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El callejón
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Norma

Siempre me gustó Marilyn Monroe. Me enamoré de ella de niño y ahora no puedo evitar sentir por ella un afecto repleto de admiración y ternura. De todas sus películas (la mayoría, maravillosas), me quedo con “Bus Stop”. Tal vez, su mejor papel.

Se encuentra agotada. La sesión con el doctor Greenson la ha dejado para el arrastre: han sido seis horas de desandar el camino y de volver a rincones de su pasado que preferiría olvidar. Pero el médico se muestra implacable a la hora de sacarle los traumas de su niñez con una persistencia que ya, después de tanto tiempo, resulta desconsiderada, tal vez algo sádica.

Necesitaba vaciar su mente, olvidarse de sí misma, y por eso, meses atrás, buscó este apartamento anodino, en mitad de ninguna parte. El lugar perfecto para huir y que la dejaran en paz.

            Odia la noche. Jamás la ha soportado. Empezó a aborrecerla justo cuando uno de los esporádicos hombres de su madre se metió por primera vez en su cama y la obligó a hacerle aquellas cosas. Lo peor de todo era el sabor a carne podrida que luego le quedaba en todo el interior de la boca. No conseguía quitárselo aunque se limpiase once o doce veces con el dentífrico y pasase el cepillo por entre las encías hasta hacerlas sangrar.

            Bien pensado, aquel regusto incómodo y profundamente desagradable le había perseguido como un estigma durante los siguientes veintitantos años y, en el fondo, no había dejado de ser la misma niña indefensa que buscaba el padre perfecto entre tipos desaprensivos que, antes de intercambiársela, la poseían con un ímpetu salvaje y se vaciaban en ella como si su cuerpo fuera el agujero negro que guardara la clave para descifrar el universo.

            Está extenuada y, sin embargo, continúa sin poder dormir. Toma otra media docena de somníferos. Hace demasiado tiempo que ha interiorizado la rutina de las píldoras. Es su propia ruleta rusa. Una especie de desafío al destino o a la muerte. Pero no a Dios. Dejó de creer en un orden superior que vela por todas las almas perdidas, incluida la suya, en cuanto supo que su vientre seco jamás podría albergar en sus entrañas ninguna otra forma de vida que no fuesen las pollas tensas, elásticas, como mangueras de caucho de todos los diámetros, de los innumerables hombres que la habían follado con o sin amor.

            Descuelga el teléfono y llama al último de ellos. No puede dar con él. La historia se repite con una terquedad de la que empieza a hartarse. Nunca debió decirle que le quería y, mucho menos, después de haberse tirado al hermano mayor. A ojos de estos irlandeses católicos, ella no es más que una puta sin redención posible.

            Tras varias intentonas, cuelga el auricular. Siente que una leve somnolencia le sobreviene, como la dulce embriaguez de la anestesia, y se deja caer boca abajo sobre la suavidad del colchón. La caricia de las sábanas, que puntean su piel con los dedos invisibles de la brisa del aire acondicionado, no tarda en envolverla y enviarla a una oscuridad cada vez mayor.

            Entonces y solo entonces, como cada noche, segundos antes de caer en la inconsciencia, la chica, de treinta y seis años, recuerda que en realidad es Norma Jean. Luego, se sumerge en la misma nada de la que todo procede.

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