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El callejón
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Nuestro hombre en Sitges

A Melkarr, maestro indiscutible en este género de parodias, y a G. K. Chesterton, faltaría plus…

            El presidente del gobierno llevaba varios días irreconocible incluso para él. Por la mañana, al asomar su rostro de ojos rasgados al espejo de baño de su residencia presidencial, una vez retirado el vaho del cristal con el puño de su mano derecha, apenas atinaba a encontrarse entre las facciones crispadas, tensas, que le miraban con cierta impertinencia desde el otro lado, y procedía a afeitarse con extrema precaución, como si temiera que aquel desconocido de gesto contrariado pudiese rajarle el cuello con la cuchilla. Posibilidad bastante remota, por cierto, ya que el mandatario disponía para su higiene capilar de una Gillette Fusion ProGlide, obsequio de su señora en las pasadas Navidades, con la que es prácticamente imposible hacerse el menor rasguño.

            Su equipo de colaboradores también notaban que el individuo, al que acompañaban noche y día en su cotidiano deambular por entrevistas, reuniones e inauguraciones varias, mostraba preocupantes indicios de cambio: había perdido el apetito y se ausentaba sin previo aviso de su carrera matutina, en la que es acompañado por la misma pareja de escoltas. Siempre le ha gustado recorrer esos siete kilómetros a trote moderado y presume de que el ejercicio físico le tonifica los músculos al mismo tiempo que le aclara las ideas.

            Sin embargo, hacía más de una semana que el presidente no parecía el mismo hombre. Ausente, esquivo, olvidadizo… A su alrededor se habían empezado a sembrar notables dudas sobre su salud anímica, acuciadas por una preocupante indiferencia por la situación política y económica del país que en él nunca antes había sido tan pronunciada y completamente descarada como ahora.

            Y, en el colmo de semejante muestra de desgana, el jefe del ejecutivo se ausentó del último consejo de gobierno bajo la peregrina excusa de acudir a un encuentro bilateral con el ministro chino de Asuntos Exteriores, de visita oficial por la región, que a última hora fue suspendido por problemas de agenda del máximo responsable de la diplomacia del gigante asiático.

            La ausencia del presidente en la sesión ordinaria del consejo fue aprovechada, una vez más, por sus socios de gobierno y por algunos consejeros que nunca le han sido leales del todo para poner en solfa su capacidad de liderazgo y la entereza de espíritu que son precisas en momentos de grave crisis como los actuales.

Al día siguiente, advertido de ello por una persona perteneciente a su más íntimo círculo de confianza, el presidente accedió a reunirse con el segundo de a bordo, a la sazón, vicepresidente del gobierno y secretario general de un partido que durante toda la legislatura anterior había ejercido contra él una oposición sin cuartel, casi despiadada, y le ratificó a éste, cara a cara y con rotundidad, que tenía todo controlado.

"No hay motivo para preocuparse, J. M., al contrario. Tengo entre manos un asunto que si sale hará que a ti y a mí nos hagan un monumento en la playa de Las Canteras y que seamos recordados por los siglos de los siglos como los hombres que despertaron a estas Islas de su ancestral letargo", le confesó el presidente con un tono de voz más bajo de lo habitual, inaudible más allá de las paredes de su despacho.

"Si tú lo dices, P. De todas formas, conmigo puedes prescindir de ese tono grandilocuente de los discursitos que te escribe J. Guárdatelo para tus votantes de Venezuela", le respondió con punzante acidez el vicepresidente.

"No te pases de listo, J. M. No te pases, que levanto el teléfono y llamo a A. y tu carrera política durará lo mismo que la trayectoria musical de Rodolfo Chiquilicuatre. Acuérdate de tu predecesor, J. F., se enfrentó conmigo y ahí lo tienes: de Rascayú en el cementerio de Bruselas", y al pronunciar estas últimas palabras el labio del presidente se torció un poco más hacia abajo y le dio a su sonrisa siniestra el aspecto de una amenaza proferida por un villano de película del oeste de serie B.

El vicepresidente se limitó a cerrar la boca y a masticar en silencio una maldición, posiblemente en arameo de Escaleritas. A pesar de todo, mantuvo la cabeza alta y se dio media vuelta con mucha dignidad.

Luego, en la soledad de su despacho, que es la cocina del poder, el presidente, tras unos instantes de eufórica testosterona, volvió e experimentar la temible inquietud, la angustiosa desazón que le quitaba el sueño desde hacía tiempo.

*          *          *

Tuvieron que pasar quince días hasta que, por fin, una soleada mañana de domingo, mientras daba unas cuantas brazadas en la piscina de su residencia presidencial, un escueto mensaje WhatsApp dio por feliz término a tanta zozobra.

Próxima cita: Sitges. Se le notificará lugar y hora. Máxima discreción.

Gloria al Tenisca.

La última frase, en clave codificada según un sofisticadísimo y escrupuloso sistema algorítmico empleado por los servicios secretos de Israel, no daba pie a ninguna confusión. Había que poner en marcha los preparativos del viaje.

Ese mismo lunes, el presidente convocó a una reunión con carácter urgente y absolutamente confidencial a su gabinete de asesores, secretarios, subsecretarios y demás consejeros áulicos. La sala, atestada por medio centenar de tipos elegantemente trajeados y por media docena de mujeres que lucían refrescantes modelos adquiridos en las rebajas de Zara y El Corte Inglés, bullía en un alboroto de conversaciones cruzadas y de pitiditos de móviles hasta que, en medio de un repentino silencio, el pequeño gran hombre entró por la puerta con el semblante grave, de un mariscal de campo del ejército de Napoleón el día de Waterloo.

"Amigos, amigas, compatriotas todos y todas, les he hecho llamar porque nos encontramos ante una tesitura socio-económica cuya dificultad a nadie se le escapa del entendimiento…"

Tras estas palabras, la mayoría de los presentes optó por agachar la cabeza, como dispuestos a recibir la enésima bronca del Führer, como jocosamente se atrevía a llamarlo en pettit comité un veterano periodista, curtido en mil batallas contra las sábanas propias y ajenas y siempre en feroz disputa con la botella.

Sin embargo, en contra de lo que muchos de ellos esperaban, el presidente no los había convocado para culparlos de los males que -a su juicio- amenazaban a aquella que consideraba su patria: España y su centralismo decimonónico; el neocolonialismo que representa la Unión Europea y el atávico aplatanamiento del que es presa gran parte de la población nativa, en buena medida, debido al desarraigo y al abandono al que ha estado condenada por la cruel metrópoli desde los tiempos de la princesa Dácil y el capitán Castillo.

Esta vez no hubo gritos ni voces malsonantes. El presidente se mostró más cauto y cariñoso que nunca.

"No me pregunten cómo ni por qué medios pero dentro de muy poco se celebrará en una ciudad de la Península (evitaba nombrar a España todo cuanto le era posible: su sola mención le provocaba ardor de estómago) una nueva reunión del Club Bilderberg y he sido invitado a intervenir en ese selecto foro", entonces el presidente se detuvo para enfatizar la trascendencia de sus propias palabras.

Entre los asistentes sólo se oyó el zumbido del aparato de aire acondicionado. Varios de los convocados levantaron la cabeza en actitud inequívocamente expectante.

"Sobra decir que debemos mantener esto en el más absoluto de los secretos. No quiero la menor filtración. Esta gente no se anda con chiquitas y, si a alguno de ustedes se le escapa la más mínima tontería al respecto, nos dan con la puerta en las narices y nos quedamos fuera, ¿queda claro? -Un espeso mutismo recorrió la sala como un fantasma enloquecido-. ¿Queda claro? Al primero que se vaya de la lengua lo pongo en la puta calle o peor aún: de una patada en el culo lo mando a la gerencia de la RadioTelevisión Autonómica. ¿Entendido?".

Ahora, una especie de rumor de rebaño temeroso salió de las gargantas sobrecogidas de los presentes.

"Bien. Lo que necesito es que entre todos escribamos el discurso que he de dar llegado el momento. Así que rómpanse el tormo, coño, que para eso les pago. Denle vueltas al coco y nos vemos aquí la próxima semana. Nos hacen falta ideas nuevas, frescas, audaces… Ideas, coño, que siempre nos están reprochando a los nacionalistas que carecemos de ideología, carajo", recalcó el presidente con sincera ordinariez, porque cuando hablaba claro su oratoria, que jamás fue su punto fuerte, se volvía zafia, cuartelera, borbónica.

"Y no quiero pollabobadas. Para decir coñadas ya está el vicepresidente… Por cierto, de esto ni una palabra a J. M. Si se entera por alguno de ustedes, ya saben el porvenir que le espera: a sacarle las castañas del fuego al inútil de W. G.".

Una nueva cortina de silencio recibió esta última interpelación presidencial.

"Ya pueden marcharse", dijo P. y su tropa de asesores, secretarios, subsecretarios y demás consejeros áulicos abandonó la sala con premiosa y obediente rapidez.

*          *          *

Siete días más tarde volvió a escenificarse la misma sesión plenaria del oráculo del presidente pero esta vez él se limitó a escuchar. Uno tras otro, sus hombres y mujeres de confianza fueron exponiendo sugerencias para el discurso más importante que el jefe del ejecutivo iba a dar en toda su ya extensa carrera política, que había comenzado como un joven e inexperto alcalde de un municipio de menos de cinco mil habitantes.

Tal y como le había enseñado su maestro de yoga, el gran Yogui Bubu, P. mantuvo los ojos cerrados y la respiración en un ritmo constante (inspirando por las fosas nasales y expirando por la boca) durante los interminables turnos de intervención de cada uno de los asesores, que se prolongaron, ininterrumpidamente, a lo largo de ocho horas, treinta y cinco minutos, cincuenta y siete segundos, treinta barraquitos, doce cafés solos, ocho cortados naturales, ocho descafeinados de máquina, tres descafeinados de sobre y dos tisanas. Al término de los cuales, pronunció las dos frases que habrían de confirmar las peores expectativas:

"¡Todo esto es una miiiiiiierda pinchada en un palo! ¿Pero es que no hay nadie aquí que tenga una puta idea original?"

Cabizbajos, uno detrás de otro, los cincuenta y seis asesores, secretarios, subsecretarios y demás consejeros áulicos desfilaron con marcial paso fúnebre, rumbo a las cafeterías y bares adyacentes, en las cercanías de la sede de la presidencia.

*          *          *

            La presión a la que se encontraba sometido el primer gobernante del Archipiélago aumentó unas cuantas atmósferas la noche en que recibió, vía SMS, la confirmación del enclave definitivo y la hora prevista para su cita en la costa de la comarca del Garraf.

La lectura de dicha nota, escrita en un lenguaje cifrado para cuya descodificación el presidente tuvo que echar mano de un vídeo de YouTube en que aparecía un nota disfrazado de Bob Esponja, por aquello de eludir la larga zarpa de la CIA, del FBI y de CC.OO., le colocó en un estado de euforia excesivo. Sobre todo, cuando, una vez aclarado el contenido del mensaje, el insigne político cayó en la cuenta de que tan sólo le faltaban tres días para la fecha indicada. Entonces, recordó que, llegada la ocasión, aún no tenía nada que decir porque nadie había sido capaz de escribir ni una sola línea que mereciera la pena ser leída.

En un súbito ataque de ansiedad, el presidente, que no pudo pegar ojo el resto de la velada, descolgó el teléfono y llamó, sobre las cinco y cuarto de la mañana, a J.P.L., su mano derecha, su lóbulo complementario, como a él mismo le gustaba denominarlo en cuanto se ponía estupendo, aunque en realidad se trataba de una confusión más bien fea, ya que, en su caso, eso es lo él que había entendido (lóbulo complementario) el día en que su asesor estrella (ex periodista, ex esposo, ex pinchadiscos) le recomendó la lectura de El lobo estepario, célebre novela de Herman Hesse, de la que el político no ojeó ni la solapa.

-Hola, yo soy aquel… -susurró P., a fin de que nadie en la residencia presidencial advirtiese que el primer inquilino estaba ya en pie, porque, de alborotar a la servidumbre antes de tiempo, ésta siempre terminaba poniéndose muy solícita y pesada.

-Que te persigue… -respondió J.P.L., siguiendo con un código que habían establecido desde los primeros meses de la primera legislatura del mandatario.

-¿Estás operativo, J.?

-Para ti, las veinticuatro horas, presi.

-¿Estabas durmiendo?

-…

-Todavía no te has acostado…

-Técnicamente, no, presi. Estaba en el momento de después de…

-Lo siento… ¿Está buena?

-Las he conocido mejores.

-Un día me la presentas.

-Ya sabes, presi, que las amigas de tu amigo son tus amigas.

-Así me gusta, J. Bueno, ¿puedes hablar?

-¿Y qué estoy haciendo ahora?

-Vale, vale, dejémonos de coñadas. Te necesito en forma y te necesito ya.

-O.K. Dame una horita por lo menos. Déjame despedirme de la dama como se merece.

-De acuerdo. A las siete te quiero en mi despacho y tráete todo el arsenal. El día D es dentro de tres días.

-¡A sus órdenes, mi general!

-Bueno, cambio y corto, éste…

Nada más colgar, el presidente, que había imaginado a su interlocutor ligero de ropa, justo después de uno de sus innumerables combates amorosos en la cama de vete tú a saber quién, sintió un ligero y agradable estremecimiento que, en lo más hondo de su yo, en aquella parte de sí mismo a la que casi nadie excepto él tenía acceso, se atrevió a identificar con la erótica del poder.

*          *          *

            -Joder… joder… joder… -el presidente releía por tercera o cuarta vez los dos folios DIN-A4, impresos en Times New Roman, cuerpo catorce, interlineado a espacio y medio, que J.P.L. le acababa de mostrar con una sonrisa de pillo satisfecho de sí mismo.

            -Está cojonudo, J. -dijo el gobernante, quien levantó su mirada miope para enfocar mejor a su más audaz colaborador-. Sabía que tú no me fallarías…

            -Ya lo sabes, presi, nos conocemos desde hace mucho más tiempo del que me gustaría recordar y te lo dije en cuanto te lanzaste a la carrera para suceder a M. H.: aquí me tendrás, siempre a tu lado, confía en mí y nunca te fallaré ni te follaré…

            El presidente se echó a reír con una horrísona carcajada, reacción bastante inhabitual en él, y se levantó del cómodo asiento de su despacho para fundirse en un abrazo fraternal con su ayudante.

            -¿Lo has escrito tú? -le preguntó P. a J.

            -Qué más quisiera yo, my old friend. A decir verdad, no tengo ni idea de quién es el autor. En este caso, me limité a seguir un consejo de un famoso publicista norteamericano.

            -¿De quién? -preguntó el mandatario como si le interesara conocer el nombre de la autoridad de referencia cuando su curiosidad intelectual estaba relegada o un tercer o cuarto lugar dentro de sus intereses personales, siempre acaparados por la política activa: la alta y, sobre todo, la baja.

            -Es una cita de Don Draper -contestó sin titubear lo más mínimo el asesor, que sabía perfectamente el tipo de actividades con las que llenaba su escaso tiempo de ocio el presidente, cuyo último libro en la mesilla de noche era Voluntad de Campeón, la autobiografía del futbolista y compatriota Pedro Rodríguez, Pedrito.

            Así que, ante el nombre que acababa de escuchar de labios de J.P.L., el dirigente se limitó a asentir en silencio.

            -El nota dice que, si quieres transmitir un mensaje muy profundo a una audiencia adulta, tienes que dirigirte a ella como si se tratase de un niño de doce años. Al parecer, sólo así logras que tus palabras consigan el efecto que te propones con ellas.

            -¿Eso dijo ese fulano? -replicó el presidente, que no pudo evitar que sus ojos se llenaran con un repentino fulgor, ya que la pedagogía constructivista, implícita en la frase, le hizo recordar por un fugaz instante su antiguo oficio de maestro de enseñanza primaria.

            -Le di mil vueltas al tema de tu discurso, presi, entonces me dije: ¿por qué no preguntarle a un niño de doce años? ¿Qué piensa de todo este cambalache mundial alguien que está a punto de entrar en la adolescencia y que aún puede expresar lo que siente con la ingenua sinceridad de un niño?

            -¿Y a quién le preguntaste? -inquirió el mandatario, a quien el giro inesperado que había dado la conversación, con la irrupción de un menor de edad, parecía no convencerle del todo.

            -Descuida, al final le pedí a mi hija que me pasara un trabajo que hizo este curso para la asignatura de Educación para la Ciudadanía y en el que le pusieron un diez.

            -¿Estás seguro de que esto es seguro? -preguntó el presidente mientras blandía en sus manos los folios como si se tratase de un códice medieval sustraído por un electricista resentido.

            -Créeme, presi, al cien por cien. Eso que tienes ahí es un resumen de lo más selecto del trabajo. Yo mismo me he encargado de darle la debida forma y de reelaborarlo según mi propio estilo… Es decir: según tu propio estilo, que es el mío y el tuyo…

            -De acuerdo -añadió el presidente, que volvió a posar sus ojos sobre el texto con la ansiedad de un náufrago.

            -¿Hace un champancito, presi? -sugirió J., frotándose las manos con obvio entusiasmo.

            -Ya sabes dónde está el mueble bar. Sírvete tú mismo -respondió P. sin levantar la vista de las dos hojas-. A mí ponme un vaso de agua con hielo. Sabes perfectamente que no me gusta beber cuando estoy de servicio.

            Raudo y vivaz, el asesor del presidente se dirigió en busca de las botellas con la felicidad plena de quien ha cumplido con su deber y sonríe ante el premio al que se ha hecho acreedor, gracias a su astucia y su talento.

            -Desde luego, tu hija tiene a quién salir -dice el presidente.

            -Sí, ha heredado la inteligencia de su madre -contesta el ayudante, que intenta descorchar la botella de cava.

            -Y la pluma, de su señor padre -apostilla P. con una mueca ambigua, a mitad de camino entre la sonrisa forzada y un destello de oculto desprecio.

            La pequeña detonación del tapón disparado es el punto y aparte que cierra un momento de extraña tensión surgido en la parte final de la conversación de los dos hombres. El asesor se sirve una copa que rebosa de abundante espuma.

            -Por ti, presi, serás nuestro hombre en Sitges -brinda J. antes de beberse la copa de un solo trago.

            El presidente asiente de nuevo en completo silencio y le dirige una mirada que encierra un misterio en sí misma porque, como todo hombre que procede del medio rural y que además cuenta -como él- con los orígenes más humildes, P. había aprendido desde chico a no confiar en nadie y a dudar de hasta su propia sombra.

*          *          *

            La última nota remitida por parte de los organizadores de la reunión secreta, a orillas del Mediterráneo, en la conocida localidad barcelonesa, era taxativa en cuanto al protocolo y a las medidas de seguridad que el invitado debía seguir a rajatabla.

            Un emisario anónimo le había hecho llegar veinticuatro horas antes de la cita un sobre herméticamente sellado, a través de un empleado de una empresa de mensajería, cuyo interior contenía un pendrive (que tendría que destruir una vez utilizado) con un único documento de Word en el que aparecían, en perfecto castellano, claras y nítidas las instrucciones:

  • 1. Viajará solo y, a fin de garantizar la total confidencialidad del encuentro, un chófer irá a recogerlo al Aeropuerto de El Prat.
  • 2. Absténgase de dirigirle la palabra al conductor. De lo contrario, lo devolverá a la Terminal.
  • 3. Se le ruega que venga con un equipaje mínimo: la estancia en el hotel en el que transcurrirá el encuentro se prolongará durante dos días, en doble jornada de trabajo (mañana y tarde), con un receso de hora y media para el almuerzo. Las comidas así como el resto de gastos que haga en el hotel corren por su cuenta. Por favor, para abonar la factura, olvídese de utilizar ninguna clase de tarjeta con cargo al gobierno que preside. Recuerde que realiza este viaje a título particular.
  • 4. A su llegada al hotel y antes de asistir a la primera reunión, recoja en recepción la correspondiente credencial. Ha sido registrado bajo la identidad de Eugenio Martín Lutero King y no olvide dejar el equipaje en su habitación.
  • 5. Para averiguar en qué sala tendrá lugar el encuentro, limítese a hacer la siguiente pregunta: ¿Dónde es el congreso? El recepcionista le dará las oportunas indicaciones. No comente nada con él ni con nadie del personal del hotel.
  • 6. Una vez se halle en el interior de la sala, siéntese en el primer sitio que encuentre libre. No intervenga hasta que el presidente de la mesa le dé el turno de palabra.
  • 7. Si no domina el inglés, no se preocupe. En la sala, junto a cada asiento, habrá auriculares para que pueda seguir las sesiones con la traducción simultánea.
  • 8. RECUERDE QUE SE TRATA DE UNA REUNIÓN SECRETA. Así que es más que probable que los asistentes acudan con una indumentaria absolutamente informal, para pasar desapercibidos para el resto de huéspedes alojados en el hotel.
  • 9. Guarde silencio total durante las reuniones. Limítese a escuchar. Podrá tomar notas, si quiere, pero deberá entregárselas a la organización al término de cada sesión de trabajo.
  • 10. Queda terminantemente prohibido el uso de teléfonos móviles durante las sesiones. En caso contrario, será desalojado de la sala y trasladado de inmediato al Aeropuerto.

*          *          *

            El vuelo hasta la Ciudad Condal transcurrió con toda normalidad. El presidente decidió comprar su billete en una aerolínea de bajo coste y esta atinada decisión le permitió viajar confundido en un casi total anonimato, ya que, aunque partió del aeródromo con mayor flujo turístico de la Isla, no pudo evitar que los empleados de la compañía y algunos operarios de la terminal lo reconociesen y le echasen alguna que otra mirada que él interpretó como desafiante o reprobatoria.

Llevaba más de un año sometido a un cruel acoso y derribo por parte de un concreto medio de comunicación y este hecho, unido al descontento generalizado que el paro y la crisis económica estaban provocando en la población nativa, habían desarrollado en él una cierta forma de psicosis persecutoria y una permanente sensación de soledad que no conseguía remediar ni siquiera con el yoga.

Por eso, durante las casi tres horas de trayecto transoceánico, el presidente tuvo demasiado tiempo para pensar. A lo largo de todos esos inacabables minutos pasó por diferentes fases. Primero, empezó a obsesionarse con la idea (rápidamente descartada) de que tal vez estaba siendo víctima de una operación fraudulenta, tendida por sus muchos enemigos políticos, con el oscuro propósito de ridiculizarlo. Luego, especuló con la posibilidad (remota pero, al fin y al cabo, probable) de que a lo mejor se había producido una confusión y el personaje invitado a tomar parte en tan elitista foro no era él si no otro. No obstante, él mismo desechó esta hipótesis habida cuenta del celo y la profesionalidad con la que los organizadores del evento se habían dirigido a él, y sólo a él, en su condición de primer ciudadano de la región.

Por último, el gobernante a punto estuvo de entrar en pánico al sopesar el daño que podría hacerle su más encarnecido rival, el director-editor de cierta publicación y su edecán favorito, su otrora aliado y hoy archienemigo, el polémico periodista A. CH., si ambos conseguían enterarse del verdadero motivo de este viaje.

P. R. consiguió exorcizar todos estos demonios con ayuda del servicio de bebidas de a bordo (el maridaje del bourbon con el agua Perrier puede obrar verdaderos milagros) y de la relectura del discurso más trascendental que iba a poder pronunciar en su vida.

La fuerza, la pureza y la hermosa sencillez de aquellas palabras (sumadas a los etílicos efectos del millo destilado y envejecido cinco años en barrica de roble) fueron disipando sus dudas hasta que su ansiedad cayó en el suave colchón de una modorra plácida, sin sueños ni pesadillas.

Cuando la aeronave atravesó la costa oriental de Andalucía, el presidente roncaba con una completa despreocupación.

*          *          *

            Al llevar todo su equipaje (un par de camisas, tres calzoncillos y una guayabera con estampados de colores, obsequio de su amigo Hugo Chávez) en un cómodo trolley (gentileza de Islas Airways), el dirigente autonómico evitó la incómoda espera ante las cintas transportadoras y salió directamente al vestíbulo de la terminal.

            Tras aguardar veinte minutos la aparición del conductor que habría de llevarle a su punto de destino, un tipo alto, de complexión musculosa, bronceado ebúrneo y vestido a la moda hawaiana, se aproximó hasta él, cogió su maleta y le hizo una inequívoca señal de que lo siguiera.

            Tal y como le habían advertido, el presidente mantuvo un silencio sepulcral durante los treinta y seis kilómetros de carretera hasta Sitges. El recorrido por la costa, en el interior de un 4×4 con los cristales tintados y el aire acondicionado a la máxima potencia, se efectuó bajo un sol escandaloso y una inevitable sensación de bochorno.

            Presa de una incontenible agitación, el presidente observaba el litoral barcelonés con una curiosa mezcla de desinterés (su mente estaba concentrada en otros asuntos) y de irreprimible nostalgia por sus Islas, cuyo paisaje guardaba evidentes similitudes con el que pasaba a toda velocidad frente a sus narices en esos precisos instantes.

            La añoranza del suelo patrio se intensificó en cuanto el vehículo transitó por el paseo marítimo, junto a la playa de Sant Sebastià, que el New York Times ha catalogado como "la mejor playa urbana de Europa" y que está presidida por la imponente y majestuosa iglesia de San Bartolomeo y Santa Tecla.

            El coche giró a la izquierda, al final de la avenida, y se adentró en el centro de este pueblo de veraneo, famoso por su festival de cine, sus carnavales y por la masiva presencia casi todo el año de turistas homosexuales.

            El 4×4 tuvo algunas dificultades para transitar entre las estrechas callejuelas del casco urbano aunque el hierático e inexpresivo chófer, que ocultaba sus ojos detrás de unas gafas de sol que no se quitó en ningún momento, se manejaba con destreza para sortear tanto a los demás automóviles como a los peatones.

            Finalmente, el coche se detuvo ante la fachada del Gran Hotel Pluma Roja, muy frecuentado en temporada alta (coincidiendo con las carnestolendas) por socios y simpatizantes del C. D. Mensajero.

*          *          *

            Un estremecimiento, parecido a una sacudida eléctrica, le pellizcó el espinazo al presidente en cuanto, credencial en mano y después de instalarse en la habitación que le había sido asignada, se acercó de nuevo a la recepción e hizo la pregunta decisiva:

            ¿Dónde es el congreso?

            Él, que había repasado cientos de veces las instrucciones que le enviaron por correo el día anterior, trató de formular la clave con la mayor firmeza e ímpetu del que se creía capaz. En cambio, de sus cuerdas vocales apenas salió una frase pronunciada con esa voz meliflua que tanto detestaba escucharse en los telediarios y en los boletines radiofónicos.

            Como quiera que en el momento de aproximarse al mostrador se había congregado una manada de turistas alemanes, que arribaban al hotel en un viaje organizado, el recepcionista, que de primeras no entendió la pregunta que acababa de hacerle, obligándole a hacerla por segunda y hasta por tercera vez, se limitó a levantar el brazo y señalar hacia un amplio pasillo.

            -Usted vaya por ahí, todo recto y casi al final, a la derecha: segunda puerta.

            El presidente asintió en señal de agradecimiento y emprendió, con paso cauto aunque decidido, los ochenta metros que le separaban de la primera sesión a puerta cerrada del club Bildelberg.

            Camino de su particular Damasco, el político sintió un incómodo cosquilleo en el bajo vientre y se vio obligado a hacer una inaplazable parada en los urinarios.

            Repuesto de semejante contingencia, P. R. reanudó el corto paseo y llegó a las puertas de la sala, que se encontraban cerradas. Al mandatario le entró entonces una última duda y se miró las manos: más bien pequeñas, pulcras y sudorosas. Tomó una amplia bocanada de aire, tiró del picaporte y entró.

            En el interior lo esperaba un espacio no excesivamente grande y sus dimensiones fueron lo único que, en medio de un nerviosismo incontrolable, atinó a percibir con meridiana claridad. Otro de los detalles que captó enseguida fue que el salón se hallaba abarrotado. Con un rubor que ya le calentaba las orejas, el gobernante también se dio cuenta (o al menos eso creyó él) de que todas las cabezas de los presentes se giraron hacia atrás para ver quién había sido el último en incorporarse a la reunión.

            Sumamente violento por lo incómodo de la tesitura, el líder de C.C. buscó con desesperada ansiedad un asiento libre que, para su vergüenza, sólo pudo descubrir en la primera fila, justo enfrente de la mesa presidencial, integrada por cinco señores, vestidos todos con modelos de sport, muy apropiados para los rigores del verano.

            El presidente se sentó con toda la discreción que pudo y fijó su atención en su homólogo en la mesa, que se encontraba en el uso de la palabra.

            -… En fin, amigos, solamente deseo que en los próximos días la moderación y el respeto, que siempre han caracterizado a este gremio, sean nuestra divisa en este nuevo encuentro anual que ahora sí doy por inaugurado…

            Una salva de moderados aplausos acogió la bienvenida de este hombre que, para estupefacción del presidente, posó su mirada en él.

            -Bueno, a continuación, me gustaría darle la palabra a alguien que, aunque se ha hecho esperar, por fin ha hecho acto de presencia. Nunca es tarde si la dicha es buena… Si es tan amable el compañero de acercarse a la tarima…

            Sin salir de su asombro, el presidente observó cómo aquel individuo le hacía una seña para que se dirigiera a la concurrencia.

            Como impulsado por una anómala energía que ignoraba poseer, el mandatario regional se levantó de la silla en la que apenas se había sentado un minuto antes y, embriagado por una súbita explosión de adrenalina, llegó hasta el atril, colocado en un lateral del salón. Intentó mostrar el presunto aplomo que le otorgaban varias décadas de experiencia en diferentes cargos de responsabilidad pública pero sus manos, temblorosas mientras trataban de sujetar los folios, lo delataban.

            El presidente comenzó a leer su discurso en medio de un silencio rotundo.

            "Lo siento. Hoy yo no he venido aquí a decir grandes palabras.

Tan sólo pretendo recordar que debemos ayudarnos los unos a los otros; los seres humanos somos así. Queremos hacer felices a los demás, no hacernos desgraciados. En este mundo hay sitio para todos y la Tierra es rica y puede alimentar a todos los seres. El camino de la vida puede ser libre y hermoso, pero lo hemos perdido. La codicia ha envenenado las almas, ha levantado barreras de odio, nos ha empujado hacia las miserias y las matanzas.

Hemos evolucionado muy deprisa, pero nos hemos encarcelado a nosotros mismos. El progreso científico y tecnológico, que crea abundancia, nos deja en la necesidad. Nuestro conocimiento nos ha hecho cínicos. Nuestra inteligencia, duros y secos. Pensamos demasiado, sentimos muy poco. Más que ordenadores necesitamos más Humanidad. Más que inteligencia, tener bondad y dulzura.

Ahora mismo, a través de todos ustedes, mi voz puede llegar a millones de seres en todo el mundo, millones de hombres desesperados, mujeres y niños, víctimas de una crisis brutal que denigra a los hombres y demoniza a los funcionarios de carrera. A los que quieran oírme, les digo: no desesperéis. La desdicha que padecemos no es más que la pasajera codicia y la amargura de hombres malvados que temen seguir el camino del desarrollo humano.

El odio pasará y caerán los banqueros, los reyezuelos y los dictadores, y el poder que se le quitó al pueblo se le reintegrará al pueblo y, así, mientras el Hombre exista, la libertad no perecerá.

Amigos: no os entreguéis a ésos que en realidad os desprecian, os esclavizan, reglamentan vuestras vidas y os dicen qué tenéis qué hacer, qué decir y qué sentir. Os barren el cerebro, os ceban, os tratan como a ganado y como carne de cañón. No os entreguéis a estos individuos inhumanos, hombres máquina, con cerebros y corazones de máquina. Vosotros no sois ganado, no sois máquinas, sois Hombres. Lleváis el amor de la Humanidad en vuestros corazones, no el odio. Sólo los que no aman odian, los que no aman y los inhumanos.

            Compañeros: no luchéis por la esclavitud, sino por la libertad. En el Evangelio de San Lucas se lee: "El Reino de Dios no está en un hombre, ni en un grupo de hombres, sino en todos los hombres…" Vosotros, los hombres, todos los hombres, tenéis el poder. El poder de crear felicidad, el poder de hacer esta vida libre y hermosa y convertirla en una maravillosa aventura.

En nombre de la democracia, utilicemos ese poder actuando todos unidos. Luchemos por un mundo nuevo, digno y noble que garantice a los hombres un trabajo, a la juventud un futuro y a la vejez seguridad. Pero bajo la promesa de esas cosas, las fieras subieron al poder. Pero mintieron: nunca han cumplido sus promesas ni nunca las cumplirán. Los malos gobernantes son libres sólo ellos, pero esclavizan al pueblo. Luchemos ahora para hacer realidad lo prometido. Todos debemos luchar para liberar al mundo. Para derribar barreras nacionales, para eliminar la ambición, el odio y la intolerancia.

Luchemos por el mundo de la razón.

Un mundo donde la ciencia y el progreso nos conduzcan a todos a la felicidad.

En nombre de la democracia, debemos unirnos todos.

Gritad conmigo: ¡¡¡AWAÑAK!!!"

El presidente puso fin a su intervención con un grito desgarrador que constituyó el clímax de una lectura que había aumentando progresivamente de intensidad a medida que él fue ganando confianza párrafo a párrafo.

La sala quedó en un silencio tenso, expectante. Al dirigente regional le sobrevino entonces una extraña imagen: se había alongado a un precipicio y contemplaba a sus pies un inmenso vacío.

La incómoda incertidumbre fue interrumpida desde la mesa por el caballero que le había dado la palabra, quien, con educada amabilidad, le aplaudió, gesto que la mayoría de los asistentes secundó con moderado entusiasmo.

Una vez concluida la tibia marea de aplausos, el presidente de la mesa se dirigió a P. R.

-Estimado amigo, no sabe usted lo que agradecemos que haya pronunciado aquí un discurso tan sentido y tan profundo. Pero mucho me temo que se ha equivocado usted de lugar, señor… Se ha confundido de sala. Esto es la Convención Anual de la FEFA: la Federación Española de Ferreteros Asociados… Lo siento.

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