El vehículo, un lujoso modelo de principios de siglo, se detiene ante un edificio de lo más corriente. El chófer, debidamente uniformado, acude solícito a abrir la portezuela de atrás. De su interior sale un joven de cabellos rubios, tez pálida y vestido con chaqueta y corbata.
Alguien -que no vemos- abre la puerta del zaguán al muchacho, que sube con paso ligero los escalones de una escalera sin lustre, que ha de llevarle a la entrada de un aula. Dentro de ella, otros chicos permanecen sentados en sus bancos, tras los pupitres, mientras uno de sus compañeros comparece ante lo que parece un tribunal de profesores.
Nuestro protagonista toma asiento en primera fila y aguarda a que el examinando concluya su ingrato trance. Una vez finalizada la prueba oral, el chico, cabizbajo y derrotado, vuelve a su sitio y el catedrático que preside la mesa, de apergaminado y atildado aspecto, como el de los demás (una verdadera colección de carcamales con perilla y algún que otro bisoñé inocultable), le hace una seña al recién llegado para que se aproxime.
-Don Alfonso… -Le conmina el presidente.
El interpelado se acerca no sin cierta timidez titubeante.
-Muy bien, don Alfonso. La pregunta que vamos a plantearle es la siguiente: díganos la línea de sucesión completa de la dinastía Borbón, desde el primero de estos reyes y reinas hasta el actual heredero de la corona de España.
El niño, que acoge el envite con un asomo de duda fugaz dibujada en el rostro, parece sopesar la respuesta durante unos interminables segundos y luego emprende la consabida retahíla, con los ojos cerrados, para tener una mayor concentración.
-Felipe V, Luis I, Fernando VI, Carlos III, Carlos IV, Fernando VII, Isabel II, Alfonso XII, papá y yo…
-¡¡¡Muy bien, alteza, muy bien!!! -Se apresura a exclamar el presidente del tribunal, ante las miradas y asentimientos aprobatorios de sus colegas- Puede su alteza retirarse. Ha obtenido el título de Bachiller con Matrícula de Honor…
Nada más oír su calificación, el joven, francamente satisfecho y orgulloso, dirige una mirada de agradecimiento a sus examinadores y se retira de la sala con la misma discreción con la que había ingresado en ella.
* * *
Si la memoria no me falla, con este magnífico gag arranca la película de Luis García Berlanga, Novio a la vista, el tercero de sus largometrajes, estrenado en 1954, un año después del anterior, ¡Bienvenido, Míster Marshall!
Se trata de una deliciosa y encantadora comedia de época, ambientada en una ficticia localidad levantina, en los estertores de la I Guerra Mundial, que evoca con exquisito gusto y austera melancolía el final de la infancia y los agridulces vaivenes de los primeros amores. Basada en un argumento de Edgar Neville, Novio a la vista es una agradable rareza, una joya un tanto olvidada, dentro de la filmografía de su director, y que guarda más parentesco con las fábulas campestres del cineasta Jean Renoir que con la cáustica, bizarra y esperpéntica comicidad que destilan las obras maestras que, posteriormente, concibió junto a Rafael Azcona.
Sirva pues la anécdota apócrifa, recreada más arriba, como jocosa e hilarante demostración de que, transcurridos cien años desde entonces, en la universidad española el rigor científico, la objetividad académica y la calidad docente siguen, más o menos, igual de bien.