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El callejón
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Cuadragésimo aniversario, cuatro años después

En el mismo instante en que escribo estas líneas el Rey Felipe VI, acompañado a su vera por su progenitor, Juan Carlos I, presiden en las Cortes un acto solemne, pleno de simbolismo y expectación, con el que se conmemoran las cuatro décadas de vigencia de la constitución española, norma normarum y “fuente de fuentes” de nuestro ordenamiento jurídico, que era la cantinela que a finales de los años ochenta (tan lejos, tan cerca) te hacían aprender en las aulas (inhóspitas) de Derecho Político, en la facultad de La Laguna: por aquel entonces, único edificio (horrendo túmulo arquitectónico, con pinta de tanatorio e interiores gélidos, como de cámara frigorífica en un depósito de cadáveres) en medio de un desolador descampado que, poco tiempo después, terminó siendo el campus de Guajara (o Guajarvard, como prefieran).

El largo y autocomplaciente reinado del monarca emérito transcurrió sin sobresaltos, una vez sellada y cerrada para siempre la tan manoseada transición, desde que la frustrada maniobra golpista de febrero de 1981 dio paso, dieciocho meses mediante, al primer gobierno socialista de nuestra aún joven democracia.

A la acogedora sombra de su bien ganado prestigio, el hoy desvencijado rey (reverso carcomido y achacoso del jovial y desvergonzado bribón que sembraba el pánico, en bastidores, entre coristas y vedetettes durante su principesca mocedad) vivió su propia siesta del fauno, feliz y despreocupado, tan sólo atento a sus negocios particulares, so pretexto de su rol de mediador y conseguidor, en calidad de Jefe del Estado y al servicio de la patria (obviemos lo que Samuel Johnson dijo al respecto del patriotismo y de los canallas, por haberse erigido en tópico socorrido y lugar común de articulistas con escasa imaginación).

Mientras el curso de los acontecimientos le fue propicio, el rey patriarca se mantuvo en un discreto tercer plano de las relaciones institucionales: se sucedieron los gobiernos, sin que su presencia resultara incómoda para nadie, lo que le llevó a una irrelevancia casi total. De hecho, tan a gusto se sintió Juan Carlos en su papel de rey que reina pero no gobierna que rehusó advertirle a José María Aznar que con su enfermiza egolatría y sus absurdas ansias belicistas (amén de sus sospechosas alianzas diplomáticas con sendos cantamañanas sin menor enjundia pero más nocivos que un mono armado: Bush Jr. y su homólogo británico, Tony Blair) embarcaba al país en una peligrosísima cruzada de imprevisibles consecuencias.

Luego, el 11 de marzo de 2004 pasó lo que pasó y el ya muy envejecido sucesor de Franco se limitó a comparecer ante las cámaras y mostrar su cariacontecido semblante cerúleo y pronunciar las consabidas consolencias.

Aferrado al trono con la perezosa tenacidad de una estirpe con más sombras que luces y de la que acaso su hijo vaya a ser el último representante, el padre del actual rey ni siquiera se planteó abdicar cuando más debió hacerlo: poco antes de que Felipe de Borbón contrajera matrimonio con una plebeya.

La desidia, la absoluta falta de previsión, la vejez (o lo que es peor: el temor a hacerse viejo), el puro egoísmo, la sensación de impunidad, la pérdida de noción de la realidad o todo esto mezclado y revuelto, unido a ciertas carencias intelectuales (evidentes, qué duda cabe), llevaron a que nuestro monarca emérito tuviese que salir por la puerta de atrás de la Historia.

Su imprevista abdicación puso fin a treinta y seis años de bonanza, de bipartidismo decimonónico y de democracia apacible (únicamente amenazada por la banda criminal y filonazi de ETA), que aún no ha alcanzado la adolescencia y sobre la que penden, siniestras, las espadas damoclianas de populismos totalitarios de signo opuesto; del separatismo insensato; de la corrupción que devora, cual metástasis, a las dos fuerzas políticas mayoritarias que han sustentado hasta ahora el invento; y de la completa incapacidad de liderazgo de unos dirigentes, en su inmensa mayoría, mediocres, ineptos y mentecatos.

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