances positivos en el aspecto económico (donde su equipo se ha limitado a seguir al pie de la letra las recetas con aceite de ricino expedidas por Bruselas y el Fondo Monetario Internacional); ha representado el indecoroso papel de Poncio Pilatos en la farsa secesionista (con un Puigdemont cada día más emperrado en emular a su ídolo de la infancia: el inolvidable Manolo Gómez Bur de La venganza de don Mendo); ha mirado para otro lado mientras ex prebostes de su partido desfilaban en sede judicial con la fingida honradez con la que se pasea una banda de timadores por los fotogramas de una película de Tony Leblanc y Antonio Ozores; para debilitar al PSOE, ha potenciado (eso sí, sin mover un dedo y con escasa agudeza y nula perspectiva política) a una multitudinaria y ruidosa amalgama de extrema izquierda (que es, en realidad, un enjambre incontrolable de propuestas ideológicas tan caducas como nocivas); ha perdido el poder sin dar la cara (ante un adversario invisible, que se ganó el puesto debatiendo frente a un escaño vacío, ocupado por un bolso de señora que recordaba al de doña Urraca, el personaje de Miguel Bernet); y ha estado a punto de desintegrar al Partido Popular, del que se ha quitado de en medio con la premura (insólita en él) del que siempre prefirió mil veces huir antes que plantar batalla.
La imagen que sintetiza estos casi siete años de gobierno (¿) mariano en La Moncloa es la alargada figura de este registrador, entre tambaleante y acaso sonámbulo, sorprendido a la salida del restaurante en el que permaneció por espacio de nueve horas, rodeado de fieles correligionarios, y desde el que asistió, en prolongada sobremesa y completamente ajeno a sí mismo, al desolador y bochornoso final de su carrera política.
El pasado fin de semana nuestro hombre compareció de nuevo e hizo una última y fugaz aparición (muy mariana, por ciento), en el congreso extraordinario de su partido, al que hubo de acudir con esa casi pueril disconformidad con la que, a regañadientes, de chicos debíamos ir a hacer los recados a nuestras madres o abuelas (¡cómo olvidar la venta hoy cerrada del inefable don Fulgencio!), y en el cual se dirimía su sucesión. Leal a su sempiterna indefinición (tan gallega, tan críptica, tan suya), Rajoy optó por una neutralidad insípida, pacifista, y ni siquiera cayó en la tentación de imitar al rey Salomón, convencido tal vez de que, llegado el caso, ambos contendientes, Soraya y Pablo, Pablo y Soraya, hubiesen preferido partida en dos a la criatura antes que dar su brazo a torcer.
Al final, las urnas (a las que tan reacios se han mostrado en otros tiempos los jerarcas a la hora de renovar la cúpula de esta formación carpetovetónica-conservadora) se decantaron por un retorno (¿retroceso?) a los axiomas del discurso PPprimigenio que llevó a los populares (tan rechazados, tan denostados, tan antiPPpáticos e impopulares entre las clases populares) a sus mayores éxitos. En ese sentido, Pablo Casado, venido al mundo en 1981, el mismo año en el que, casualmente, su admirado predecesor obtenía por vez primera un acta como cargo público (diputado autonómico), encarna la vertiente más PPpura, dura, PPprepotente y PPpija de una fuerza política de exigua ideología y PPpingües beneficios para sus naturales aliados: la banca, el capital privado en servicios públicos, las grandes corporaciones y las principales constructoras.
Desconozco si a estas alturas la Historia, en un futuro más o menos lejano, será más o menos generosa, más o menos benevolente, con este periodo, lo que sí tengo claro es que, en los apenas cinco meses que duró la pasada y brevísima legislatura (de enero a mayo de 2016), durante los cuales España careció de un presidente investido (fueron veinte semanas de interinidad y de gobierno en funciones), nadie notó la diferencia ni con los cuatro años inmediatamente anteriores ni con los dos siguientes.
¿Por qué será?
Una recomendación: no le pregunten a Mariano. Ni querrá ni sabrá contestarles. O las dos cosas. Porque con él nunca se sabe si sube o baja las escaleras. O permanece sentado en el rellano.