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El callejón
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El extranjero

"En Priego, Ocaña es un ramo de rosas seco, una chapa negra recortada con la forma de su perfil en las contrarreloj, la joroba sobre todas las cosas, contra la que los chavales hacen puntería con sus escopetas de perdigones, a cuyos pies están enterradas parte de sus cenizas. Y a sus espaldas, el torreón, la casa caprichosa, casi daliniana, bañera excavada en roca, grifos dorados, que Ocaña quiso tener en su pueblo, al borde de un precipicio, como toda su vida, siempre en el filo, y que acabó vendiendo, aburrido de que todos los inviernos le robaran la lavadora y el televisor"

Carlos Arribas, Luis Ocaña: victoria y abismo (publicado en El País Semanal, el 1 de julio de 2012)

Cuando Luis Ocaña Pernía llegó junto a su familia a la localidad francesa de Mont de Marsan era un niño de la posguerra y un hijo de la emigración. España era un país pobre y analfabeto que no despertaba las simpatías de nadie y sus súbditos eran recibidos con el mismo desagrado con que en su día acogimos a los sudamericanos que llegaron aquí en busca de la tierra prometida y hace tiempo empezaron el regreso.

El que dieciséis años después sería aclamado en los Campos Elíseos de París como incontestable ganador del Tour (se impuso en seis etapas con la rabia del que se reivindica a sí mismo, tras la espantosa caída sufrida dos años antes y que a punto estuvo de costarle mucho más que el maillot amarillo) entró en la escuela sin saber una palabra de francés y sus compañeros de clase lo trataron como un paria: lo insultaban, le escupían y le lanzaban piedras. Tal vez por eso Ocaña nunca quiso nacionalizarse francés, a pesar de vivir ininterrumpidamente en aquel país hasta su muerte, de poseer sus propios viñedos de armagnac y de haberse casado a los veinte años con una guapa ciudadana francesa, con la que tendría dos hijos, también galos.

Sin embargo, el español de Mont de Marsan (como era conocido más allá de los Pirineos) jamás fue aceptado como uno más en su propio país, donde su longilínea y encorvada figura no se pudo deshacer de la condición de emigrante a quien delataba su peculiar acento afrancesado, de actor malo doblando la voz de D"Artagnan.

Enérgico, temperamental, apasionado, Luis Ocaña habría dominado con clase y valentía el explosivo ciclismo de la década de los setenta de no haber coincidido con su particular bestia negra: el acaparador y odioso Eddy Merckx.

Rivales dentro y fuera de la carrera, ambos atletas sentían una mezcla de admiración y animadversión recíproca y estuvieron años sin dirigirse la palabra. La reconciliación se produjo en una noche de copas y confidencias, en un burdel holandés, en vísperas de la disputa de un critérium, y en la que los dos hombres se lamieron sus cicatrices y cerraron viejas heridas como dos viejos leones. A la mañana siguiente, el belga terminaría imponiéndose en la prueba sobre el español.

Hace dieciocho años me encontraba en la redacción del Diario de Avisos cuando, a media tarde, se recibió un teletipo de la agencia EFE que nos sobresaltó con la punta de la navaja de un escalofrío: Luis Ocaña se había descerrajado un tiro con la escopeta de caza, en su finca de Mont de Marsan. Llevaba un año peleándose con una hepatitis C que le había sido contagiada en una transfusión, a raíz de un accidente automovilístico que sufrió durante el Tour de 1993, y los médicos le habían dado apenas tres meses de vida.

Arruinado económica y físicamente y sumido en una terrible depresión (agravada por los efectos secundarios del Interferón que tenía que inyectarse dos veces al día), Ocaña arrojó la toalla, ya que se negaba a sufrir un final agónico como el de su propio padre o como el que padeció el campeón Jacques Anquetil, devorado por un cáncer de estómago en menos de seis meses.

Sus cenizas reposan hoy en sendas urnas funerarias en su pueblo natal (Priego, Cuenca) y en el domicilio de su viuda, Josiane, en Pau, muy cerca de la frontera que marcó la existencia de un hombre cuya única patria fue la carretera.

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