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El callejón
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Las duchas de Dachau

A Chari, con amor, que estuvo a mi lado en nuestra visita al infierno

Pese a permanecer abiertas durante doce años, ser las primeras de su siniestra especie y servir de modelo a las demás, estas instalaciones malditas, tan amplias como sobrecogedoras, no funcionaron como siniestra fábrica de exterminio y aniquilación hasta casi el final de la guerra, cuando las jaurías del Tercer Reich se batían en retirada del crudo invierno del este y, en la retaguardia, Hitler, enfermo y delirante, echaba mano de niños y viejos para plantar cara al ejército Rojo.

En esas pavorosas jornadas, el campo de concentración de Dachau terminó de degenerar en una feroz pesadilla, truculenta, monstruosa, macabra, digna de El Bosco. Todo se hacía deprisa, sin la habitual diligencia para el exhaustivo y metódico registro de los prisioneros, a los que apenas se les daba tiempo ahora para bajar del pestilente vagón de ganado, despojarse de sus ropas y meterlos en la sala de duchas con el pretexto de la higiene personal.

Aunque en los posteriores juicios a los responsables de tan espantosos crímenes nunca pudo probarse la utilización del Zyklon B (con el que gaseaban a sus deshumanizadas víctimas), sólo los imbéciles, los cínicos y los bastardos creerían que en Dachau, a poco menos de veinte kilómetros de la luminosa y apacible Múnich, un grupo de incalificables seres humanos no fueron capaces de fumigar a sus congéneres como si se tratasen de cucarachas.

Con sólo poner los pies en esas duchas escalofriantes, conservadas hoy en su estado original, y mirar a los agujeros abiertos en un techo inesperadamente bajo, mientras pisas las baldosas que para muchos, muchísimos desdichados, tal vez ofrecían el lienzo amarillento y hediondo sobre el que posarían su última mirada, sientes que quien perpetró aquello sólo merece desaparecer de la faz de la tierra.

Y que nada ni nadie vuelva a mencionar su nombre. Hasta el fin de los tiempos.

Qué asco, qué absurdo, qué miserable, el hombre.

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