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El callejón
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Un hombre en la ventana

Bartali

A Mario Fossati y Dino Buzzati, in memoriam

Es un hotelito modesto en medio del escenario irreal, suntuoso, de la Riviera. Hace rato que ha anochecido y sobre el espejo de azabache del mar se espolvorea el reflejo centelleante de los astros. Él, que se guarda tantas cosas para sí, que ni siquiera las comparte con Adriana, la madre de sus tres hijos, echa un rápido vistazo a la bóveda celeste, a través de la ventana de la habitación, vuelve a bajar la cabeza y centra su atención en consumir el tercer cigarrillo desde que colgó el teléfono.

Nadie lo sabe, pero su insensata debilidad por el tabaco es su peculiar forma de ajustar cuentas con Dios. No le perdona lo de Giulio. No se lo perdona a sí mismo, a pesar de que nada tuvo que ver con el accidente. Su hermano era tan joven aún. Tenía tanto por hacer. Él, sin embargo, ahora se siente viejo, acabado. Tiene treinta y cuatro años y ya lleva perdidos más de veinte minutos en la clasificación general. Quería dejarlo. Ha estado a punto de abandonar porque, en unas horas, arrancan los tres días más difíciles: el Izoard, la Cruz de Hierro y el Galibier y media docena de puertos intermedios que se clavan en las piernas como garras, con la presión de un millar de alfileres. Pero debe continuar. Nunca ha sabido decir que no. Y, además, se lo debe a Giulio. El hermano que lo contemplaba con la admiración encendida con que se venera a un héroe; el mismo que lo veía, a hurtadillas, somnoliento y atrapado entre las sábanas, mientras él se levantaba, a las cuatro y media de la madrugada, para ir a entrenar, antes de marchar al taller donde aprendía el oficio de mecánico; el mismo que le vio triunfar en las primeras pruebas y al que transmitió su amor-odio por la bicicleta. No le queda otro remedio que seguir compitiendo e intentar desafiar al líder de la carrera, averiguar si será capaz de aguantar sus ataques. Porque no hay más opción que pasar a la ofensiva y pedalear con determinación, con firmeza, sin mirar atrás, como en la guerra: cuando cubría varias veces por semana los doscientos kilómetros entre Florencia y Asís para llevar, ocultos en los tubos del cuadro, los papeles y el resto de la documentación que su Eminencia Reverendísima, Elia Dalla Costa, le había confiado, con el objetivo de sacar del país a centenares de desconocidos, a los que les habría esperado un pavoroso final en campos de exterminio del este de Europa. Por cierto, a nadie le ha confesado todavía dicho secreto. Ni cree que lo vaya a hacer público jamás. Le dio su palabra al cardenal y eso es tanto como firmar un acuerdo de confidencialidad con el mismísimo Dios. Dios. A quien tanto le debe y a quien no le perdona lo de Giulio. ¿Por qué? Se pregunta. Le pregunta. Y, como siempre, no obtiene ninguna respuesta.

Hace un rato, después de recibir la llamada urgente del presidente De Gasperi, quien le rogaba con un hilo de voz, desesperado, impotente, que luchase al menos por las victorias de etapa, porque Italia se precipita al abismo de una confrontación civil, Gino, por favor, te lo suplico, hoy un fascista ha disparado a Togliatti, está muy grave, en el hospital, y los comunistas amenazan con incendiar el país de arriba a abajo, ha cedido por unos momentos a la tentación de sentirse un poco más allá del bien y del mal, de verse como alguien providencial, imprescindible, aunque pronto ha cogido aire y roto el tenso silencio telefónico: “Lo intentaré…”. Al otro lado, le pareció escuchar un hondo suspiro de alivio y, antes de colgar, el primer ministro pronunció palabras de sincero agradecimiento.

Son casi las dos de la mañana y el hombre en la ventana apura el último cigarrillo. Observa con detenimiento el paisaje y su mirada se detiene en la lejana silueta de las cumbres alpinas que aguardan como colosos dormidos, recostados en el horizonte. En la distancia de unos ciento cincuenta kilómetros, se atisba sobre ellos una compacta masa de nubes. Las previsiones anuncian una jornada de lluvia y barro y, ante esa perspectiva, Bartali no puede evitar que, por vez primera en toda la noche, un esbozo de sonrisa se dibuje en su rostro pétreo de gladiador con la nariz partida.

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